Medgar Wiley Evers llegó a su casa, 2332 de Margaret Walker Alexander Drive, Jackson, Mississippi, una hora después de la medianoche del 12 de junio de 1963. Lo esperaban su mujer, Myrlie Beasley, y sus tres hijos: Darrell Kenyatta, Reena Denise y James Van Dyke, ninguno mayor de 12 años.
Estacionó su auto, bajó, los niños gritaron “llegó papá”, y sobre el eco de esas voces sonó un disparo.
La bala atravesó la espalda y el corazón de Evers. Antes de desplomarse alcanzó a caminar tres metros. Myrlie y unos vecinos lo llevaron al hospital local. Le negaron la entrada: “Sólo para blancos”. Su mujer, desesperada, explicó quién era Medgar: veterano de guerra y activista y líder de la lucha por los derechos civiles de los negros. Lo admitieron a regañadientes. Murió 50 minutos después.
La bala fatal partió de un rifle Enfield 1917, y no hubo dudas acerca de su dueño y asesino: Byron De La Beckwith, supremacista blanco, miembro del Consejo de Ciudadanos segregacionista a ultranza, y algo más tarde, de Ku Klux Klan.
Impulsado por el odio y seguro de su absoluta impunidad, no le encargó el crimen a un sicario, un matón a sueldo: esperó a Medgar oculto detrás de unos árboles, a treinta metros, y cumplió lo que para él y su banda era una misión sagrada: no sólo se oponían al voto de los negros, también a su integración en las escuelas de blancos…, y al uso de los baños, transportes y otros lugares públicos, donde la canallesca palabra “Colored” definía claramente la discriminación como política del Sur norteamericano.
Con Medgar Evers se fue un grande de la lucha contra la segregación, y también un valiente soldado que, en la Segunda Gran Guerra, actuó en la mayor y más peligrosa de las batallas: la invasión aliada a Normandía. Se retiró como sargento de la Armada, , con honores, y fue enterrado en el Cementerio Nacional de Arlington con la ceremonia destinada a los héroes.
Había nacido el 2 de julio de 1925 en una granja de Decatur, Mississippi, trabajó en la granja y en un aserradero, y los cinco hermanos Evers caminaron no menos de doce kilómetros cada día: la menor distancia entre su casa y una escuela sólo para negros.
Pero, a puro esfuerzo, fue un iluminado. En 1948 se recibió de técnico en administración de empresas en la Alcorn Agricultural and Mechanical College, históricamente negra, y se lució en debates, fútbol, atletismo, además de cantar en coro y lograr otro título: licenciado en Artes.
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En esas aulas conoció a Myrlie, y se casó con ella en la Navidad de 1951. Se mudaron a Mound Bayou, Mississippi, y allí empezó su otra vida: militante por los derechos civiles de sus hermanos de raza. No tardó en ser presidente del Consejo Regional de Liderazgo Negro y encabezar el boicot a las estaciones de gasolina que prohibían a los negros el uso de los baños. A sus conferencias, con su hermano Charles, también activista, empezaron a acudir no menos de diez mil almas. Medgar caminaba hacia un gran destino, y a la muerte.
Siguió adelante con sus boicots y protestas también contra la segregación en las playas públicas de las ciudades costeras del Golfo de Mississippi. Ni siquiera el vasto mar era para todos…
Por fin, llegó a la cumbre: presidente de la Asociación Nacional para el Progreso de las Personas de Color (NAACP). Por entonces se lo consideró como un líder de la talla de Martin Luther King.
Pero junto con ese prestigió creció el peligro que lo rodeaba… Su investigación sobre el linchamiento, en 1995, del adolescente negro Emmet Till, desató una ola de amenazas telefónicas, y por primera vez, una cruz en llamas frente a su casa: el signo de muerte del Klan.
Medgar y su mujer, también activista, entrenaron a sus hijos para que supieran qué hacer ante un ataque: piedras y balazos contra la casa, o el cóctel Molotov arrojado al garage, o el intento de arrollarlo con un auto al salir de su oficina de la NAACP.
Logró tener custodia: hombres del FBI en dos autos, y dos policías en un patrullero, lo siguieron a sol y a sombra. Sin embargo, en la noche fatal llegó a su casa huérfano de custodia. Nunca se supo por qué. Pero en la policía local había miembros del Klan.
Después de su asesinato, un duelo interminable. Cinco mil almas marcharon desde el Templo Masónico de Lynch Street hasta la casa funeraria. Martin Luther King y otros líderes encabezaron una procesión…, esperada por la policía con equipo antidisturbio y poderosos rifles automáticos cargados con balas explosivas. La tensión fue asfixiante, pero los bandos no llegaron a chocar.
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El 21 de junio de 1963, nueve días después del crimen, Byron De La Beckwith fue arrestado bajo el cargo de asesinato.
Pero, como se esperaba, el juicio fue una farsa. Un jurado de doce blancos –eso lo explica todo– alegó no haber llegado a un veredicto “por falta de pruebas”, pese a que el rifle Enfield era del acusado, y tenía sus huellas digitales.
Bastó que De La Beckwith, sonriente y desafiante, dijera que meses antes le habían robado el arma, para exculparlo.
Juicio con detalles groseros: el gobernador Ross Barnet, citado a declarar, antes de subir al estrado ¡le dio la mano al reo!
El segundo juicio fue una grotesca repetición del primero: jurado de doce blancos, y la misma decisión: “no pudimos llegar a un veredicto”.
Nunca la chance de justicia estuvo más lejos. Eran doce Goliats contra un David.
Pero Myrlie, la viuda de Medgar, no se rindió. Trató, durante un cuarto de siglo, de sentar otra vez al asesino en el banquillo. Sin eco alguno. Hasta que se cruzó en su vida Robert (Bobby) DeLaughter, abogado y asistente del Fiscal de Distrito, conmovido por la lucha de Myrlie y crispado por la red de protección que amparaba a De La Beckwith, decidió apoyarla, incluso con riesgo de su futuro político.
El tercer juicio, en 1994, no fue un simple trámite. El abogado reflotó la cuestión del rifle y las huellas digitales, ordenó la exhumación del cuerpo de Medgar para nuevas pruebas, y sobre el final hizo estallar una bomba: en un libro figuraba una conversación entre el autor y De La Beckwit, en la que éste decía: “En cuanto a ese negro… ¡hice lo que tenía que hacer!”
Por fin, el 5 de febrero de ese año, un jurado de cuatro blancos y cuatro negros –una conquista– lo declaró 31 años después del crimen! culpable de asesinato. Un vergonzoso récord de espera y de libertad para el racista criminal, pero condena al fin.
De La Beckwith apeló, pero la Corte Suprema de Mississippi confirmó el fallo: algo había cambiado en la tierra del Ku Klux Klan.
El supremacista blanco murió en la cárcel el 21 de enero de 2001, a los 80 años.
Dos años antes, la ciudad de Jackson erigió una estatua en honor a Medgar, y cambió el nombre de su estación aérea: hoy se llama Aeropuerto Internacional Jackson-Evers.
En 2017, la casa de Medgar, Myrlie y sus hijos fue declarada Monumento Nacional.
Myrlie llegó a ser presidenta de la NAACP.
Su lucha continuaba.
(Este texto de Alfredo Serra se publicó en Infobae en 2019)
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