Quería vivir. Es lo que quieren todos los chicos de quince años. Los nazis la asesinaron. La enviaron a Auschwitz primero y, ya sobre el final de la guerra, con el Tercer Reich que iba a durar mil años convertido en andrajos, la enviaron al campo de Bergen-Belsen, donde murió de tifus a sus quince años, una fecha que es desconocida: tal vez en marzo de 1945.
Quería vivir, quería saber, quería querer, quería ayudar, quería sonreír. El mundo supo de ella años después de muerta, cuando su nombre y apellido, Anna Frank, se convirtieron en espejo del espanto nazi y en símbolo de resistencia, de esperanza, también de heroísmo; un sinónimo tal vez de libertad, de rica obstinación, de sabia intransigencia frente al terror y a la muerte.
Y todo lo hizo Anna, o casi todo, encerrada en la parte de atrás de una casa de Ámsterdam, junto a su familia y junto a otros refugiados judíos que intentaban eludir las redadas nazis que los llevarían a los campos de la muerte; todo lo hizo Anna, o casi todo, frente a unas páginas de su diario personal, íntimo, secreto, en las que escribió sus sentimientos, sus deseos, sus anhelos, sus temores, su inocencia.
Si de verdad fue así, y así fue, Anna nació dos veces. La primera, el 12 de junio de 1929, hoy tendría noventa y cuatro años, en Frankfurt am Main, Hesse, en una familia de judíos alemanes que no sabían nada de leyes raciales, pero que olfateaba en el aire el antisemitismo que llenaba el aire que rodeaba el final de la República de Weimar, hundida por una economía de catástrofe, y asediada por un nazismo lanzado a conquistar Alemania.
Anna nació por segunda vez el 12 de junio de 1942, en Ámsterdam, cuando su padre, Otto Frank, puso en sus manos un preciado regalo que Anna soñó primero y pidió después para su cumpleaños número trece: un diario en el que ella pudiese escribir sus intenciones, sus fantasías, sus cuentos de futura escritora. Para entonces, para cuando Anna nació por segunda vez, los Frank habían escapado de una Alemania para ellos en llamas.
Otto Frank, a quien se le debe la memoria de Anna, había sido un teniente del ejército alemán durante la Primera Guerra Mundial, y se había convertido luego en empresario; su mujer, Edith, cuidaba la educación de sus dos hijas: Margot, la mayor y Annelies, tres años menor que Margot, que pasó a ser Anna. Dos meses después de la llegada de Adolf Hitler al poder, del encumbramiento del poder nazi en Alemania, unas elecciones municipales en Frankfurt dieron una amplia victoria al nacionalsocialismo y desataron las primeras grandes manifestaciones antisemitas en la región. Otto lo vio muy claro, había esperado hasta último momento pero era hora de partir. Montó en Ámsterdam una filial de Opekta, una empresa dedicada a elaborar materia prima para la fabricación de dulces y mermeladas y la familia entera se instaló en Holanda. Esa emigración, según las flamantes leyes impuestas por Hitler, les hizo perder la ciudadanía.
Cuando Anna tenía diez años, en 1939, estalló la Segunda Guerra Mundial, después de la invasión alemana a Polonia. El nazismo había dejado de lado careta y antifaces y se mostraba como lo que era: un régimen de terror que proclamaba la superioridad de la raza aria, impulsaba la expansión del territorio alemán hacia el Este y pretendía dominar Europa primero y el resto del mundo después. Al frente de todo eso estaba un tipo que no había llegado a sargento del ejército. ¿Cómo fue que pasó? Es otra historia.
El 10 de mayo de 1940 los nazis ocuparon Holanda, la reina Guillermina huyó a Londres y los judíos holandeses supieron que les esperaba el mismo destino que a los judíos de Alemania. Dos años de ocupación nazi bastaron para que la ocupación en Holanda se hiciese más salvaje, sobre todo después de enero de 1942, cuando los nazis decidieron eliminar a la totalidad de la población judía de Europa: once millones de personas.
Anna soñaba con aquel diario íntimo. Lo había visto en la vidriera de una librería de Ámsterdam. Era un cuaderno de tapas duras, a cuadros rojos y blancos, biselados con beige, que se cerraba con una correa de cuero con un broche metálico que calzaba en su cerradura, atornillada en la tapa. Una belleza. Cuando Otto lo puso en sus manos, Anna supo que en medio de aquella desazón que le acercaba la guerra, su diario sería la amarra que la mantendría a flote, tal vez viva. Empezó a escribir en él el mismo día.
Menos de un mes después del cumpleaños de Anna, su hermana Margot recibió una citación de la “Unidad central para la emigración judía en Ámsterdam” que ordenaba la deportación de la muchacha, de 16 años, a un campo de trabajo.
Otto Frank tomó dos decisiones que, creyó, salvarían a su familia: cedió la dirección de su empresa a dos colaboradores arios, y armó un escondite en la parte trasera de su empresa, en el 263 de Prinsengracht, en un viejo barrio de la ciudad. El escondite pasó a ser: “La casa de atrás”. Eran tres plantas unidas al edificio principal, con dos habitaciones y baño en la primera planta, cincuenta metros cuadrados unidos al edificio principal, una habitación grande y otra más chica en el piso superior, y una buhardilla en lo alto, a la que se accedía por una escalera de mano. A esa “casa de atrás” se accedía por una puerta, disimulada detrás de una estantería de libros que se alzaba en las oficinas de la empresa. Allí vivió la familia Frank junto a la familia de Hermann van Pels, un carnicero judío que también había escapado de Alemania y en Ámsterdam había montado con Frank una pequeña empresa dedicada a la venta de especias. Y en noviembre se agregó el dentista Fritz Pfeffer. Eran ocho personas, los cuatro miembros de la familia Frank, los tres de la familia van Pels, entre ellos Peter, un jovencito un poco mayor que Anna, y el dentista Pfeffer.
Fue allí, y en esos meses que separan el día del encierro del de su captura por los nazis, el 4 de agosto de 1944, donde y cuando Anna escribió su diario. Aquel cuaderno inicial fue lo primero que cargó cuando supo que la familia pasaba a vivir escondida. Escribió mucho, quería decir mucho: el cuaderno se llenó en diciembre, cuando ya llevaba escondida cinco meses en “la casa de atrás”. La última anotación allí es del 5 de diciembre de 1942: Anna tiene trece años y seis meses. Después, y porque el cuaderno de tapas rojas y blancas no está del todo lleno, escribe allí otros textos el 2 de mayo de 1943 y el 22 de enero de 1944. El gran diario de Anna Frank reúne a varios cuadernos de su autora. El primero, el que la hizo nacer de nuevo, y otros que le acercaron su hermana y los “protectores”, como llamaban los Frank a quienes a diario les acercaban comida, noticias y esperanzas.
Los cuadernos que Anna escribió en 1943 se perdieron. Sobrevivieron dos cuadernos de 1944: uno abarca desde el 22 de diciembre de 1943 al 17 de abril de 1944; y el segundo del 18 de abril de 1944 al 1 de agosto de 1944, tres días antes de su captura y la fecha de la última entrada escrita por Anna.
¿Qué escribía Anna? ¿Quién era esa chica a la que jamás vimos, con quien nunca intercambiamos una palabra con ella y a la que, pese a todo, conocemos como una buena amiga? Su destino no fue diferente al de muchos adolescentes que sucumbieron en las cámaras de gas o en las barracas de aquellos campos de la infamia europea. No es su destino el que hizo diferente a Anna Frank, sino Anna Frank quien hizo diferente a su destino. Anna sólo quería vivir, saber, querer, ayudar y sonreír. Encerrada, sin ver el sol, sin respirar el aire de las calles, tenía trece y quince durante su cautiverio, se volcó a su diario íntimo y allí dejó sus pensamientos, su intimidad, sus sueños, sus deseos, sus decepciones, sus esperanzas, sus miedos y sus alegrías.
Además, escribió treinta y cuatro cuentos cortos sobre su época de escolar, sobre lo que sucedía en “la casa de atrás” y los que le dictaba su imaginación. Quería escribir una novela, La vida de Cady, de la que escribió unos fragmentos, antes de abandonar la idea. Y pensaba titular como La casa de atrás un libro en el que reflejara aquella odisea. Quería ser novelista. Y periodista. Escribió cartas a Kitty, una amiga imaginada a la que le da el nombre de una heroína de las novelas de la holandesa Cissy van Marxveldt.
Es con Katty con quien Anna imagina patinar en Suiza, porque es un país neutral a la que la guerra no ha tocado; es a Kitty a quien le revela lo que no puede revelar a nadie. Le dice: “”(…) Y me critican cuando estoy de mal humor y ya no lo aguanto: cuando se fijan tanto en mí, primero me pongo arisca, luego triste y, al final, termino volviendo mi corazón con el lado malo hacia afuera y con el lado bueno hacia adentro, buscando siempre la manera de ser como de verdad me gustaría ser y como podría ser… si no hubiera otra gente en este mundo. Tuya, Ana. M. Frank”.
Es un fragmento de su conmovedor último testimonio, del 1 de agosto de 1944. Es también un imposible. Anna, en el mundo hay la gente que hay y si hay algo que no está al alcance de tu vida breve, es evitarlo. Esa chica parece desangrarse por horas. Revisa a los quince años los textos que escribió a los trece, los corrige, elimina comentarios injuriosos hacia su madre con la que parecía tener broncas a menudo. Uno de ellos dice, con juvenil sarcasmo: “Mi madre es un ejemplo para mí, pero solo un ejemplo, de lo que no debería hacer”.
Elimina también toda referencia a un enamoramiento, romance, amor iniciático o lo que fuere con el chico Peter, que vive con ellos. Pega, sobre dos páginas de su diario, dos hojas de papel madera, o de papel opaco color café, para que nadie lea lo que escribió debajo el 28 de septiembre de 1942, a sus trece años. Son chistes subidos de tono y algunas referencias a los que llama “asuntos sexuales”. Hace pocos meses, la Casa de Ana Frank y dos instituciones culturales holandesas revelaron que las nuevas tecnologías digitales permitieron a los investigadores desentrañar el misterio que Anna quiso mantener oculto, si es que fue ella y no, como se sospecha, su padre, Otto, el que censuró esas páginas.
Anna habla en esas líneas de su primera menstruación y del acto sexual: “PD: Olvidé mencionar la importante noticia de que probablemente me venga pronto la regla. Lo sé porque sigo encontrando una mancha blanquecina en mis bombachas (…) Es un signo de que una chica está lista para tener relaciones con un hombre. Pero eso no se hace antes del matrimonio. Después, sí. También se puede decidir si quieren tener niños o no. Si es que sí, el hombre se tumba sobre la mujer y deja su semilla en la vagina de ella. Todo sucede con movimientos rítmicos”. Sobre la anticoncepción escribió: “Cuando la pareja decide evitar los niños, la mujer toma medidas internas y eso ayuda. Puede fallar, claro, pero si de verdad quieres hijos, a veces no es posible. Al hombre le gustan estas relaciones y las desea; la mujer algo menos, pero también”.
También echa un poco de luz sobre su relación con Peter van Pels, que tenía quince años cuando entró a “la casa de atrás” y enero de 1943, cuando Anna hace esta anotación, tiene dieciséis años recién cumplidos en noviembre de 1942 “Le conté todo sobre las chicas, sin dudar en hablar de los asuntos más íntimos. Me pareció bastante divertido que pensara que la apertura del cuerpo de una mujer no salía en las ilustraciones. Él no podía imaginarse que en realidad estaba ubicada entre sus piernas. Terminamos la tarde besándonos cerca de la boca…”. Y luego revela un diálogo entre ambos: “Peter, en alemán la palabra geschlechtsteil significa órgano sexual, ¿verdad? Pero entonces los órganos masculinos y femeninos tienen nombres diferentes”. El muchacho respondió que eso ya lo sabía y Anna insistió: “El femenino es la vagina, eso lo sé, pero no sé cómo se llama el de los hombres”. Peter un incómodo “hmmm…” y Anna protestó: “Oh, bueno: ¿cómo se supone que vamos a conocer esas palabras?”.
¿Qué más escribía Anna? Sus ideales, su idealismo. La chica que escribe a los trece años tiene poco que ver con la que escribe a los quince, que ya tiene más oficio, más calidad literaria, mejor estilo. Primero, deja en claro qué significa para ella escribir: “Escribir un diario es una experiencia muy extraña para alguien como yo. No sólo porque yo nunca he escrito nada antes, también porque me parece que más adelante ni yo ni nadie estará interesado en las reflexiones de una niña de trece años de edad”. Y, enseguida, su idealismo: “¡Qué maravilloso es que nadie tenga que esperar un instante antes de comenzar a mejorar el mundo!”. Esa esperanza no la hacía perder de vista la realidad: sabía de las deportaciones de judíos y sabía que los nazis ofrecían dinero a quien los delatara: “Es difícil en tiempos como estos pensar en ideales, sueños y esperanzas, sólo para ser aplastados por la cruda realidad. Es un milagro que no abandone todos mis ideales. Sin embargo, me aferro a ellos porque sigo creyendo, a pesar de todo, que la gente es buena de verdad en el fondo de su corazón”.
¿Qué más escribía Anna? Tenía catorce, quince años, y vivía atenaceada por el miedo: “Me angustia más de lo que puedo expresar el que nunca podamos salir fuera, y tengo mucho miedo de que nos descubran y nos fusilen”. Y, al mismo tiempo, se veía como una mujer presa también en un mundo de hombres: “Yo sé lo que quiero, tengo un objetivo, una opinión, tengo una religión y amor. Déjame ser yo misma. Sé que soy una mujer, una mujer con fuerza interior y un montón de coraje (…) No se nos permite tener nuestra propia opinión. La gente quiere que mantengamos la boca cerrada, pero eso no te impide tener tu propia opinión. Todo el mundo debe poder decir lo que piensa. (…) ¡Las mujeres deben ser respetadas! En términos generales, los hombres son tenidos en gran estima en todas partes del mundo, así que ¿por qué no pueden las mujeres tener su parte? A los soldados y a los héroes de la guerra se les honra y conmemora, a los exploradores se les otorga fama inmortal, los mártires son venerados, pero ¿cuántas personas ven a las mujeres también como soldados? Esas páginas permiten vislumbrar su crecimiento, la hondura de su corta vida; casi dan ganas de correr a abrazarla cuando lame sus heridas con una frase: “A pesar de todo, sigo creyendo que la gente es realmente buena de corazón”.
Cuando los aliados invaden Normandía e inician el camino hacia Berlín para cerrar la pinza que desde el Este encaraba el ejército de la URSS y acabar con aquel Reich que iba a morir como había vivido, en el deshonor y la sangre, Anna se alegra; intuye acaso su salvación improbable: “¡Este es el día! ¡La invasión ha comenzado! (…) Conmoción en ‘la casa de atrás’. ¿Habrá llegado por fin la liberación tan ansiada, la liberación de la que tanto se ha hablado, pero que es demasiado hermosa y fantástica como para hacerse realidad algún día? ¿Acaso este año de 1944 nos traerá la victoria? Ahora mismo no lo sabemos, pero la esperanza, que también es vida, nos devuelve el valor y la fuerza”.
No pudo ser. El martes 1 de agosto de 1944 es la última entrada de Anna a su diario de vida. Es una carta a Kitty. Es un texto conmovedor: “Querida Kitty (…) Ya te he contado alguna vez que mi alma está dividida en dos, como si dijéramos. En una de esas dos partes reside mi alegría extrovertida, mis bromas y risas, mi alegría de vivir y sobre todo el no tomarme las cosas a la tremenda. Eso también incluye el no ver nada malo en las coqueterías, en un beso, un abrazo, una broma indecente. Ese lado está generalmente al acecho y desplaza al otro, mucho más bonito, más puro y más profundo. ¿Verdad que nadie conoce el lado bonito de Ana, y que por eso a muchos no les caigo bien? (…) Tengo mucho miedo de que todos los que me conocen tal y como siempre soy descubran que tengo otro lado, un lado mejor y más bonito. Tengo miedo de que se burlen de mí, de que me encuentren ridícula, sentimental y de que no me tomen en serio. Estoy acostumbrada a que no me tomen en serio, pero sólo la Ana “ligera” está acostumbrada a ello y lo puede soportar; la Ana de mayor “peso” es demasiado débil. (…) Sé perfectamente cómo me gustaría ser y cómo soy por dentro, pero lamentablemente sólo yo pienso que soy así. Y ésa quizá sea, no, seguramente es, la causa de que yo misma me considere una persona feliz por dentro y de que la gente me considere una persona feliz por fuera. Por dentro, la auténtica Ana me indica el camino, pero por fuera no soy más que una cabrita exaltada que trata de soltarse de las ataduras. (…) Cuando se fijan tanto en mí, primero me pongo arisca, luego triste y al final termino volviendo mi corazón, con el lado malo hacia fuera y el bueno hacia dentro, buscando siempre la manera de ser como de verdad me gustaría ser y como podría ser… si no hubiera otra gente en este mundo. Tu Ana M. Frank”.
La esperanza, que también es vida, decía Anna. No alcanzó. Tres días después de esas últimas palabras, los Frank y todos los habitantes de “la casa de atrás” cayeron en manos de los nazis. Un mes después, el 2 de septiembre, toda la familia Frank fue trasladada en tren a Westerbork, un campo de concentración en el noreste de los Países Bajos. Y de allí, hacia Auschwitz, a tres días de viaje en aquellos vagones de ganado, superpoblados, que durante todo el trayecto eran dormidero, baño, templo y morgue de los desdichados. Dos de los “protectores” de los Frank en Ámsterdam, encontraron y guardaron el diario y los papeles de Anna. Las hermanas Frank pasaron un mes en Auschwitz y fueron enviadas a Bergen Belsen. Murieron de tifus. Anna, en febrero o marzo de 1945, pocas semanas antes de la liberación del campo. El único sobreviviente, Otto Frank, se encargó de publicar el diario de Anna, que sería traducido a setenta idiomas.
Así fue como una chica que estaba hecha un lío entre su despertar a la vida y su involuntaria vecindad con la muerte, entre sus esperanzas de libertad y el temor de ser descubierta y fusilada, entre el amor primero y aquella jaula gris en la parte trasera de un edificio que se le antojaba última, eligió escribir para no asfixiarse. Pero primero, puso en alto la libertad. Tenía quince años.
Como todos los chicos a los quince años, quería vivir, quería saber, quería querer, quería ayudar, quería sonreír.
Los nazis se lo impidieron. Y ella, solita, se hizo inmortal.
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