Ya estaba muerto en vida, Su tumba era de cemento, impenetrable. Pero hubo que esperar hasta este sábado 10 de junio, cuando a las 8.00, hora local del centro médico de la prisión federal de Butner, en Carolina del Norte, el recluso número 04475-046, Ted Kaczynski, alias Unabomber, fue oficialmente declarado muerto luego de haberlo hallado inconsciente en su celda. No se informó, aún, las causas de su muerte. Tenía 81 años.
Kaczynski pasaba las horas allí, condenado a ocho cadenas perpetuas desde hacía veinticinco años. Le probaron el asesinato de tres personas, y por mutilar o herir de gravedad a otras veintitrés. Su método sembró el terror en los Estados Unidos durante 17 años, en los que enviaba paquetes bomba a universidades y líneas aéreas de Estados Unidos. Por eso lo apodaron Unabomber, acrónimo de University and Airlines Bomber.
Su suerte duró desde 1978 hasta la mañana del 3 de abril de 1996, cuando ante la puerta maltrecha de una choza de madera sin electricidad, agua corriente, gas natural, sin nada, que él mismo construyó en los bosques de Lincoln, Montana, el Estado de las Altas Montañas Rocosas, un agente del FBI golpeó sus manos y le dijo a la persona que abrió: “Ted, tenemos que hablar contigo”. Ted era Theodore Kaczynski, y la búsqueda de Unabomber había llegado a su fin.
Fue un genio. Del mal, por supuesto. Si su historia tiene algo de atractivo, es por el enigma que siempre representó. Desde chico tuvo un coeficiente intelectual superior al medio. Nació el 22 de mayo de 1942 y fue un alumno brillante del Colegio Evergreen Park. Se adelantó dos años a sus compañeros y fue a parar en la tribu de los de séptimo, que se burlaron de él, lo acosaron, lo hicieron víctima de violencia verbal y de bromas pesadas: bullying que todavía no se llamaba así. Entonces, dicen, se torció su camino. Kaczynski dijo alguna vez que aquella experiencia había cambiado su vida para siempre. Es probable, quién sabe si para tanto. Muchos chicos en todo el mundo sufren lo mismo y ninguno se pone de adulto a fabricar bombas caseras para matar gente.
Dos años por delante de todo el mundo, a los dieciséis entró en Harvard para cursar sus estudios superiores. Recibió clases de lógica matemática del filósofo americano Willard Quine, famoso también por considerar al pragmatismo como una de las teorías del conocimiento. Kaczynski fue el primero de su clase con un promedio de 98.9. También fue alumno del doctor Henry Murray, un tipo curioso, especializado en el estudio de la personalidad, vinculado a la Central de Inteligencia de Estados Unidos, CIA. Murray tentó a muchos de sus estudiantes a participar de un proyecto del espionaje americano conocido como MK Ultra.
Era un proyecto secreto y siniestro que funcionó entre inicios de los años 50 hasta 1973. Experimentaba el control mental de los seres humanos y con seres humanos, para desarrollar nuevas sustancias químicas y procedimientos de interrogatorios que incluían la violencia física, destinados todos a debilitar a una persona para forzar confesiones o condicionar su conducta. El proyecto buscaba alterar las funciones cerebrales a través de drogas como el LSD, combinadas o no con otros productos químicos; impulsaba la privación sensorial seleccionada, el aislamiento, los abusos sexuales y verbales, alguna forma de tortura y la hipnosis. El infierno, pero con buena letra. Al MK Ultra se le adjudica la “fabricación de asesinos latentes” capaces de actuar de la manera en la que fueron “programados” al escuchar una palabra o una frase determinadas, aún cuando hubiera sido dicha por teléfono.
Kaczynski fue un alumno, también brillante, de ese proyecto. Quién sabe sino fue entonces donde se dio vuelta el viento. En 1971 dejó todo, para desesperación de sus maestros y protectores de Harvard, se mudó a la granja familiar en Lombard, Illinois, gastó sus ahorros en comprar, con ayuda de sus padres, un terreno chico e inhóspito en los bosques de Montana, levantó centímetro a centímetro una choza da madera elemental, sólida para resistir los vientos y la nieve del invierno y el sol agobiante de los veranos, para vivir allí una vida simple, sin dinero, sin electricidad, sin agua corriente, sin tecnología, con lo que diera la caza y la pesca. Había adherido al neoludismo y él mismo se había convertido en un neoludita militante.
El neoludismo es una corriente filosófica que se opone al desarrollo tecnológico y científico de la sociedad porque los considera perjudiciales para el ser humano. La hipótesis reza volver a las cavernas, para vivir mejor. Los neoluditas siguen una corriente filosófica muy fugaz que se originó en Inglaterra entre 1811 y 1817, cuando el desarrollo tecnológico no era ni por asomo el de hoy. Sus seguidores impulsan aún hoy la resistencia pasiva al uso de la tecnología, procuran dañar a quienes la producen, con lo que abandonan la proclamada pasividad, y sabotean todo lo que implique la participación activa de la mecánica, la ciencia y la técnica.
En 1978, Kaczynski atacó por primera vez. Envió una bomba casera en una encomienda falsa. El paquete apareció en un estacionamiento de la Northwestern University, de Illinois, enviado por el profesor de Ingeniería de materiales de la facultad, Buckley Crist: le había sido devuelto al profesor por imposibilidad de ser entregado. Todo bien, excepto la letra del remitente: Buckley notó que no era la suya. Llamó entonces el encargado de seguridad del campus, Terru Marker, que abrió el paquete que estalló en sus manos. Las lesiones no fueron graves, pero Marker estuvo internado algunos día en el Evanston Hospital.
El 15 de noviembre de 1979, Kaczynski logró colocar un artefacto explosivo en el equipaje de carga del vuelo 444 de American Airlines que unía Chicago con Washington. La bomba estalló a medias, provocó, en lenguaje técnico, “una explosión de succión con pérdida de presión”; la cabina se llenó de humo y los pilotos aterrizaron de emergencia en el Aeropuerto Internacional de Dulles. Doce pasajeros fueron tratados por inhalación de humo. Kaczynski reveló años después que había colocado un sistema barométrico en el artefacto para que estallara a una altura determinada. Como el atentado era un delito federal, intervino el FBI, que fue la oficina que le puso nombre al desconocido terrorista: Unabomber.
John Douglas, el célebre creador del perfil psicológico de los criminales seriales para el FBI, aventuró que el sospechoso era hombre, con una inteligencia superior, con estudios universitarios y, probablemente, un neoludita. No lo escucharon: Douglas tiene un récord de predicciones acertadas que fueron desoídas y no debieron serlo. En este caso, los investigadores siguieron sus propias pistas y concluyeron que era la persona que debían buscar era un hombre, sí, pero mecánico de aviones y con cierto grado de chifladura.
Unabomber no estaba chiflado. Tenía un mensaje que dar al mundo, un alerta sobre el futuro negro que, sostenía, le esperaba a la sociedad industrial. Auguraba que el desarrollo de la tecnología llevaría al desastre, que sometería a los seres humanos a “grandes indignidades”, que dañaría el mundo natural, llevaría al colapso social, al sufrimiento psicológico y, tal vez, al sufrimiento físico incluso en “países de avanzada”. Y proponía una “revolución” contra el sistema industrial. En nombre de esos ideales, Kaczynski mató por primera vez. El 11 de diciembre de 1985, Hugh Scrutton, dueño de Rustech Computer Store, una empresa de servicios informáticos de Sacramento, California, encontró un paquete en el estacionamiento de su local: lo abrió con curiosidad y el estallido lo hizo volar diez metros: cayó destrozado.
Los atentados esporádicos de Unabomber a las universidades, las líneas aéreas se lo ponían cada vez más difícil, siguieron para desesperación del FBI: el tipo era inasible, inhallable, no había sobre él ni una pista. El 10 de diciembre de 1994, mató otra vez. Su víctima fue ahora Thomas Mosser, de 50 años, flamante vicepresidente ejecutivo de Young & Rubicam, una empresa mundial de publicidad y comunicaciones con sede en New York. Mosser recibió en su casa de New Jersey un pequeño paquete que, pese a no conocer al remitente, abrió en la cocina de su casa. Segundos después del estallido, estaba muerto, su casa parcialmente destrozada y su mujer y su hija de quince meses heridas leves y aterradas. El 24 abril de 1995, Unabomber envió un paquete del tamaño de una caja de zapatos a Gilbert Murray, de 47 años, graduado en agricultura de la Universidad de California en Berkeley, que también había sido la de Kaczinski. Murray, que era presidente de la Asociación Forestal de California murió en el acto por la explosión que destrozó también puertas y ventanas de su oficina. Hacía sólo cinco días que el terrorista Timothy McVeigh había volado el edificio Alfred P. Murrah de Oklahoma, donde murieron 186 personas.
El FBI daba palos al agua, pese a que una de las ideas básicas del decálogo de Douglas para identificar a asesinos seriales se cumplía de modo inexorable: el asesino estaba cada vez más urgido por su “necesidad” de matar. Habían pasado nueve años entre el primer y el segundo asesinato, pero sólo cuatro meses entre el segundo y el tercero. Detrás de esas muertes, quedaba un tendal de víctimas y mutilados.
Meses después del tercero de sus asesinatos, Unabomber envió una carta al Washington Post y al New York Times en la que prometía detener sus ataques a cambio de que publicaran su manifiesto contra la industria y la tecnología. Los diarios cedieron a la extorsión y publicaron el escrito, cerca de 40 páginas, el 19 de septiembre de ese año.
Unabomber cayó por una de las frases que coronaba uno de los tantos escritos enviados después de sus ataques. Ésta decía: “No podés comerte la torta y seguir teniéndola”. David Kaczynski, hermano de Ted, reconoció esas ocho palabras como una de las preferidas de su hermano. Sugirió al FBI que Ted podía ser Unabomber. El FBI le pidió que identificara en un mapa el inhallable sitio de la cabaña de su hermano, y el 3 de abril de 1996 uno de los agentes federales empeñado durante años en su captura golpeó la puerta y le dijo aquello de “Ted, tenemos que hablar contigo”.
Unabomber se entregó con mansedumbre. El FBI halló en la cabaña un diario en el que había registrado sus acciones criminales, y un cuaderno de notas y dibujos de las bombas que había fabricado y enviado. Kaczynski estaba barbado, sucio, flaco, desgreñado, harapiento, tal vez con un extraño brillo en los ojos, demencia o lucidez. En todo caso, de aquel genio que había deslumbrado a sus profesores de Harvard y a sus maltratadores del MK Ultra de la CIA, sólo quedaba ese fracasado débil y abatido, a punto de cumplir 54 años, que pese al futuro oscuro y fatal que preveía para la sociedad del presente, ni hablar de la del futuro, se hizo cargo de todos sus crímenes para eludir la segura sentencia a muerte.
Lo condenaron a ocho cadenas perpetuas, sin posibilidad de libertad condicional, por dieciséis atentados, los tres muertos y los veintitrés heridos. Fue a parar a la prisión de máxima seguridad más estricta del servicio de prisiones de Estados Unidos. Es la USP Florence Admax (United States Penitentiary Administrative Maximum Facility), Supermax, para los amigos. Fue construida en 1994 en el condado de Fremont, Colorado, cerca del pueblo de Florence y con las legendarias Montañas Rocosas al alcance de la mano.
La prisión donde se acostumbró a morir en vida consta de 490 celdas individuales construidas de hormigón. Son espacios de tres metros y medio por dos, con un escritorio y un taburete inamovibles, hechos de puro concreto. La cama es una losa de hormigón adosada a la pared, con un colchón delgado y mantas. El baño y las duchas, tecnología pura, están automatizados y todas las celdas están insonorizadas: no permiten que entre o salga del y hacia el exterior ningún sonido, e inhabilita cualquier tipo de comunicación entre los prisioneros. Cada celda tiene un televisor que emite programación especial y una pequeña ventana de un metro de alto por diez centímetros de ancho por donde pasa a diario la comida. A través de esa ranura, el preso puede divisar una parte del exterior de su celda, pero no puede ver más allá de los muros circundantes. Los presos son vigilados las 24 horas por cámaras de seguridad y las puertas se abren y cierran en forma automática.
En esas celdas, los presos como Kaczinsky pasan 23 horas del día. La única hora de recreo diario transcurre en una jaula al aire libre, apenas algo más grande que las celdas, donde pueden hacer algunos ejercicios y ver nada más que el cielo y los muros de Supermax. Deben usar grilletes en las piernas, esposas y cadenas atadas a la cintura siempre que salen de sus celdas, y son escoltados por dos o más guardias. Por afuera, la prisión es patrullada por un ejército de policías armados, es vigilada por una docena de enormes torres con guardias armados y francotiradores y la separan del exterior unos muros de hormigón, coronados por alambres de púas, de más de cuatro metros de alto.
Pero dentro del infierno había un lugar peor para Kaczinsky, el llamado Módulo H, un área del penal de 148 celdas que limitan todo tipo de comunicación de los internos con el exterior, esto es, con el personal del penal y otros reclusos. En ese módulo viven la mayor parte de los terroristas islámicos, entre ellos Mahmud Abouhalima, Nidal Ayyad y Ramzi Yousef, que planificaron el atentado contra el World Trade Center de 1993, en el que murieron seis personas y fueron heridas 1042. Allí está encerrado hoy el narco mexicano Joaquín “El Chapo” Guzmán, que presentó una queja formal porque adujo que desde 2018 no ve la luz del sol. Está condenado a perpetua más treinta años. Además de Youseff, uno de los cerebros del 9/11, también está alojado en Supermax Zacarías Moussaoui, de Al Qaeda, que planificó los atentados a las Torres Gemelas de Nueva York. Junto a ellos figuran como miembros de Al Qaeda, condenados todos a más de una cadena perpetua, Sulaiman Abu Ghaitah, Mamdohu Mahmud Salim, Adis Medunjanin, Umar Farouk Abdulmutallab, Abu Hamza al-Masri y el británico Richard Reid. Otro de los sepultados en vida es Robert Hanssen, un americano dueño de una historia singular: en 2002 se declaró culpable de espionaje por haber pasado a lo largo de más de veinte años información secreta a la Unión Soviética primero y a la Federación Rusa luego.
La cárcel Florence Admax es una fortaleza inabordable. Nadie pudo escapar. La única forma de salir que encontraron seis reclusos fue ahorcándose con sus sábanas. Uno de sus directores, Robert Hood, que estuvo a cargo del centro de 2002 a 2005 dijo: “Es mucho peor que la muerte. Es la muerte, pero a largo plazo. Lo ves en la cara de los que entran: ven la belleza de las Montañas Rocosas y saben que no van a volver a verlas mientras vivan”.
A pesar de las palabras del director, Kaczynski parecía adaptado a esa vida en la muerte. Trabó cierta amistad con Yousef y mantuvo largos diálogos con Timothy McVeigh hasta que fue ejecutado en 2001 por la voladura del edificio federal de Oklahoma. El resto del tiempo Kaczynski lo pasó ocupado en mantener y enriquecer sus conocimientos. Estudió ruso, alemán e italiano, hizo cursos de psicología y escuchaba música clásica al acostarse. Leyó mucho, escribió mucho, mantuvo un intercambio de cartas con cientos de personas que archiva la Universidad de Michigan. En ellas, Unabomber confesó: “Estoy en una situación afortunada, relativamente. El lugar es limpio, tranquilo bien administrado y la comida es buena. Puedo dormir, pensar y escribir sin ser cosas que me distraigan”. En 2002 se quejó por una hamburguesa que le sirvieron que estaba poco hecha y temía que la carne le transmitiera la bacteria salmonella. En 2009 escribió: “La vida debe ser aburrida y monótona para la mayoría de los presos en una cárcel como esta. Pero no para mí, porque siempre tengo cosas que me mantienen ocupado”.
Otra cosa que lo mantuvo ocupado fue el ejercicio de la ironía. En 2013, el rectorado de Harvard, profesores, funcionarios, ejecutivos, intelectuales, científicos, empresarios y ex alumnos se reunieron para celebrar el cincuenta aniversario de su egreso de la prestigiosa universidad. Entre las adhesiones, llegó una por carta que solo indicaba su actual ocupación: “Preso”, la dirección de la cárcel de máxima seguridad de Florence y, a modo de identidad, su número de interno: 04475-046. Era Unabomber.
Pero el 14 de diciembre de 2021, Kaczynski fue trasladado a otra prisión de máxima seguridad, el Centro Médico Federal Butner, en Carolina del Norte, debido a “sus condiciones de salud”. Butner es un centro especializado en oncología, aunque las autoridades nunca revelaron su padecimiento. Allí, por fin, halló la muerte. Al menos, esa que se firma y sella en los certificados oficiales de defunción. La definitiva.
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