No tuvo una infancia triste, ni marcada por carencias de ningún tipo. No tuvo una historia difícil, no era de esos tipos rotos que aceptan su destino en silencio y cuando deciden terminar con todo ni siquiera sorprenden, o generan apenas compasión. Él mismo escribió en uno de sus bestsellers (En crudo: la cara oculta de la gastronomía, 2010): “No quería amor ni atención. Mis padres me amaban. Ninguno tomaba en exceso. Ninguno me pegaba. Dios nunca fue mencionado, así que no estaba enojado con la Iglesia ni con otras nociones de pecado o de castigo”.
Anthony Bourdain fue una estrella, un hombre sin miedo a lo desconocido que corrió las reglas de su oficio para abrazar lo distinto. Un eterno adolescente convencido de que el cuerpo no era un templo, sino un “parque de diversiones” y que, como escribió en Kitchen Confidential (2000) –el libro que le dio fama de rockstar de la cocina y lo hizo célebre en todo el planeta– había que “disfrutar el paseo”.
Había probado todas las drogas: siete años de heroína y muchos más de cocaína. No fue una infancia dura ni una vida de limitaciones, sino todo lo contrario: Bourdain se formó en los excesos de los 80 –decía que en los restaurantes de entonces no se tomaba ninguna decisión sobria ni sin música– y creció añorando las fiestas que se perdió por no haber llegado antes al mundo antes. Nacido en Manhattan el 25 de junio de 1956 en una familia de origen francés, era demasiado chico para ser parte del Verano del Amor en 1967. Pero ese festival resumía su esencia: contracultura, rock, libertad y drogas.
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El caldo de la gastronomía de sus comienzos, después de graduarse en The Culinary Institute of America en 1978, era la exigencia casi marcial en ambientes que eran todo lo contrario. El placer de la comida que lo había deslumbrado por primera vez cuando un pescador le dio a probar ostras frescas durante unas vacaciones en la riviera francesa, ahora se mezclaba con la experiencia de las drogas. En Kitchen Confidential cuenta que en las cocinas en las que arrancó lavando platos y también en la de la Brasserie Les Halles, donde fue chef ejecutivo desde 1998 tras cumplir todos los pasos de una carrera vertical y furiosa, la presión por el plato perfecto se combinaba siempre con una combinación de marihuana, hongos, anfetaminas y ácidos, además de cantidades industriales de alcohol y cocaína.
Algunos decían que era un desastre y no tenía disciplina, pero él hizo de ese desastre una búsqueda y decidió narrarla. “La gastronomía es la ciencia del dolor. Los cocineros profesionales pertenecen a una sociedad secreta cuyos antiguos rituales derivan de los principios del estoicismo para enfrentar la humillación, las heridas, el cansancio y la amenaza de la enfermedad. Los miembros de un equipo de cocina bien aceitado se parecen mucho a la tripulación de un submarino: confinados durante la mayor parte de sus horas de vigilia a espacios calurosos y sin aire, comandados por líderes despóticos, en general adquieren las características de los pobres soldados obligados a enrolarse como marineros en tiempos napoleónicos –superstición, desprecio por los de afuera y lealtad a ninguna otra bandera más que la propia”, escribió en 1999 en el mítico artículo del New Yorker que abrió el camino de una carrera ecléctica y prolífica como escritor y documentalista de viajes.
Era una columna de opinión que tituló “No comas antes de leer esto” y se convirtió en la génesis de su libro más vendido. Ahí también contaba que cuando dejó la facultad en los 70 se anotó en la escuela de gastronomía con hambre de todo: “los cortes y quemaduras en las manos y muñecas, el humor macabro de las cocinas, la comida gratis, las bebidas robadas y la camaradería que florecía entre ese orden rígido y la angustia del caos”. Tuvo de todo eso un poco, y a veces mucho.
Con el reconocimiento mundial tras el suceso de Kitchen Confidential, Bourdain se lanzó a la televisión con un ciclo que luego sería copiado por cocineros y aspirantes a sibaritas en todas partes y hasta hoy, veinte años más tarde. A Cook’s Tour comenzó a emitirse en 2002 en un canal de cocina y pronto cosechó fanáticos. Su estilo cool y disruptivo rompía con décadas de cocineros parados frente a la cámara para mostrar el paso a paso de una receta fija en la pantalla: Tony viajaba a los lugares más exóticos o encontraba nuevas realidades en los lugares conocidos. Nunca retrataba lo obvio, perseguía los verdaderos platos locales de la mano de los que más sabían.
Fue la antesala de su salto al Travel Channel, donde mostró una nueva manera de viajar y comer con No Reservations (2005-2012). Por entonces su popularidad era tan grande que hasta se estrenó por Fox una serie basada en sus memorias con Bradley Cooper en el papel del imaginario “Jack” Bourdain. En 2011, sumó el programa The Layover, donde exploraba ciudades en menos de 48 horas de escala. Dos años después, tras una pelea con el canal por el uso de su imagen, comenzó Parts Unknown (2013-2018) por CNN. Todos querían estar en su programa incluyendo al entonces presidente de los Estados Unidos, Barack Obama, con quien viajó a Vietnam.
En esos años también fue jurado y productor ejecutivo en uno de los primeros realities de cocina: The Taste (2013-2015). Había entendido que en la era de los chef estrellas y el público soñaba con una vida de delantales y hornallas; los cocineros –con él a la cabeza– eran los nuevos rockstars.
Hablaba con sarcasmo y autoridad y podía elevar a un colega al podio de los mejores, como hizo cuando entrevistó al “científico loco” Ferrán Adriá antes de que fuera furor por su cocina molecular. Bourdain animaba a su público a probar lo diferente, a buscar siempre el lado b de las cosas al igual que lo hacía él.
A su primera mujer, Nancy Putkoski, la conoció en la secundaria. Era más grande que él y parte del “club de los dragones”, una “chica mala”, según la describió él mismo. Se casaron en 1985 y estuvieron juntos veinte años, los de las adicciones más severas. El divorcio coincidió con su ascenso en la industria de la cocina y la televisión: “Sentía que todo el mundo se estaba abriendo para mí. Veía cosas, olía cosas. Quería más, y lo quería con desesperación. Y para ella era horrible, lo detestaba”, confió en una entrevista tras la ruptura.
Con la italiana Ottavia Busia le pasaba lo opuesto: cuando la conoció trabajaba en un restaurante japonés top, amaba la comida, los viajes y, también como él, el deporte. Bourdain era cinturón azul de Jiu-Jitsu; Busia, luchadora de MMA. Su hija, Ariane, nació en 2007 y la química entre ellos se registró en varios de los episodios de No Reservations, pero se separaron 9 años después culpando, ambos, al tiempo que él pasaba fuera de su casa para producir y grabar sus programas.
Estaba filmando Parts Unknown en Roma cuando en 2016 conoció a la actriz italiana Asia Argento y se enamoró perdidamente de ella. Estaba a su lado cuando, al año siguiente, ella denunció por abuso sexual al productor Harvey Weinstein y la acompañó durante todo el proceso. Incluso, como se supo después de la muerte de Bourdain, le pagó al actor Jimmy Bennett por su silencio para que no trascendiera que había tenido una relación con Argento cuando ella tenía 37 y él 17. La actriz había hecho de su madre en la película El corazón es engañoso sobre todas las cosas (2004) y tuvo relaciones con él en 2014 en California, donde la edad de consentimiento sexual es 18 años. Una denuncia contra una de las caras del #MeToo era inadmisible, y Tony hizo lo que estaba a su alcance con los métodos que había aprendido en la cocina, donde la criminalidad estaba tan a la orden del día que, como le gustaba recordar, “el empleo civil previo a delinquir de la mayoría de la población carcelaria es cocinero”.
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El 8 de junio de 2018, Bourdain estaba en pleno rodaje de un capítulo de Parts Unknown en Estrasburgo con su amigo Éric Ripert. Esa mañana Ripert se alarmó: Tony no había estado en la cena y ahora faltaba también al desayuno. Cuando lo encontró en su cuarto del hotel Le Chambard de Kaysersberg-Vignoble, en Francia, ya era tarde: se había ahorcado con el cinturón de su bata. Tenía 61 años y, pese a lo que podía suponerse, la autopsia dio negativo para uso de narcóticos.
Aunque había dejado atrás casi todas sus adicciones, incluso el cigarrillo, la secuela en su salud mental fue profunda: Bourdain sufría de depresiones graves, impensadas para muchos de los que lo veían bromear en las peores situaciones. Los viajes constantes no ayudaban al cuadro: lo hacían vivir exhausto y desorientado. Seguía tomando mucho y los testigos dicen que lo había hecho en su cuarto la noche en que decidió matarse.
Las especulaciones tras su suicidio fueron muchas; se decía que no había soportado el dolor que le causó ver a Argento del brazo de otro hombre en Roma a días de su supuesta separación y que estaba obsesionado con la actriz. Se decía, y lo ratificó el autor de su biografía no autorizada, que pensaba que la fama lo había convertido en un monstruo: un matón con sus empleados, un padre ausente y un novio insoportable que había llegado a googlear 300 veces el nombre de la italiana en su computadora. Se decían muchas cosas, pero la mayoría ya las había dicho él antes de tomar su última decisión. Y sus fans, que aun lo extrañamos, terminamos por entenderlo: había vivido como quiso y ahora también elegía su último viaje.
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