Eligió un símbolo bíblico del pecado, de lo prohibido, de lo que no se debe, de paraísos perdidos, de tentación y culpa: una manzana. Ni en su último aliento, ni en ese instante supremo eludió el sarcasmo, el toque de humor corrosivo, la señal acre e incisiva que era también una advertencia al mundo que estaba por dejar. La amargura lo había vencido. El 7 de junio de 1954, hace sesenta y nueve años y veintitrés días antes de cumplir cuarenta y dos, Alan Turing prefirió morir.
Antes de ser la imagen en el billete de cincuenta libras del Reino Unido -un homenaje mezquino para un héroe- fue un genio. Fue el hombre que acortó la sangrienta Segunda Guerra Mundial, aunque no peleó ni en trincheras, ni en el mar, ni en el aire, sino en su gabinete de joven extravagante en la sede de Bletchley Park, la cueva de espías, inventores, filósofos y biólogos en la que trabajaron más de nueve mil personas, muchas anónimas, que pelearon, y ganaron, aquella guerra de otra manera y en otros campos.
Un poco de todo eso fue: matemático, filósofo, experto en lógica, criptógrafo, biólogo, teólogo pensador al que le debemos la ciencia de la computación, los fundamentos conceptuales del algoritmo, el esbozo de las líneas básicas de lo que hoy deslumbra al mundo, la inteligencia artificial, y la inquietante idea de que las máquinas piensan. En concreto y en la guerra, Turing descifró la “indescifrable” máquina “Enigma”, creada por los alemanes que sí la consideraban indescifrable sin comillas.
De manera que los aliados tuvieron acceso a los planes alemanes, a los ataques submarinos en el Atlántico Norte, a los refuerzos de zonas costeras y de los enclaves en el este europeo, gracias a la hazaña de Turing de haber convertido a una máquina encriptadora insondable, en un libro abierto de páginas amplias y letras grandes. Por ejemplo, los aliados, con Gran Bretaña a la cabeza, supieron que los alemanes estaban convencidos de que el gran desembarco de junio de 1944 iba a llegar por el paso de Calais, que separa la isla británica del continente, y no por las playas abiertas, escarpadas y hostiles de Normandía. Y lo supieron gracias a Turing.
Y en una época en la que algunos de grandes científicos del mundo se convertían en agentes soviéticos, Gran Bretaña sabe mucho y bien de estas cosas, Turing puso su genio y su vida al servicio de su Majestad. Le pagaron con hiel, con ostracismo y con una salida legal que lo destruyó, en nombre de una hipocresía que no disculpó que Turing, una mente abierta, ajena a morales falsas, jamás ocultó: era homosexual.
No tuvo una infancia fácil. Era hijo de un funcionario británico en la India, Julius Mathison Turing y de Ethel Sara Stoney, que era hija de un funcionario de los ferrocarriles indios, en manos británicas.
Turing nació en Londres el 23 de junio de 1912 en Maida Vale, un distrito residencial del oeste de la ciudad y así lo recuerda una placa azul enclavada en el exterior de la casa, que fue descubierta en 2012, en el centenario del nacimiento de Turing y como parte de los tardíos homenajes a su vida infortunada. Los padres, de viaje constante entre Gran Bretaña y la India, lo pusieron, junto a su hermano mayor, en manos de un militar retirado del ejército y de su mujer: los Turing querían que sus chicos se criaran en Inglaterra.
Alan mostró enseguida quién sería y que quería ser: aprendió a leer solo en tres semanas y tenía predilección por los números y los rompecabezas. Estudió en la preparatoria Hazelhurst, fue un alumno brillante, y a los trece años ingresó en el internado de Sherborne, en Dorset. Dice la leyenda que el primer día de clases estuvo signado por una gran huelga general en toda Inglaterra. Así que Alan se subió a su bicicleta y recorrió los noventa y seis kilómetros que separaban Southampton del internado: hizo noche en una posada y su pequeña hazaña fue reflejada por la prensa local. Ganó en Sherborne todos los premios matemáticos, llevó adelante y por su cuenta experimentos químicos y se ganó el recelo de sus maestros por su irrefrenable independencia y su joven ambición. Llegó a resolver problemas matemáticos muy avanzados, sin haber estudiado cálculo elemental.
Se enamoró a los diecisiete años de un chico de su edad, Christopher Morcon, compañero de estudios en el internado y compinche en los estudios científicos. Fue su primer amor y la primera persona en creer a fondo en sus ideas; Christopher lo invitó a conocer a su madre, una artista, en lo que debió ser para la época la relación amorosa entre dos adolescentes más tolerada de Gran Bretaña, donde la homosexualidad era ilegal.
El 13 de febrero de 1930, apenas egresados de Sherborne, Christopher murió víctima de la tuberculosis bovina, contraída probablemente por beber leche de una vaca infectada. En las pocas referencias a su vida personal, hechas a cuentagotas y a lo largo de los años, Turing recordó a Morcon: “Mis recuerdos más vívidos de Chris son, casi siempre, de las cosas tan amables que me decía”.
Pero la muerte del joven Morcon dejó algo más que dolor y recuerdos amables: la fe religiosa de Turing se partió en mil pedazos, se volvió ateo, se obsesionó por comprender la naturaleza de la consciencia, su estructura y sus orígenes. También reforzó su rechazo a la estructura educativa británica, centrada en los clásicos, y se volcó de lleno al estudio de la ciencia y de las matemáticas. Estudió en el King’s College de la Universidad de Cambridge que era la meca del conocimiento científico y un logro para un chico de diecinueve años. Es en el King’s College donde Turing desarrolla sus investigaciones matemáticas y donde diseña lo que pasó a la historia como “Máquina Turing” capaz de determinar funciones matemáticas y que contiene el embrión lógico de las computadoras.
En 1935, el alumno del King’s College pasó a ser profesor. Viajó a Princeton, en Estados Unidos, donde ya enseñaba Albert Einstein, para escribir su tesis doctoral y pasó en esa universidad la mayor parte de 1937 y 1938. Obtuvo su doctorado y, en su discurso de aceptación, introdujo el concepto de hipercomputación, que extendía la capacidad de las máquinas Turing con las llamadas máquinas Oracle, que permitían el estudio de los problemas matemáticos para los que no existía una solución algorítmica.
Con la Segunda Guerra en las puertas de Europa, Turing regresó a Cambridge para estudiar filosofía de las matemáticas. Y un día después del estallido de la guerra, lo mandaron a buscar para meterlo de cabeza en el servicio de espionaje, con la idea de que descifrara los mensajes alemanes. Entró entonces a la Escuela Gubernamental de Código y Cifrado, en Bletchley Park, en el condado de Buckinghamshire, en plena campiña inglesa, donde más de nueve mil personas se desvivían por poner en claro los mensajes que los alemanes enviaban por código morse.
Hasta que los nazis crearon a “Enigma”, una genialidad de sus técnicos. Era una máquina encriptadora de mensajes, que precisaba de una máquina similar para descifrarlos. Nada del otro mundo, salvo el complejo sistema de funcionamiento. Estaba basado en cinco cilindros rotadores que variaban cada vez que se apretaba una tecla. De manera que la posibilidad de combinar la letra real del mensaje que la que mostraba Enigma, era infinita. Los alemanes complicaban un poquito más todo porque cambiaban la posición de los rotores una vez al mes. Del otro lado, la máquina descifradores sólo tenía que conocer cuál era la posición de los cilindros para recibir el mensaje real y no el galimatías que entregaba Enigma. El alto mando alemán la consideraba indescifrable.
Turing empezó a trabajar en Enigma junto al servicio de inteligencia polaco que también intentaba descifrar el código alemán. El británico cambió el enfoque de la investigación, mejoró en parte el sistema polaco de descifrado y, junto a un grupo de criptoanalistas, llegó a desentrañar el enigma de Enigma apenas tres meses después de llegar a Bletchley Park. Usó el análisis matemático para determinar cuáles eran las posiciones más factibles en las que se podían ubicar los rotores. Era una botella al mar, pero empezó a dar resultados con la ayuda fantástica de alguna máquina Enigma que cayó en manos aliadas y fue destripada por los británicos.
Lo que no tenían era tiempo. El método no era del todo exacto, al menos no era infalible, y los mensajes alemanes en código eran miles. Había que fabricar una máquina que acelerara el proceso. Turing se puso a trabajar en ello junto a su colega de Cambridge, Gordon Welchman y juntos armaron un aparato al que llamaron “Bomber” que empezaron a construirse en serie en la primavera de 1940, cuando la guerra llevaba apenas seis o siete meses de iniciada. En el verano de ese año, las Bomber descifraron los mensajes de la fuerza aérea alemana y fueron decisivas para anticipar los bombardeos a Londres durante la Batalla de Inglaterra, que se libró en los cielos británicos.
Las máquinas británicas diseñadas por Turing fueron decisivas para interceptar los mensajes de los temibles submarinos nazis que operaban en el Atlántico Norte y torpedeaban los buques mercantes ingleses, cargados en Estados Unidos con material de guerra. Cuando los alemanes pusieron en funcionamiento una Enigma de ocho rotores, lo que aumentaba de manera exponencial las combinaciones de letras y palabras, en Bletchley Park reconstruyeron el sistema lanzado por los alemanes en base a una técnica estadística, desarrollada por Turing, que permitía conocer la “identidad” de cada rotor de la Enigma encriptadora, lo que facilitaba el descifrado por parte de los británicos.
En 1943 Turing era ya director del “Equipo del Barracón 8″ y consultor general para el área de criptoanálisis de Bletchley Park. Viajó a Estados Unidos para compartir información con los analistas americanos y se concentró en otra máquina alemana Lorenz SZ40/42 a la que los ingleses, para abreviar, llamaron “Tunny” y que conectaba a Adolf Hitler con el alto mando del ejército en Berlín y con los jefes de las fuerzas nazis en el frente europeo.
Los analistas que destriparon a Tunny, se inspiraron en la teoría estadística de Turing que había desentrañado a la Enigma de cinco y de ocho rotores: toda la información acumulada se usó para fabricar una de las primeras computadoras de la historia, llamada Colossus, que descifró los códigos de Tunny de modo industrial.
La información interceptada por los aliados les permitió conocer por adelantado las decisiones estratégicas alemanas. En la posguerra, los jefes militares que sobrevivieron a Núremberg mostraron su sorpresa cuando se enteraron que sus comunicaciones más secretas habían sido interceptadas y descifradas durante todo el conflicto. Los cálculos, si bien todos post facto, aseguran que los logros de Turing acortaron la guerra al menos en dos años y evitaron centenares de miles de muertos.
Turing recibió la Orden del Imperio Británico por su servicio, pero en carácter secreto: su trabajo debía permanecer anónimo y sus maquinarias, las tangibles y las que estaban en proceso de diseño, destruidas al final de la guerra. Su contribución al desarrollo científico, también debía permanecer oculto y oscuro. Turing siguió adelante, rodeado de cierto ostracismo debido a su elección sexual de la que, si bien no hacía gala, tampoco hacía abstención. La rígida tradición moral de Inglaterra lo condenó al destierro en casa propia.
Igual siguió adelante con sus investigaciones y con sus desafíos. Construyó varias computadoras electrónicas programables, un paso gigantesco para la época que todavía no había desarrollado a pleno el transistor: lo que no plasmaba en una máquina y con recursos técnicos, lo conservaba en diseño: tenía el futuro en la cabeza. Creó incluso lo que se conoce hoy como el “Test de Turing”, basado en un viejojuego que reúne a tres personas: un interrogador, un hombre y una mujer. El interrogador está separado de sus interlocutores y sólo puede comunicarse con ellos a través de un lenguaje que todos entienden. El objetivo es que el interrogador descubra quién es el hombre y quién la mujer, mientras que el objetivo de los otros dos jugadores es convencerlo de que son la mujer.
En 1950, en un artículo publicado en Computing machinery and inteligence, Turing cambió a los interrogados por una computadora y también cambió los objetivos del juego: había que reconocer a la máquina. Su tesis decía: “Una computadora puede ser llamada inteligente, si logra engañar a una persona haciéndole creer que es un ser humano”. Se trataba entonces de una persona que hablaba con una computadora, ubicada en otra habitación, mediante un sistema de chat. Si la persona no puede determinar si habla con un humano o con una máquina, la computadora se considera inteligente.
El “jueguito” de Turing sentó las bases de la inteligencia artificial. Una forma inversa de su tesis se usa mucho en Internet. Es el test “CAPTCHA”, diseñado para determinar si un usuario es un humano o una computadora. A usted seguro le pidieron, al ingresar a una página, que demuestre: “No soy un robot”. Ese es Turing, que todavía derrama talento.
En 1952, Turing tenía cuarenta años, todo se fue a pique. Uno de sus amantes, Arnold Murray, ayudó a un cómplice a entrar en la casa del científico y le robaron. Por cierto, Turing hizo la denuncia en la policía y reconoció su homosexualidad, con lo que pasó a ser procesado por “indecencia grave y perversión sexual”, los mismos cargos que, medio siglo antes, habían llevado a la cárcel y al destierro a Oscar Wilde. Turing hizo un acto de fe de aquel proceso: convencido de que no tenía ni de qué, ni por qué defenderse, no ejerció ninguna medida en su amparo y fue condenado.
Para medir la doble vara británica, la doble moral y la lironda hipocresía social que condenó a Turing, hay que evocar a Winston Churchill. Un día de enero de 1944, sus asesores van a Churchill con un chimento. Un conocido político británico, célebre homosexual por sus escándalos, sus disparates y sus delirios y caprichos, ante quien muchas veces todo el espectro social había hecho la vista gorda, había sido sorprendido en la helada noche del invierno inglés en Hyde Park, en plena batalla amorosa con un guardia de la reina, ambos desnudos como Dios los había echado al mundo, aunque algo más crecidos. Los dos estaban presos. ¿Qué podía hacer el primer ministro? Churchill, a quien estas cosas le encantaban, quiso cerciorarse. ¿Los habían sorprendidos a los dos? Sí. ¿En pleno fragor? Sí. ¿Los dos desnudos? Sí. “¡Con este frío! -dijo Churchill- Pues esa gente debe hacernos sentir orgullosos de ser británicos”. Y no se habló más.
Turing no tuvo ni esa suerte, ni esa comprensión. Ambas lo alcanzaron, tarde, en 2009, cuando el gobierno de Gordon Brown pidió disculpas por el trato dado a Turing durante sus últimos años de vida, que fueron dos desde su condena. Pero todavía en 2012, el primer ministro David Cameron negó el indulto a Turing y adujo que la homosexualidad era un delito en los años en los que fue condenado. Por fin, el 24 de diciembre de 2013, la reina Isabel II lo indultó de todo tipo de culpa. Entonces llegaron los homenajes, las estatuas, las calles con su nombre y su imagen en los billetes de cincuenta libras.
Pero en 1952 fueron bestiales con él. Condenado a prisión, le dieron la opción de someterse a una castración química, mediante un tratamiento hormonal de reducción de la libido. Turing optó por las inyecciones de estrógenos. El tratamiento duró un año y le provocó cambios físicos terribles como la aparición de pechos, obesidad y disfunción sexual. Con todo, no perdió su sarcasmo. En una carta a su amigo Norman Routledge, Turing escribió una reflexión, un falso silogismo, sobre el rechazo social que provoca la homosexualidad y el desafío intelectual que supone demostrar la posibilidad de existan computadoras inteligentes. Estaba preocupado, además, por que los ataques a su persona pudieran entorpecer, u oscurecer sus razonamientos sobre la inteligencia artificial. El silogismo decía: “Turing cree que las máquinas piensan. Turing se acuesta con hombres. Por lo tanto, las máquinas no piensan”.
Con su enorme obra científica inconclusa, sin saber todavía lo que su genio podía aportar al desarrollo del conocimiento, un día decidió parar. Roció una manzana con cianuro y le dio un mordisco.
* La nota original de este artículo se publicó el 23 de junio de 2022.
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