Desde finales de 1928 hasta cuando murió, de muerte natural, ocho años después, George C. Parker fue el preso más popular de la cárcel de Sing Sing. En una población donde abundaban los asesinos y los asaltantes a mano armada, era un caso extraño el de ese hombre ya veterano, que sin haber participado nunca de un hecho violento se había ganado el respeto, e incluso el aprecio, de todos.
No solo era popular entre los presos sino también entre los guardias. Unos y otros, día tras día, se mezclaban para escucharlo con la misma fascinación que los hombres de las tribus de la antigüedad se reunían alrededor del fuego para escuchar las historias de un viajero o de un cazador.
Eso cuando no lo llamaban desde la dirección de la cárcel para que lo entrevistara algún periodista.
A todos, ese hombre de tez clara, ojos celestes y modales educados les contaba las verdaderas historias de sus engaños, esos que finalmente lo habían llevado a la cárcel con una condena a prisión perpetua por estafador reincidente.
Las contaba de manera cautivante, el mismo estilo que durante cuarenta años había utilizado para atrapar a incautos y ambiciosos en la telaraña de sus trampas.
Al final había perdido, pero quién le quitaba lo bailado. Y además le quedaba la satisfacción de ser el estafador más famoso de los Estados Unidos: el que había vendido, no una sino miles de veces, el Puente de Brooklyn; el que engañó a un millonario para que le comprara la Estatua de la Libertad; el que se hizo pasar por el nieto de Ulysses Grant, el prócer, para recaudar fondos destinados a remozar su tumba; el que vendió también el Madison Square Garden y el Museo Metropolitano de Arte.
Cómo lo había logrado era lo que contaba, paso a paso, con el talento de un gran novelista… o de un eximio estafador.
Un peaje en el gran puente
La historia que más éxito tenía entre el público carcelario era la de la “venta” del Puente de Brooklyn o, mejor dicho, del derecho a cobrar peajes. Parecía increíble, pero habría pruebas de que Parker lo había hecho, no una sola vez o dos, sino centenares de veces durante décadas.
Inaugurado en 1883, era una de las obras de ingeniería emblemáticas de Nueva York, con una circulación que se contaba en decenas de miles de personas por día. Parker empezó “venderlo” poco después de su inauguración.
El blanco de sus estafas eran los inmigrantes que llegaban desde Europa para hacerse la América. El primer paso de la operación consistía en seleccionar a las víctimas, porque entre los recién llegados había muchos que no traían una moneda en sus bolsillos, pero también otros que venían con un capital para poner el emprendimiento que les permitiría hacerse un lugar en el nuevo continente: una panadería, una carnicería, un taller de calzado o una pequeña empresa.
Para saber a quiénes abordar, Parker tenía sobornados a empleados del ferry que los bajaba de los transatlánticos y también a funcionarios de migraciones que recibían los documentos y las declaraciones de los inmigrantes. Así podía elegir sin equivocarse.
Se presentaba como uno de los empresarios que habían construido el puente y, en una oficina fantasma -porque la cambiaba permanentemente de lugar– y una identidad falsa les mostraba a los incautos una serie de “documentos” que así lo probaban. Antes o después, los llevaba a dar una vuelta por el puente, donde algunos de los guardias seguridad y capataces de mantenimiento –también sobornados– lo saludaban con enorme respeto, como si efectivamente fuera uno de los dueños.
La propuesta era comprar una parte accionaria del puente –que en realidad era una obra pública de la ciudad, pero ningún inmigrante lo sabía– y poner en él una cabina de peaje para cobrarles a quienes lo atravesaban. Para eso tenía también un documento que demostraba la autorización para construir esas cabinas.
Vendía ese derecho según la cara y el bolsillo del “inversor”: de algunos obtenía anticipos de mil dólares, en algunos casos llegó a obtener 5000. La inversión parecía un negocio redondo, porque después de esa inversión inicial, el “comprador” iría pagando el resto de la “hipoteca” con parte de lo que recaudara en los peajes que supuestamente estaba autorizado a cobrar.
Uno de los elementos centrales para que la estafa funcionara era la imagen del propio Parker: casi nadie desconfiaba de ese joven “ingeniero” descendiente de irlandeses, de muy buena presencia y hablar distinguido.
Cuando los incautos querían construir la rendidora cabina de peaje, las autoridades se lo impedían y quedaba la estafa al descubierto. En cuanto al estafador, el nombre que había dado era falso y la oficina ya no existía, la había instalado en otro lugar, con otro nombre.
Lo hizo durante un par de décadas, sin que en todo ese tiempo la policía pudiera capturarlo.
La estatua de Grant
Con el tiempo, decidió ampliar el negocio. Si podía vender con tanta facilidad el puente de Brooklyn, por qué no hacer lo mismo con otros íconos de la pujante Nueva York, que con cuyas luces también contribuía al éxito de las estafas, encandilando a los recién llegados.
Así vendió también la Estatua de la Libertad, el Madison Square Garden y el Museo Metropolitano de Arte. Para todo, tenía títulos de propiedad, documentación de la ciudad, planos y lo que fuera necesario. También identidades falsas que iba cambiando con tanta frecuencia como sus elegantes trajes.
También estafó utilizando la estatua del presidente Ulysses S. Grant, muerto en 1885. Se presentaba como el nieto del viejo político y militar que había comandado el Ejército de la Unión al final de la Guerra de Secesión y, claro, como propietario del mausoleo levantado en su honor.
En su actuación, Parker, que para el caso utilizaba el apellido Grant para demostrar que el presidente había sido su abuelo, se mostraba indignado por el estado de descuido en que el gobierno había dejado el monumento y ofrecía una parte de él a quienes contribuyeran con la suma necesaria para restaurarlo.
En este caso no estafó a incautos inmigrantes sino a inversionistas ricos, a quienes visitó para que lo ayudaran a remozar la imagen del héroe de la Unión. Y tuvo un éxito inusitado, casi nadie se negó a contribuir a lo que se consideraba un deber patriótico.
Lo pudo hacer por poco tiempo, porque en este caso, la estafa fue rápidamente descubierta e, incluso, publicada en los diarios de la ciudad y de Washington.
Corrían los primeros años del siglo XX y Parker –cuya identidad verdadera era un enigma– era uno de los delincuentes más buscados de los Estados Unidos.
Disfrazado de Sheriff
Lo detuvieron por primera vez en 1908, cuando llevaba más de dos décadas estafando gente, pero esa detención dio lugar a otra de sus fascinantes historias, la que –por obvias razones– más le gustaba a su audiencia de prisioneros de la cárcel de Sing Sing.
Porque Parker escapó mediante otro de sus engaños cuando lo llevaron al edificio de tribunales para leerle los cargos. Llegó esposado, pero en la sala de justicia le quitaron las esposas mientras, acompañado por el sheriff, esperaba la llegada del juez.
Hacía calor en la sala, por lo que el sheriff se quitó el abrigo y el sombrero, que dejó sobre una silla. El hombre nunca pudo explicar de manera convincente la razón por la cual dejó al prisionero solo en la sala donde solo había un par de empleados distraídos.
Parker vio la oportunidad y no la desaprovechó. Con total tranquilidad, tomó el abrigo y el sombrero del sheriff y se los puso. Nadie lo vio salir de la sala y caminar por los pasillos y el hall hasta llegar a la entrada, donde había un policía.
Al ver venir al sheriff –en realidad, al abrigo y al sombrero del sheriff– no sudó y se cuadró para saludarlo. Mientras lo veía irse por la calle, le extrañó que su superior no le hubiese respondido el saludo siquiera con un gesto.
Cuando, veinte años más tarde, Parker relataba una y otra vez la historia de su fuga al resto de los presos de Sing Sing, al llegar al momento del saludo del desprevenido guardia, la audiencia estallaba en aplausos.
Por un puñado de dólares
George C. Parker estaba nuevamente libre, para ya Nueva York no era propicia para que pudiera seguir operando con tranquilidad. Su rostro y su nombre eran conocidos y la mecánica de sus estafas había sido contada una y otra vez en los diarios.
Así y todo, sobrevivió los siguientes veinte años en libertad, a base de pequeñas estafas, porque ni se le ocurría dedicarse a otra cosa. Lo detuvieron en 1928 por una cifra que en otros tiempos le habría causado gracia: 150 dólares.
Por urgencias económicas o, quizás porque había perdido la mano, se presentó en un banco para cambiar un cheque falso por esa suma. La falsificación era realmente mala y salió esposado del banco.
En diciembre de ese año, lo condenaron a perpetua por estafas reiteradas y lo enviaron a Sing Sing, donde fue recibido como una leyenda del mundo del delito.
En las charlas que tenía con los otros presos, cuando no estaba contando por enésima vez alguna de sus historias, decía que había un solo estafador en el mundo que podía competir con él y lo nombraba con verdadero respeto.
Era Víctor Lustig, el hombre que en 1925 había vendido, no una sino dos veces, la Torre Eiffel.
Seguir leyendo: