El apócope de su nombre suena, en español, a presagio: Mal. Malcom Evans era nadie hasta que se convirtió en el cadete de los Beatles; desde entonces fue, o creyó ser, parte de la gloria: amigo y sostén de los cuatro genios de Liverpool. Participó, en los 60, del ascenso y apogeo de la banda más importante del siglo XX. Su final, el 5 de enero de 1976, fue trágico y con varias coincidencias con el de John Lennon: murió de cuatro balazos, cuatro años antes que el autor de “Imagine”, también a los 40 años: el lado desgraciado de The Fab Four. Pero a él no lo asesinó un groupie que se creía un personaje de J.D. Salinger mezcla con el diablo sino la policía de Los Ángeles. Los Beatles no fueron a su funeral. La repercusión fue modesta; Los Angeles Times lo mencionó como “Ex road manager de Los Beatles sin trabajo”.
Y era cierto. Al caer acribillado por el teniente Charles Higbie -más adelante contaremos las circunstancias-, Mal estaba desocupado, desesperado, borracho, drogado y acaso resentido, con todo el porvenir a sus espaldas. Estaba a punto de publicar el libro “Living The Beatles Legend”, pero el manuscrito desapareció del motel sórdido en donde lo liquidaron. Ostentaba un título dudoso, Sheriff honorario, lo que no lo eximió el gatillo fácil. Lo de road manager era difuso. Había sido asistente tiempo completo, multifuncional, del grupo más famoso que Jesucristo, según palabras de Lennon. “Recibía pedidos de los cuatro para hacer seis cosas diferentes al mismo tiempo -recordaba Mal-. Siempre confiaba en mi instinto y la experiencia para saber cuáles eran las prioridades”.
Nació en el barrio Wavertree de Liverpool, Inglaterra, el 27 de mayo de 1935. De joven trabajaba como técnico en comunicaciones en el Servicio Postal Británico. Su ídolo era Elvis Presley. Hacía 1962 mantenía aquel trabajo monótono y estaba casado con una chica, Lily, con la que tenían un bebé, Gary. Un mediodía gris, como tantos otros, mientras miraba vidrieras en Matthew Street, una calle angosta y sucia, decidió ir al club The Cavern. Pagó un chelín de entrada: su vida estaba a punto de cambiar para siempre. Mientras bajaba la escalera hacia un sótano que iba a ser célebre, sintió que “la música más increíble que hubiera escuchado salía de mis pies”.
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Durante el show subterráneo, pidió temas de Elvis. El primero en dirigirle la palabra fue George Harrison, quien más adelante se lo recomendaría al dueño de The Cavern como patovica. Ray McFall, gerente del pub, le hizo caso: puso a Mal, de un metro noventa y ocho, espaldas anchas y mandíbula cuadrada, a custodiar la puerta del local. Evans, cuyos anteojos gruesos ocultaban una mirada bonachona, fue apodado Gentle Giant, Gigante amable, y también Big Mal. Con el tiempo, pasaría a ser empleado de los Beatles: chofer, cadete, plomo -le costó acostumbrarse a instalar los instrumentos y equipos-, biógrafo no oficial -a través de un diario que escribía en su casa-, relaciones públicas, custodio y hasta apoyavasos humano: los Beatles usaban los bolsillos de sus sacos XXL cuando bebían.
Las fotos de época muestran a Mal tacleando fanáticas que subían en estado de trance a los escenarios o frenando a la policía en el concierto de la terraza de Apple Records, la discográfica de los Beatles, o forcejeando con paparazzi alrededor del mundo. Tuvo tareas más temerarias y riesgosas. Enfrentó a los esbirros del dictador Ferdinand Marcos en Filipinas tras un cortocircuito entre la primera dama, Imelda, y John, Paul, George y Ringo; una situación insólita que casi termina con los Beatles linchados en Manila al final de una gira que había empezado en Alemania y Japón; trece shows en diez días. Mal daba, literalmente, la vida por la banda.
Vivió el torbellino beatlemaníaco desde adentro. Viajó por el mundo y se codeó con estrellas. Fue asistente de Neil Aspinall, cuando Aspinall pasó a administrar Apple. Trabajó sobre el escenario en el legendario concierto del Shea Stadium, en los Estados Unidos. Apareció en películas como “A Hard Day’s Night”, “Let it Be” y “Help!” (es el bañista que sale de un agujero en el hielo con antiparras en la frente y musculosa de Inglaterra). De una ocurrencia suya sobre un salero y un pimentero nació el título “Sgt. Pepper”. Y hasta estuvo en el momento cumbre en que los Beatles conocieron a Elvis. “Me senté con la boca abierta. Creo que le causé una buena impresión al Rey”, dijo Evans.
Más: falsificaba la firma de cada beatle en las fotos regaladas a sus fanáticas y hasta participó, de un modo poco convencional, en algunas canciones. Tocó una nota, una sola, en el teclado Hammond en el final de “You Won’t See Me”. Hizo sonar el despertador y ejecutó con otros el último acorde de “A Day in the Life”. Fue parte del coro en “Yellow Submarine”; tocó la armónica en “Being for the Benefit of Mr. Kite”; percusión en “Magical Mistery Club”; pandereta en “Dear Prudence”, hizo palmas en “Birthday” y practicó algunos soplidos de trompeta en “Helter Skelter”, junto a Lennon.
En 1966 fue padre por segunda vez, esta vez de una nena, Julie. Su tiempo y esfuerzo eran absorbidos por los Beatles, cada vez más demandantes. Evans y Lily llevaban una vida extraña: iban a fiestas en las mansiones Weybridge y Ascot de Ringo y hasta pasaban a buscar a Gary por el colegio en la limusina psicodélica de Lennon. Pero el sueldo de Mal era bajo y Lily sentía que las luces del éxito no iluminaban a su matrimonio. “Si mi marido hubiera seguido en su puesto de trabajo de la oficina postal, me habría cuidado mejor”, se lamentaría años después, cuando ya fuera demasiado tarde. En aquel 1966, los Beatles dejaron las giras, pero el asistente fiel siguió acompañándolos como un adicto al trabajo, en sus trabajos de estudio: entre otras funciones, anotaba las letras que le iban dictando los compositores.
McCartney tenía más trato con Evans; Lennon era distante. Harrison fue, tal vez, el más comprensivo, lo que no significa el más acertado. Su perspectiva era ésta: “Todos sirven a alguien de una forma u otra, pero a ciertas personas no les gusta esa idea. No era el caso de Mal, quien nunca tuvo problemas con eso. Era muy humilde, pero no sin dignidad. No menospreciábamos que hiciera lo que nosotros quisiéramos. Para el grupo fue perfecto porque era eso lo que necesitábamos”.
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En 1969, durante las sesiones de grabación de “Let It Be”, Evans sintió la posible disolución del grupo como una amenaza real y cercana. Anotó en su diario, amargamente: “Pensaba que era diferente a los demás en mi relación con los Beatles: me querían y me trataban tan bien que me sentía como uno más de la familia. Parece que traigo y llevo. Me resulta difícil vivir con las 38 libras que me llevo a casa cada semana. Me encantaría ser como sus otros amigos, que se compran casas fantásticas y aun así piden aumentos. Queriéndolos como los quiero, nada es demasiado problema, porque quiero servirlos. ¿Te sentís un poco mejor ahora, ego?
Una vez que los Beatles se separaron oficialmente, en abril de 1970, Mal produjo trabajos de artistas de Apple, como Jackie Lomax, pero sin éxito. Allen Klein se hizo cargo del sello y lo despidió. Paul, John, George y Ringo lograron que lo reincorporaran, pero su suerte estaba echada. Su matrimonio con Lily también iba cuesta abajo. Se divorciaron en 1973; Mal se radicó en Los Ángeles con Fran Hughes, su nueva pareja, con la que vivió en moteles de mala muerte, como la que le tocaría. Participó de la caótica grabación del primer disco solista de Keith Moon, baterista de The Who: “Two Sides of the Moon”. Trató de mantenerse, sin suerte, en la industria musical: pronto notó que no tenía futuro.
El 5 de enero de 1976, estaba en la lona, dado vuelta y agresivo, en un motel de la calle West 4th de Los Ángeles. Asustada, Fran llamó a John Hoernie, que había participado de la escritura de “Living The Beatles Legend”. Al llegar, notó que su amigo decía incoherencias y lo arreó, como pudo, hasta su habitación en la planta alta del edificio. Mal tomó un rifle, que luego se sabría que era de aire comprimido, y se puso aun más denso. De los cuatro policías que llegaron al lugar, tres subieron a la habitación: David Krempa, Robert Branno y Charles Higbie. La versión oficial fue que, después de varios pedidos de que soltara el arma, Evans les apuntó. Higbie disparó seis veces: cuatro balas dieron en el blanco. El gigante se desplomó herido de muerte.
El 7 enero fue incinerado. Los ex Beatles no fueron al funeral para evitar, según ellos, la posible histeria de sus fanáticos. Harrison le hizo llegar 5000 libras esterlinas a la familia de Evans, porque no había dejado bienes ni seguro de vida ni siquiera una pensión para su ex mujer ni sus hijos. “Mal era un gran oso adorable. Si hubiera estado ahí le habría podido decir: ‘Mal, no seas tonto’. De hecho, cualquiera de los amigos podría haberlo convencido. Mal no era ningún loco”, declaró Paul.
Las cenizas de Evans fueron enviadas, a través de un servicio postal, a Inglaterra: se perdieron en el camino. Finalmente fueron encontradas y eso, cenizas, es lo que le llegó a su familia. Un maletín con fotos inéditas con los Beatles y textos en los que Mal reproducía charlas con ellos también se había perdido, durante la investigación policial. Se lo llamó “Archivo Mal Evans” y fue el Rosebud de varias generaciones de fanáticos. En junio de 2004 se informó que Frasier Claughton, un turista inglés, había comprado el maletín por 36 dólares en un mercado de pulgas en las afueras de Melbourne, Australia. Sin embargo, en agosto de ese año, los expertos determinaron que esos documentos eran en realidad fotocopias y que ese archivo era falso.
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