Durante más de medio siglo fue el artífice de la política exterior de Estados Unidos. Alternó el rol de negociador fino y moderado con el de matón de barrio, como lo calificaron sus críticos; si buscó, o intentó hallar, la paz en Medio Oriente y en Vietnam, si abrió las relaciones americanas con China y de alguna forma puso a ese gigante en el mapa del mundo, avaló, impulsó y aceptó en cambio las más violentas y sangrientas dictaduras en América Latina, a la que puso y dejó en manos de la CIA en aquellos años en los que se dedicó a China y los dos Orientes, el cercano y el lejano.
Fue hijo putativo y dilecto de la familia Rockefeller, que costeó su carrera universitaria en Harvard, y a la que supo rendir tributo: fue bajo su influjo que Nelson Rockefeller llegó a ser vicepresidente de los Estados Unidos entre 1974 y 1977; como secretario de Estado concibió un mundo equilibrado pero con Estados Unidos como potencia regente de ese equilibrio; ayudó a hacer un poco menos duros los duros años de la Guerra Fría; lidió con la extraña psicología de Richard Nixon que lo tuvo como mano derecha en los tormentosos años de sus dos presidencias, cortadas al sesgo por el Caso Watergate; después de su paso por la Casa Blanca fue hombre de consulta y de decisión: varios de los presidentes que siguieron a Nixon, en especial los Bush, padre e hijo, lo buscaron como guía y hasta como consuelo; fue el poder detrás del poder, un estadista frío y calculador, de profundos odios personales como el que expresó siempre hacia Salvador Allende, aún después de su muerte en el Palacio de la Moneda en 1973; todavía es perceptible su huella profunda, y quién sabe si no indeleble, en el país que no lo vio nacer y que sin embargo lo hizo uno de sus ciudadanos predilectos.
Y todo lo hizo Henry Kissinger, que hoy cumple cien años, con el aura clandestina de un espía, la discreción reservada de un sacerdote y el sigilo sosegado de un diplomático ávido y calculador.
Su centenario, coronado por un retiro discreto, cierra un ciclo en la concepción de la política exterior de Estados Unidos. Uno de sus últimos servicios a su país de adopción fue aconsejar, si eso era posible, a Donald Trump. Kissinger, como un prestidigitador, dio vuelta su galera que había lucido para China en los años 70: si entonces recurrió a Mao Tse Tung para alterar el potencial de la URSS en manos de Leonid Brezhnev, en los años de Trump aconsejó acercarse a la Rusia de Putin para contrarrestar el creciente poderío económico de China. Lo que hizo Trump codo a codo con Vladimir Putin, y sobre todo lo que Putin hizo con Trump, es una realidad que ni el propio Kissinger llegó a imaginar en sus peores pesadillas, o en sus consejos de diplomático florentino que soñaba con los Medici frente al estridente Trump.
Nació como Heinz Alfred Kissinger en Fürth, Alemania, el 27 de mayo de 1923, en una familia de judíos alemanes y en plena descomposición de la experiencia socialista de la República de Weimar, con bandas de extrema derecha y de extrema izquierda que luchaban en las calles, con una abultada deuda externa fruto del Tratado de Versalles y de los gastos de guerra, la Primera Guerra Mundial, a los que debía hacer frente Alemania, con una emisión de dinero sin control y con una hiperinflación galopante que hizo colapsar a la economía del país.
Cuando Kissinger tenía dos meses de vida, en julio de 1923, el dólar, que costaba 17.972 marcos, pasó a valer 350.000, 1 millón de marcos en agosto, 4 millones a mitad de aquel mes y 160 millones a finales de septiembre. Ese fue el escenario que abrió las puertas al nazismo.
A los quince años, ya con Adolf Hitler encaramado en el poder como canciller del Reich, con el nazismo en pleno apogeo, con la persecución a los judíos en pleno apogeo y con las sombras de la guerra en el horizonte, los Kissinger se mudaron a Nueva York. El joven Heinz estudió en el City College y se metió de lleno en Harvard para estudiar Ciencias Políticas. Pero en 1943, a sus veinte años, fue reclutado por el Ejército que iba a aprovechar su alemán fluido en la larga batalla por Europa, además de convertirlo en ciudadano estadounidense, sargento y miembro de los servicios de inteligencia militar.
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En 1952 se graduó con una tesis doctoral que anticipaba su futuro: “Paz, Legitimidad y Equilibrio”. Permaneció en Harvard como director de Estudios Especiales, un programa inventado por el mismo Kissinger que sustentaba la Rockefeller Brothers Foundations. Su juicio fue muy valorado entonces, una estrella que aún brilla a su lado, y fue el factor que lo convirtió en consultor de varias empresas, entre ellas la gigantesca corporación industrial Rand, proveedora del Ejército americano.
En 1955 inició su ascendente carrera en el Consejo Nacional de Seguridad, el primer escalón hacia la Casa Blanca a la que llegó en 1961, durante la presidencia de John Kennedy. Fue partidario y asesor de la carrera política de Nelson Rockefeller como gobernador de Nueva York y como precandidato a presidente por el partido republicano en 1960, 1964 y 1968.
Nixon lo hizo Consejero de Seguridad Nacional y lo convirtió en su alter ego ni bien asumió como presidente, en enero de 1969. Kissinger unió así en una sola sus dos vocaciones, la seguridad y la diplomacia, y se convirtió en el súper ministro de la administración Nixon; fue el hombre que sobrevivió a todas las purgas y quien contuvo y administró la constante paranoia del presidente, un mal que iba a terminar con su mandato y su carrera política.
Bajo el puño de Kissinger, ya convertido en el poder detrás del trono, la política exterior de Estados Unidos pasó a ser más dura y dominante. Nixon había asumido con la promesa de terminar con la impopular Guerra de Vietnam, pero no quería pasar a la historia como el primer presidente de Estados Unidos en perder una guerra.
Buscó a través de Kissinger lo que encerraba una frase de circunstancia que enmascaraba la derrota militar: una “paz con honor”. El gobierno de Estados Unidos propuso la “vietnamización” del conflicto: retirar a las tropas americanas y dejar la guerra en manos de los vietnamitas. Pese a esa decisión, antes de emprender negociaciones con los comunistas de Vietnam del Norte, y aun durante esas conversaciones de paz, Nixon, con la asistencia y guía de Kissinger, ordenó feroces bombardeos a Laos y Camboya, fronterizos con Vietnam, con la idea de cortar los suministros de alimentos y armas que llegaban al Vietcong: una campaña en la que murieron centenares de miles de civiles.
Las conversaciones de paz sobre Vietnam, desarrolladas en París adonde Kissinger viajó muchas veces en secreto, llegaron a acordar un cese del fuego, el primero de los pasos hacia una posterior e inmediata retirada de las tropas americanas de Vietnam. Por ese logro, Kissinger y su par vietnamita Le Duc Tho ganaron el Nobel de la Paz en el convulsionado 1973. El fuego en Vietnam recién cesó en 1975, con la entrada triunfal del Vietcong en Saigón, la entonces capital de Vietnam del Sur, que hoy es la ciudad Ho Chi Minh. Le Duc Tho, un viejo guerrero comunista, tuvo a bien devolver su Nobel. Kissinger se lo quedó.
Para entonces, y luego de otros tantos viajes secretos a Pekín, el secretario de Estado ya se movía con los hábitos de un espía y con una cautela que hoy sería casi imposible de mantener, Kissinger abrió la puerta de las relaciones diplomáticas y comerciales con la China de Mao Tsé Tung: se entrevistó en 1971 con el entonces primer ministro Chou En Lai y facilitó el viaje de Nixon a ese país en 1972, apenas doce años después de que Nixon, que había sido vicepresidente de Dwight Eisenhower y había perdido las elecciones presidenciales de 1960 frente a John Kennedy, jurara que un eventual gobierno suyo jamás entablaría relaciones con China comunista.
Kissinger vio en China un gigantesco cliente para los productos de Estados Unidos y un contrapeso para el poderío de la URSS, con la que negoció con éxito los tratados de control de armas nucleares. Con Nixon reelecto en 1972, Kissinger se convirtió en la figura más fuerte y decisoria de su gobierno hasta que el huracán Watergate, el encubrimiento que hizo Nixon del caso, la sospecha de que el Presidente había obstruido la Justicia y el juicio político que derivaría de esa sospecha, llevaron a Nixon a convertirse en el primer presidente de los Estados Unidos en renunciar, el 9 de agosto de 1974.
La noche anterior a la renuncia, Kissinger tuvo que lidiar con un presidente alcoholizado y con jefe de personal de la Casa Blanca que amenazaba violar la Constitución del país. Trump tiene ancestros. El entonces jefe de personal de la Casa Blanca era el general Alexander Haig, que en 1982 sería un falso mediador entre Gran Bretaña y Argentina por la guerra de Malvinas, cuando ya el gobierno de Ronald Reagan había comprometido ayuda y apoyo a Gran Bretaña y a su primera ministro, Margaret Thatcher. Durante los quince meses que duró su gestión en la Casa Blanca, entre mayo de 1973 y agosto de 1974, Haig fue, al decir de, fiscal especial del caso Watergate León Jaworski, “el 37° presidente y medio de Estados Unidos”. Nixon era el 37° presidente. Kissinger debió frenar aquella noche espectral los deseos de Haig de rodear con tropas del Ejército la Casa Blanca, en previsión de lo que, juzgaba, un “golpe de Estado” en marcha impulsado por el Congreso.
La noche del 8 de agosto, la previa al día de su renuncia, Nixon quiso reunirse con Kissinger. El Secretario de Estado lo encontró sollozando y bebido, con un vaso de whisky en la mano.
Mantuvieron un largo diálogo reconstruido por los periodistas del Washington Post Bob Woddward y Carl Bernstein en “The Final Days”. En el tramo final de esa dramática conversación, Nixon dijo a Kissinger: “Henry, vos no sos un judío ortodoxo y yo no soy un cuáquero ortodoxo. Necesitamos rezar”. Ambos se arrodillaron en la alfombra azul de la Casa Blanca y Nixon, entre lágrimas, preguntó a nadie: “¿Qué he hecho? ¿Qué es lo que pasó?” Después, antes de volver al whisky, pidió a su secretario de Estado: “Henry, no le digas a nadie que lloré y no fui fuerte”. Al día siguiente, la renuncia del presidente, una sola línea, estaba dirigida a Kissinger.
Sus éxitos diplomáticos en Oriente y, de alguna forma, en Europa, no tuvieron correlato con su política para América Latina. En 1970, según revelaron las conversaciones telefónicas desclasificadas entre Nixon y Kissinger, por entonces secretario de Seguridad, ambos conspiraron para impedir la asunción del socialista Salvador Allende, electo ese año en Chile, y para derrocarlo luego, ya presidente. A través del embajador americano en Santiago, Edward Korry, y de agentes de la CIA, Estados Unidos alentó una serie de disturbios previos a la llegada al poder de Allende que derivaron en el asesinato del comandante en jefe del Ejército chileno, general René Schneider, durante un intento de secuestro a manos de un grupo de ultraderecha, pocos días antes de la investidura de presidencial.
Con cierta candidez, Kissinger confesó en sus memorias que luego Nixon había destinado cuarenta millones de dólares de aquellos años para “hacer crujir la economía chilena”, que de verdad crujió en los años siguientes. Con un lenguaje más formal, Kissinger firmó el ya famoso “Memorándum 93″ sobre Seguridad Nacional, titulado “Política respecto a Chile”. En las copias secretas enviadas a la CIA, al Departamento de Estado, al Departamento de Defensa, el Pentágono, y al equipo de asesores militares de Nixon, Kissinger estableció “una postura fría y correcta en público”, y a la vez “ejercer la mayor presión posible sobre el gobierno de Allende a fin de evitar su consolidación.
El memo detallaba una serie de medidas económicas diseñadas para apoyar el esfuerzo de Estados Unidos en “hacer saltar la economía” de Chile, como había pedido Nixon y como recuerda el historiador Peter Kornbluh en su “Pinochet – Los Archivos secretos”. Kornbluh también revela que el diálogo entre presidente y secretario de Estado podía ser más descuidado, más basto y ramplón; más “nixoniano”, si cabe. Narra Kornbluh que al final de una de las reuniones en las que se decidió el golpe contra Allende, Nixon instruyó a Kissinger: “En Chile vale todo. Patéenles el culo”. “De acuerdo”, fue la respuesta. Doce días después del sangriento golpe militar que el 11 de septiembre de 1973 derrocó a Allende, que se quitó la vida en la Moneda, Nixon nombró a Kissinger secretario de Estado.
En esta parte del continente, sacudida en esos años por la violencia política y con el accionar en varios países de grupos guerrilleros de izquierda, Kissinger respaldó las más violentas dictaduras militares. Sus detractores lo responsabilizan si no en el diseño, sí en la tolerancia del Plan Cóndor, el trabajo en común de varios servicios de inteligencia y de grupos paramilitares que secuestraron y asesinaron a miles de militantes y simpatizantes de izquierda en Argentina, Chile, Paraguay, Uruguay, Bolivia y Brasil.
La central de inteligencia de Estados Unidos actuó en decenas de operativos encubiertos con la aprobación del llamado “Comité 40″, que presidía Kissinger, y que reunía a ejecutivos y jefes militares del Departamento de Estado, de la CIA y del Pentágono, encargado de analizar “avances y proyecciones del comunismo internacional”.
Entre 1976 y 1977 la estrella de la CIA en América latina era el famoso general Vernon Walters, protagonista de “Misiones discretas”, como él mismo tituló a su autobiografía. Ese año, la Agencia de Inteligencia de Estados Unidos estuvo en manos de George W Bush, que sería luego vicepresidente de Ronald Reagan entre 1981 y 1993 y presidente de Estados Unidos entre 1989 y 1993.
El 10 de junio de 1976, dos meses y medio después del golpe militar en la Argentina que derrocó a Isabel Perón, Kissinger dialogó con el entonces canciller de la dictadura, almirante César Guzzetti. Los documentos desclasificados del Departamento de Estado revelaron hace años que, en esa ocasión, Kissinger avaló la represión ilegal, los secuestros y asesinatos que el “proceso” había desatado en el país. “Si hay cosas que tienen que hacer, háganlo rápido y vuelvan lo antes posible a la normalidad”, dijo entonces a Guzzetti, reunidos ambos en Santiago de Chile donde se realizaba la Asamblea General de la OEA.
Los términos de aquella charla, de aquel acuerdo tácito, fueron renovados entre ambos cuatro meses después, el 7 de octubre de ese mismo año, en la suite de Kissinger en el Waldorf Astoria. Acompañaron entonces a Guzzetti el embajador argentino en Estados Unidos, Arnoldo Musich y el representante en Naciones Unidas, Carlos Ortiz de Rosas. La transcripción de la segunda conversación entre ambos evidencia la información detallada que la dictadura argentina daba a Kissinger, y el conocimiento pleno de los entretelones de la llamada “guerra sucia” que tenía el Secretario de Estado. El que sigue es un fragmento de esa charla:
Guzzetti: -(…) Eso no es demasiado. Señor Secretario, voy a hablar en español. Usted recordará nuestro encuentro en Santiago. Quiero hablarle sobre los hechos en la Argentina en estos últimos cuatro meses. Nuestra lucha ha tenido muy buenos resultados en estos últimos cuatro meses. Las organizaciones terroristas han sido desmanteladas. Si esta dirección continúa, hacia finales de año el peligro habrá sido puesto a un costado. Siempre puede haber casos aislados, por supuesto.
Kissinger: -¿Cuándo vencerán? ¿La próxima primavera?
Guzzetti: -No, hacia fines de este año.
Dos años después, retirado ya de los cargos públicos, visitó la Argentina para presentar los dos primeros tomos de sus “Memorias”, donde admitía lo de los cuarenta millones de dólares cedidos por Nixon para “hacer crujir” la economía chilena, y para ver algunos partidos del Mundial Argentina 78 en Rosario y en la Capital. Por el accionar de su política hacia América Latina y por su implicancia en el Plan Cóndor, el entonces juez de la Audiencia Nacional de España, Baltazar Garzón, intentó investigar e interrogar a Kissinger. No tuvo éxito. Legisladores de su país y muchos de sus compatriotas también impulsaron, y también sin éxito, su juicio penal en Estados Unidos.
El camino político de Kissinger estuvo signado por tres palabras: “Equilibrio de poder”. Con matices, por cierto. Su tesis doctoral, “A World Restored – Un mundo restaurado”, analizó la política europea diseñada, y tallada a martillo y cincel, por el austríaco Klemens von Metternich y el británico Robert Stewart, vizconde de Castlereagh, empeñados ambos en trazar en el siglo XIX las nuevas fronteras de Europa, estremecidas por el huracán desatado por Napoleón. De esos pozos, en especial de Metternich, bebió Kissinger para diseñar su propio equilibrio de poder: un mundo regido por las grandes potencias, a cuyos intereses deben adherir los demás estados, vigilados si se quiere, conducidos si se prefiere, con realismo y sin concesiones: “Nosotros establecemos los límites de la diversidad”, susurró Kissinger a Nixon cuando el triunfo electoral de Allende en Chile, en 1970.
Una bonita historia revela el carácter de Kissinger, el ejercicio de la ironía feroz, revestida de cierto humor corrosivo y, tal vez traza también un esbozo del material con el que está hecho su mundo interior que hoy alcanza los cien años. La reveló hace ya años el periodista francés Jean Daniel, murió en 2020, fundador de Le Nouvel Oservateur y testigo de hechos vitales de la historia contemporáne
Cuenta Daniel que una noche, otro periodista famoso, Pierre Salinger, que había sido jefe de prensa y vocero del presidente John Kennedy, reunió en su casa parisina de la Rue Rivoli, además de a Daniel, a Kissinger y al pensador y filósofo francés Raymond Arón. Fue una charla vibrante y acalorada entre ambos, en la que se discutió el bombardeo americano a Camboya cuando ya se celebraban en París reuniones por la paz, y que Nixon había ordenado para cortar los suministros que, sospechaba, se filtraban por ese país al Vietcong. Los bombardeos causaron miles de muertos civiles.
En un momento del intenso intercambio verbal en casa de Salinger, Arón le dijo a Kissinger: “Henry, yo no hubiese sido capaz de ordenar los bombardeos a Camboya y después irme a dormir tan tranquilo”.
Y la respuesta de Kissinger fue: “Querido Raymond, a nadie se le hubiese ocurrido encargarle a usted semejante misión”.
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