Si a fines del siglo pasado a algún editor de best sellers policiales se le hubiera ocurrido producir una ficción con un personaje basado en un médico devenido criminal, podría haber encargado una novela on the road donde el protagonista recorre las rutas del Estado de Michigan a bordo de una camioneta Volkswagen sembrando muertes.
También le habría pedido al autor que lo pintara como un asesino en serie con un extraño modus operandi: lograba el consentimiento de la víctima para que la matara, la acostaba en una camilla instalada en la caja cerrada del vehículo y la conectaba a una sofisticada máquina que le provocaba la muerte.
La cabeza del personaje, en sus introspecciones, debería contener pensamientos tan malvados como siniestros, acordes con los de un criminal de esa calaña.
En su retorcida mente, el médico asesino tendría incluso una justificación para matar: las víctimas querían morir y él, simplemente, las ayudaba a cumplir sus deseos.
“Si podemos ayudar a las personas a venir al mundo, ¿por qué no podemos ayudarlas a dejar el mundo?”, podría decir el personaje en algún momento de reflexión, entre una muerte y la siguiente.
El malo sería un malo de los más malos, de esos que no merecen ningún perdón.
Para escribir semejante novela, el autor no hubiese necesitado apelar a demasiada creatividad. Le habría bastado con leer lo que publicaban muchos medios norteamericanos -y las revistas sensacionalistas de todo el mundo- sobre el doctor Jack Kevorkian, a quien apodaron “El Doctor Muerte” de la misma manera que llamaron “El asesino de las colegialas” a Ed Kemper o “El estrangulador de Boston” a Albert DeSalvo, por nombrar a dos asesinos en serie que causaron temor y furor en su época.
Para tener éxito, la novela debería omitir el debate que, por entonces, el verdadero doctor Kevorkian -no el personaje, sino el médico de carne y hueso- había instalado en el ámbito de la ética médica: el de la validez de la eutanasia voluntaria.
Un debate que comenzó perdiendo y que incluso lo llevó a la cárcel, pero que consiguió finalmente que el suicidio asistido por médicos se convirtiera en ley en el estado de Oregon en 1997 y en el de Nueva York en 2009, para luego ser adoptado por otros estados, hasta que hoy la práctica médica de dar recetas para ayudar a los pacientes terminales a suicidarse haya sido aceptada como legal por la Corte Suprema de los Estados Unidos, aunque esto último Kevorkian no alcanzara a verlo.
En realidad, en lo único que coincidieron siempre los defensores y los detractores de las prácticas del doctor Kevorkian fue que, para bien o para mal, estaba fascinado por la muerte o, mejor dicho, por el momento mismo en que ocurría la muerte.
La vida y la muerte
Nacido en Pontiac, Michigan, el 26 de mayo de 1928, Kevorkian se graduó en 1952 como médico en la Universidad de ese Estado e hizo la residencia en el Centro Médico que dependía de la facultad.
Se especializó como patólogo y se incorporó a la planta médica del hospital de Detroit, donde empezó a llamar la atención de colegas y enfermeras con un extraño pedido: que le avisaran cuando un paciente estaba por morir, porque quería fotografiarlo en ese momento para un estudio que pensaba encarar. Buscaba, más que nada, registrar sus ojos en el momento de la muerte.
En una época en que se comenzaba a trabajar seriamente en el trasplante de órganos, sugirió dar a los condenados a muertes la posibilidad de ser ejecutados con anestesia para poder extraer sus órganos sanos y donarlos a las personas que los necesitaban. Presentó esa propuesta en 1958 durante una reunión de la Asociación Estadounidense para el Avance de la Ciencia y provocó una fuerte polémica.
Era un hombre versátil, interesado en la pintura y en el cine. Para poder combinar la medicina con esas dos disciplinar artísticas, en los ‘70 se mudó a California, donde además de trabajar en su profesión se dedicó a pintar y filmó un par de películas que no llamaron la atención. En sus pinturas, el tema de la muerte era recurrente, e incluso llegó a pintar algunos trazos de sus cuadros con su propia sangre.
También seguía fotografiando pacientes en sus últimos momentos y publicó una serie de artículos a favor de la eutanasia.
Sin embargo, el momento bisagra en su profesión ocurrió en 1987, cuando viajó a los Países Bajos para asistir a un congreso médico y conoció las técnicas que utilizaban los médicos neerlandeses para ayudar a suicidarse a los pacientes terminales.
Volvió a Detroit dispuesto a aplicar técnicas similares en los Estados Unidos. Anunció el surgimiento de una nueva práctica médica, a la que llamó “bioética y obiatría”, y empezó a ofrecer “asesoramiento médico en casos de muerte”.
En tiempos que el simple hecho de “desconectar” -incluso a pedido de la familia- a un paciente en estado vegetativo de las máquinas que lo mantenían respirando generaba polémicas éticas y furibundos casos judiciales, sus propuestas fueron rechazadas tanto en el ambiente médico como en la justicia, lo que provocó que en 1991 el estado de Míchigan le revocara su licencia médica, por lo que no podría ejercer su profesión ni atender pacientes.
Pero, pese a la prohibición de ejercer la medicina, Kevorkian estaba dispuesto a seguir adelante.
Janet Adkins, la primera
Para entonces había construido su primera máquina de “suicidio asistido”, a la que llamó “Thanatron”. Era un aparato de su propia invención, con tubos, válvulas, engranajes y un interruptor que, al ser accionado por el paciente que quería suicidarse, liberaba dos químicos: el primero era una anestesia, el segundo le provocaba la muerte al paciente cuando ya estaba inconsciente.
La primera en utilizarlo, asistida por Kevorkian, fue Janet Adkins, una maestra de Oregon afectada por el Mal de Alzheimer. El médico intentó realizar la eutanasia en hoteles, funerarias y hasta en casas particulares, pero fue rechazado. La mujer tampoco quería hacerlo en su propia casa.
Finalmente, el 4 de junio de 1990, la propia Adkins accionó el interruptor del “Thanatron”, instalado en la caja de la destartalada camioneta Volkswagen de Kevorkian. La mujer estaba acostada en una colchoneta acomodada sobre el piso y murió mientras las hermanas de Kevorkian le leían poemas y cantaban salmos bíblicos.
Cuando Janet murió, Kevorkian llamó a la policía. Cuando explicó cómo había muerto la mujer, lo arrestaron de inmediato.
Parecía un caso flagrante de asesinato, pero la propia familia de Adkins salió a defender a Kevorkian. El marido de Janet, Rod, llamó a una conferencia de prensa y leyó una nota de despedida que le había dejado su mujer. También puso a disposición de la prensa y de la justicia una cinta VHS que habían grabado juntos en la que Janet decía que morir era una decisión que había tomado conscientemente y en total libertad. “Con la muerte busco mi autoliberación”, decía allí.
130 suicidios asistidos
Lo sometieron a juicio, pero entre la carta de Janet, el video y el testimonio de su marido, y el vacío legal que existía en ese momento, fue absuelto. Si lo que se buscaba era frenar la práctica de Kevorkian, lo que se obtuvo fue el efecto inverso. La prensa se ocupó del caso y el “doctor muerte”, como se lo empezaba a llamar, dio innumerables entrevistas.
“Mi objetivo final es hacer de la eutanasia una experiencia positiva. Estoy tratando de obligar a la profesión médica a aceptar sus responsabilidades, y esas responsabilidades incluyen ayudar a sus pacientes con la muerte”, dijo en una entrevista con The New York Times.
Explicó también que sólo aplicaría su técnica con personas que dejaran constancia clara de su decisión y que les daría un mes para reconsiderarla. De ese modo, además de evitar que alguien se matara sin haberlo pensado a fondo antes también buscaba que la justicia no lo persiguiera.
Después de eso, comenzó a recibir cartas desde casi todo el país. “Estimado Dr. Kevorkian, ¡AYUDA! Soy una víctima de EM de 41 años. Ya no puedo cuidar de mí mismo. En mi sano juicio, deseo terminar mi vida en paz. Sé que solo empeoraré. Por favor, ayúdame”, fue una de las tantas cartas que recibió y que hoy es parte de la colección de sus trabajos, que fueron donados en 2014 a la Biblioteca Histórica de Bentley.
Durante los siguientes ocho años, Kevorkian asistió a 130 suicidios de adultos hombres y mujeres que viajaron para utilizar el “Thanatron”. Cuando las personas no podían trasladarse, el propio Kevorkian viajaba en su camioneta Volkswagen hasta donde vivían para poner a su alcance su máquina de suicidio asistido.
Inventó también otro artilugio que le evitaba utilizar químicos para el suicidio. Lo llamó “Mercitrón” y permitía a los enfermos suicidarse inhalando monóxido de carbono a través de una máscara.
Mientras tanto, el debate giraba en torno a si los pacientes tenían derecho a la ayuda de un médico para morir y si el profesional podía ofrecerles ese servicio. Sus principales detractores afirmaban, en tanto, que las personas a las que había asistido Kevorkian no eran terminales ni tenían estudios psiquiátricos que certificaran su salud mental al tomar la decisión.
La opinión pública y los medios de comunicación se dividieron: había quienes lo apoyaban por considerar que realizaba una tarea humanitaria, pero la mayoría se puso en su contra y llegó a calificarlo de asesino en serie.
La Justicia lo procesó cuatro veces, por la muerte de seis pacientes, pero fue absuelto en tres de los juicios y el cuarto fue declarado nulo.
El último caso
Uno de los principales argumentos que durante todo ese tiempo permitieron a Kevorkian seguir adelante con sus suicidios asistidos fue que los propios pacientes eran quienes acababan con sus vidas y que el médico sólo les facilitaba la manera de hacerlo.
Por eso, el caso de Thomas Youk, un hombre de 52 años que sufría de una esclerosis lateral amiotrófica que le impedía moverse resultó decisivo para que Kevorkian terminara en la cárcel.
El hombre expresó claramente su voluntad de morir en un video que fue emitido por el programa 60 Minutos, de la cadena CBS, pero en las imágenes también se podía ver a Kevorkian cuando le inyectaba cloruro de potasio para causarle la muerte.
Lo llevaron a juicio, acusado de homicidio, y el tribunal desestimó su defensa, basada en que Youk no podía provocar su propia muerte porque no estaba en condiciones de mover sus manos.
En 1999, un jurado lo declaró culpable y lo condenó a una pena de entre 10 y 25 años en prisión. Cumplió solo ocho años en la cárcel ya que fue liberado por buena conducta en 2007, bajo la condición de no volver a asesorar ni asistir a nadie sobre cómo morir.
Jack Kevorkian no volvió a utilizar sus máquinas de suicidio asistido, pero se volcó con energía promover la eutanasia asistida.
El 15 de enero de 2008, siete meses después de salir de la cárcel, Kevorkian volvió a defender sus tesis frente a casi cinco mil personas en la Universidad de Florida. Dijo entonces que su intención “no había sido la de matar a los pacientes, sino la de evitarles el sufrimiento”.
También se postuló como representante al Congreso por Michigan para presentar leyes que permitieran el suicidio asistido, pero solo consiguió 8.897 votos, muy por debajo de la cantidad necesaria para ser elegido.
Murió el 3 de junio de 2011, por un coágulo de sangre que obstruyó su corazón, en el Hospital Beaumont de Royal Oak, donde estaba internado por un cáncer avanzado.
Poco después, la Corte Suprema de los Estados Unidos declarara legal la asistencia médica para el suicidio de pacientes terminales.
Hoy el suicidio asistido también es legal en Bélgica, Países Bajos, Luxemburgo, Canadá, Colombia, Nueva Zelanda y España.
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