Fue un derrotado triunfo. Un numeroso ejército cercado por los nazis que empezaban a adueñarse de Europa, la British Expeditionary Forces (BEF) en peligro de desaparición; casi cuatrocientos mil hombres esparcidos en las playas de Dunkerque, o que llegaban a ellas empujados por el avance alemán, sin más opción que las armas nazis por delante y la inmensidad del mar a las espaldas; una impresionante cantidad de equipos, armamentos, vehículos, blindados y municiones que quedarían en manos enemigas y una única posibilidad: sacar a aquellos hombres de esas playas porque lo que estaba en juego era el ejército británico. Una orden de Hitler bastaba para aniquilarlos. Pero Hitler no dio esa orden. Y del otro lado, flamante primer ministro británico, movía sus hilos Winston Churchill, que se había propuesto una única misión política: no capitular ante Alemania y salvar a Europa de la barbarie nazi. Para eso había viajado la BEF al continente, para combatirlos.
Esa era la escena, de peligro inminente, la tarde del 26 de mayo de 1940, hace ochenta y tres años. El entonces jefe del servicio británico de Inteligencia Militar la definió con amargura a un corresponsal de la BBC: “Estamos acabados. Hemos perdido al ejército, y nunca tendremos la capacidad de construir otro”. Ante ese panorama, parte del gobierno británico daba por hecho que la guerra desatada por Alemania en septiembre de 1939 debía terminar pronto con un acuerdo con Berlín, más que con la BEF en marcha rauda hacia la capital del Reich. Hitler amenazaba a Francia en mayo de 1940, ocuparía París en junio, y ya había capitulado Bélgica ante sus fuerzas. La paz con Alemania, o lo que para Churchill era la rendición, no era una opción.
Para dejarlo en claro, citó en su despacho de la Cámara de los Comunes a todo el gabinete de Guerra y a los ministros de su gobierno. Lo recordó así en sus célebres Memorias: “Éramos en torno a la mesa unos veinticinco. Les describí los acontecimientos y les señalé con mucha claridad cuál era nuestra situación y las muchas cosas que nos jugábamos. Luego dije con toda naturalidad y como si no se tratara de cosa de especial alcance: ‘Desde luego, pase lo que pase en Dunkerque, seguiremos luchando’”.
Una hora después de aquella reunión clave, el almirantazgo británico envió una orden al vicealmirante Bertram Ramsay, destacado en el puerto de Dover: “Que empiece la Operación Dynamo”. Era una maniobra arriesgada: consistía en ir a buscar a Francia al ejército cercado, embarcarlo, atravesar el Canal de la Mancha y llevarlo de regreso a Inglaterra. Más que arriesgada, era una batalla por librar que iba a costar miles de vida. El rey Jorge VI anotó el 24 de mayo en su diario: “El primer ministro se presentó a las 22:30. Me dijo que si el plan francés elaborado por el general Weygand no daba resultado (Jorge VI hablaba de una contraofensiva francesa que jamás se produjo), tendría que ordenar a la BEF regresar a Inglaterra. Esta operación significaría la pérdida de todos los cañones, tanques, municiones y todos los depósitos existentes en Francia. La cuestión era si lograríamos sacar a las tropas de Calais y Dunkerque y hacerlas volver. La sola idea de tener que ordenar esta medida resulta espantosa, pues las pérdidas de vidas humanas probablemente serán inmensas”.
Gran Bretaña peleaba sola contra los nazis. Churchill había sido nombrado primer ministro quince días antes de Dunkerque, el 10 de mayo; en su primer discurso había dicho que sólo podía prometer “sangre, sudor, trabajo y lágrimas”. Y unos y otros, el sudor y el trabajo, la sangre y las lágrimas, habían llegado con brutal velocidad a su todavía endeble mesa de trabajo. Sin embargo, había adoptado ya las primeras medidas para sacar de Francia al ejército británico y devolverlo a salvo Inglaterra. No sólo iba a usar cuanto barco y buque de guerra fuera posible usar en la evacuación, Dunkerque era un puerto maltrecho, abierto hacia las playas de la costa belga, con aguas no muy profundas que bañaban sus arenas. Además de barcos grandes, Churchill iba a necesitar de embarcaciones más chicas para que se movieran en las playas de aguas bajas. Por su orden, el Almirantazgo inspeccionó los varaderos de yates británicos y, cuenta en sus Memorias, “encontraron allí más de cuarenta motoras o lanchas, todas utilizables. Al día siguiente se congregaron estas unidades en Sheernes. También se solicitó la contribución de los salvavidas de los transatlánticos, de los botes del Támesis, de los yates, de los barcos pesqueros, de las gabarras, de las canoas y de las embarcacioncillas de placer, de todo, en fin, cuanto podía flotar y ser útil a lo largo de una playa. En la noche del 27 una gran masa de buques menores empezó a hacerse a la mar, dirigiéndose primero a los puertos ingleses del Canal y después a las costas de Dunkerque donde estaba copado nuestro querido ejército (…)”.
Así fue como entre el 26 de mayo por la noche y el 4 de junio, cuando terminó la evacuación de las costas francesas, aquella flota deshilachada de barcos civiles se unió a la Royal Navy que envió, entre otros buques de guerra un crucero antiaéreo, treinta y nueve destructores, treinta y seis dragaminas, cinco balandras, corbetas y cañoneras, setenta y siete pesqueros y remolcadores armados, tres barcos de servicios especiales y cuatro moto torpederos y unidades antisubmarinas. Los primeros soldados llegaron a Dover en la alta noche de ese mismo domingo 26.
En total participaron ochocientos sesenta y una naves: doscientas cuarenta y tres fueron hundidas por los nazis que bombardearon por vía aérea a las tropas aliadas. El “método Churchill” de evacuación despertó cierta furia en los franceses. En la reunión del Consejo Supremo de Guerra del 30 de mayo, Churchill explicó que, hasta esa fecha, habían sido evacuados por mar 165.000 soldados. El primer ministro francés Paul Reynaud hizo notar entonces que había una evidente disparidad en las cifras: de las 220.000 tropas británicas existentes en los Países Bajos habían sido evacuadas 150.000, mientras que de las 200.000 francesas sólo habían sido rescatadas 15.000. Churchill diría en sus Memorias: “El 4 de junio, 26.175 soldados franceses desembarcaban en Inglaterra; 21.000 venían en barcos ingleses. Por desgracia, quedaron varios millares que habían protegido valientemente la evacuación de sus camaradas”.
Las pulcras cuentas de Churchill dan cuenta del salvataje de un total de 338.226 hombres que podrían haber muerto todos: muertes que hubiesen cambiado el destino de la guerra si Hitler hubiese dado la orden de atacar Dunkerque. Pero Hitler no dio esa orden. El porqué es un misterio. Para liquidar a la BEF, estaba al mando de su fuerza de tanques el general Heinz Guderian que apuntaba sus vehículos y sus cañones a sólo treinta kilómetros de la playa. Pero Hitler le pidió dos cosas que a Guderian le sonaron a locura: que se detuviera y que esperara. Y la espera duró los días que duró la lenta y penosa evacuación británica de Francia.
Las teorías conspirativas, siempre tan atractivas, sugieren que Hitler ansiaba una paz con Gran Bretaña para aliarse en una lucha en común contra la Unión Soviética de José Stalin: después de todo, Hitler deseaba expandir el Reich hacia el este, según su teoría del espacio vital que precisaba su imperio para sobrevivir. Un año después de Dunkerque, el 10 de mayo de 1941, el misterioso y extraño viaje a Inglaterra de Rudolf Hess, mano derecha de Hitler, al mando de un único avión con el que aterrizó en Escocia alimentó por años una posible negociación con Gran Bretaña que Hitler aspiraba, imaginaba o soñaba. Era un imposible: Hitler no era anglófilo, Churchill no sentía ninguna simpatía por el nazismo del que decía: “No solo mata hombres, también mata ideas”, y la paz, o un leve acuerdo entre las dos naciones no estaba en los planes de ninguno de sus líderes. Menos en la mente de Churchill para quien Hitler no era un aliado estratégico: era el enemigo a vencer.
El ex primer ministro británico Boris Johnson dice en su obra El factor Churchill: “Hitler no le ordenó a Guderian que detuviera a los tanques en el canal del río Aa porque fuera un anglófilo encubierto. No frenó el ataque por ningún sentimiento de camaradería entre miembros de la raza aria. Los historiadores más serios están de acuerdo con Guderian: el Führer cometió un error, lo asustó la velocidad de su conquista, temió un contraataque”. Bajo el fuego y las bombas de los aviones de la Lutwaffe, enfrentados por la Royal Air Force en un ensayo general de lo que sería la Batalla de Inglaterra, las pérdidas británicas fueron enormes. Y las materiales, también. En las playas quedaron pertrechos, armas, municiones vehículos y cañones como para equipar de dos divisiones del ejército. A los británicos les llevó meses reabastecerse. Pero se salvaron más de trescientas mil vidas.
El rescate fue tumultuoso, desorganizado y anárquico. Con la tradicional formalidad británica, John Horsfall, comandante de una compañía de los Reales Fusileros, comentó a uno de sus jóvenes oficiales: “Espero que se dé usted cuenta de la distinción que es objeto. En estos momentos está siendo partícipe de mayor grado de caos militar jamás alcanzado por el ejército británico”.
El 4 de junio, la guerra empezó de nuevo para Gran Bretaña. Churchill lo supo de inmediato. Frente al Parlamento en una sesión pública primero y en secreto luego, rindió cuentas de lo que había pasado en Dunkerque y de su significado: “Lo más imperativo consistía en hacer ver, no sólo a nuestro pueblo, sino a todo el mundo, que nuestra resolución de seguir combatiendo se basaba en fundamentos sólidos y no era hija de la desesperación”.
Churchill dijo esa tarde dos cosas extraordinarias. La primera, ubicó en lo que creyó era su justa medida aquella hazaña que el deán de la catedral de San Pablo, Walter Matthews había llamado dos días antes “el milagro de Dunkerque”: “Hemos de ser precavidos -dijo Churchill- y no caer en la tentación de dar a este rescate el significado de una victoria. Las guerras no se ganan con evacuaciones. Pero en esta ha existido una victoria que debemos hacer descollar”. Después, enhebró unas frases magníficas, una breve oración de guerra, una declaración de principios, un pequeño himno, dolido y profético que expresaba sus sentimientos y su determinación: “No desmayaremos ni nos doblegaremos. Seguiremos luchando hasta el fin; lucharemos en Francia; lucharemos en los mares y océanos; lucharemos con creciente confianza y creciente fuerza en el aire; defenderemos nuestra isla, cueste lo que cuesta; lucharemos en las playas; lucharemos en los aeródromos; lucharemos en los campos y en las calles; lucharemos en las montañas. Jamás nos rendiremos”.
Eso fue lo que hizo.
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