En 1925, Adolf Hitler era un oscuro líder político que purgaba una condena en la cárcel por su intento de golpe de Estado contra la República de Weimar. Allí germinó el numen de su maldad: las páginas de Mein Kampf (Mi lucha), el libro donde plasmó las oscuras intenciones que luego perfeccionó hasta convertirse en la sangrienta pesadilla de la humanidad.
En una de las frases de su obra, en la que delineaba el futuro de Alemania y el surgimiento del nazismo, describió los trazos gruesos de su búsqueda de la “raza aria superior” y la “higiene racial” que desembocó en el brutal asesinato de seis millones de judíos en los campos de exterminio: “Es un contrasentido dejar que enfermos incurables contaminen continuamente a los que están sanos. La exigencia de que se impida a los individuos defectuosos propagar vástagos igualmente defectuosos es una exigencia cuya razón está clarísima. El enfermo incurable será implacablemente segregado, en caso necesario... una medida bárbara para el desdichado al que se le aplique, pero una bendición para su prójimo y para la posteridad”.
Esta declaración revela la importancia que Hitler le daba a uno de sus principales objetivos: la limpieza étnica y la eugenesia en la sociedad alemana. No lo olvidó: apenas cinco semanas después de asumir el poder, el 14 de julio de 1933, el Führer promulgó una norma con un nombre ominoso: la Ley para la prevención de descendencia de las personas con enfermedades hereditarias. Fue el instrumento que el mal utilizó para perseguir y esterilizar a aquellos considerados “enfermos” o “defectuosos”, según los criterios que estableció el régimen nazi, para que no pudieran transmitir sus deficiencias hereditarias a sus hijos.
En la bolsa de la ley caían aquellos hombres y mujeres que padecieran enfermedades mentales, afecciones psíquicas y neurológicas (debilidad mental congénita, esquizofrenia, psicosis maníaco-depresiva, epilepsia hereditaria, corea de Huntington, en definiciones de la época), discapacidades físicas (ceguera, sordera hereditaria) o tuvieran deformidades físicas graves o fueran alcohólicas crónicas.
En un primer momento, Hitler también quiso incluir a los delincuentes habituales pero su ministro de Justicia, el católico Franz Gürtner, lo convenció de sacarlos del texto con el argumento que era innecesario, ya que la mayoría de ellos se encontraban en prisión de por vida según las nuevas normas de “confinamiento de seguridad” y, por tanto, no se podían reproducir.
Doce años más tarde, al final de la Segunda Guerra Mundial, el horror del Holocausto y sus campos de concentración dejó en un segundo plano el saldo de esa política de eugenesia extremista: la esterilización a la fuerza de unas 400.000 personas, la inmensa mayoría de ellas entre 1933 y 1939. Eran hombres y mujeres arios exclusivamente, porque para la población judía y de otras etnias la política había sido lisa y llanamente el exterminio directo.
Si Hitler había anunciado sus intenciones eugenésicas en Mein Kampf antes de acceder al poder, en la primera semana de gobierno nazi, su ministro del interior, Wilhelm Frick, dio el puntapié inicial para llevarlas a cabo con el anuncio de que el nuevo gobierno reduciría de manera drástica el gasto público destinado a atender las necesidades de los “individuos inferiores y asociales, los enfermos, los deficientes mentales, los locos, los tullidos y los delincuentes”.
Y no sólo se les quitaría la ayuda social, sino que se les aplicaría una política sin excepciones de “erradicación y selección”.
Para entonces, el médico nazi Leonardo Conti, comisario especial para asuntos médicos del gobierno, tenía preparado el borrador de la norma legal que el Reich promulgaría semanas más tarde.
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La Ley para la prevención de la descendencia de las personas con enfermedades hereditarias sería uno de los instrumentos para concretar no sólo la “higiene racial” postulada por Hitler sino que también haría realidad lo que el segundo del Führer, Rudolph Hess, definía como nazismo: “biología aplicada”.
El texto de la ley que Conti le acercó a Hitler era obra de Arthur Gütt, otro médico nazi despreciado por sus colegas debido a sus ideas extremistas y que Conti había reclutado para que trabajara con él en el departamento médico del Ministerio del Interior del Reich.
El trabajo de Gütt por el cual sus colegas lo habían marginado databa de 1924 tenía por título “Directrices de política racial” y proponía la “esterilización de personas enfermas e inferiores”. Exactamente lo que pretendían Hitler y Hess.
El texto que presentaron Conti y Gütt se basaba en el proyecto de ley de esterilización voluntaria que en 1932 había elaborado el gobierno prusiano para las personas que padecieran enfermedades hereditarias físicas o mentales -que no había llegado a promulgarse-, pero introducía una modificación que provocó polémicas incluso en la cúpula nazi: la esterilización no sería voluntaria, como proponía la vieja ley, sino obligatoria.
El principal opositor a la obligatoriedad fue el vicecanciller del Reich, Franz von Papen, que le recomendó que fuera voluntaria para no enfrentar al gobierno con los sectores católicos que lo apoyaban. Hitler zanjó la discusión con una sola frase, tajante: “Todas las medidas que se toman en defensa de la nación están justificadas. Las personas con enfermedades hereditarias se reproducen mucho mientras hay millones de niños sanos que no llegan a nacer”.
Contra las prevenciones de von Papen, la Iglesia Católica no se opuso a la ley porque estaba en plena negociación del Concordato entre la Santa Sede y la Alemania nazi, que se firmaría solo una semana después de la promulgación, el 20 de julio de 1933.
La reacción internacional ante la ley de esterilización nazi fue variada. En los Estados Unidos, algunos medios señalaron la escala masiva de esta política y expresaron temor de que los alemanes aplicaran la ley a los judíos y los opositores políticos. En cambio, los partidarios de la eugenesia, en cambio, consideraron que la ley no era “una apresurada improvisación del régimen de Hitler”, sino el desarrollo lógico de ideas previamente sostenidas por los “mejores especialistas” de Alemania.
Corría 1933 y todavía Hitler debía darle visos de legalidad a sus medidas, de modo que para salvar las apariencias la norma también disponía la creación de 181 Tribunales de Salud Hereditaria, que estudiarían cada caso y determinarían si correspondía o no la esterilización. En el caso de los hombres, mediante una vasectomía; en el de las mujeres, con una ligadura de trompas.
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Además de “purificar la raza”, a los ojos del gobierno nazi, la ley ofrecía una gran ventaja económica. Una vez esterilizadas, las personas que estaban internadas en asilos, escuelas especiales u hospitales psiquiátricos serían dadas de alta luego de ser esterilizadas, ya que se eliminaba la posibilidad de que pudieran reproducirse y dar en herencia sus supuestas taras.
Para evitar objeciones de conciencia por parte de los médicos que no estuvieran de acuerdo con la medida, la ley también obligaba a todos los profesionales de la salud a registrar todos los casos de enfermedades hereditarias que tuvieran en tratamiento o por los que fueran consultados. Esos registros debían presentarlos al Tribunal de Salud Hereditaria más cercano a su consultorio o lugar de trabajo.
También se los obligó a tomar cursos para reconocer todo tipo de “degeneraciones hereditarias” con criterios que se basaban en los caracteres lombrosianos, como por ejemplo la forma de la cabeza, los lóbulos de las orejas o la media luna de sus uñas. Se elaboró también una prueba de inteligencia al que debían someterse los pacientes. Una de las preguntas que se les hacía era: “¿Por qué las casas son más altas en la ciudad que en el campo?”.
Esos instructivos y los tribunales especiales le dieron a la medida de esterilización un halo de debido proceso, pero la decisión de esterilizar generalmente era una cuestión de rutina. Casi todos los más reconocidos especialistas en genética, psiquiatras y antropólogos en algún momento u otro debieron presentarse ante los tribunales e informar sobre sus casos. Las penas –hasta la pérdida de la licencia– disuadieron de resistirse a la mayoría.
Los informes eran, por lo general, de este tipo: “En el expediente del trabajador social se le describe como mendigo o vagabundo. Recibe el 50 por 100 de una pensión por herida de guerra, porque padece de tuberculosis pulmonar e intestinal. Gasta el dinero de manera muy irresponsable. Fuma mucho y a veces se emborracha. Ha estado interno repetidas veces en Farmsen. Deja la institución con frecuencia para vagabundear. Es un individuo mentalmente inferior en grado sumo sin ningún valor para la comunidad”.
De ahí a la vasectomía o la ligadura de trompas había un solo paso.
La esterilización no se limitaba a pacientes de instituciones, sino a cualquiera, incluyendo a quienes tenían ancestros con patologías. En algunas zonas los psiquiatras animaban a los maestros a pedir a los niños que elaborasen árboles genealógicos, con el fin de que colaborasen en la esterilización de sus propias familias.
Con el inicio de la Segunda guerra Mundial, las preocupaciones raciales de la Alemania nazi se enfocaron en la persecución y el extermino de las “minorías étnicas”, especialmente los judíos. Tal vez por eso, la mayoría de las esterilizaciones forzadas, unas 360.000, se perpetraron entre 1933 y 1939. Durante el conflicto bélico, se produjo una fuerte disminución, con un total de aproximadamente 40.000 casos.
Luego de la derrota nazi, durante los juicios de Nüremberg se trató también el tema de las esterilizaciones forzadas perpetradas bajo el amparo de la Ley para la prevención de descendencia de las personas con enfermedades hereditarias. En su defensa, más de un acusado argumentó que habían hecho lo mismo que los Estados Unidos mucho antes que ellos.
Incluso presentaron datos: en 1914, 12 estados norteamericanos tenían leyes de esterilización obligatoria que afectaban a enfermos mentales, personas discapacitadas física o mentalmente, criminales, agresores sexuales y en ocasiones a los homosexuales. En algunos casos también se internaba a estas personas en instituciones. En 1922, Harry Laughlin, superintendente de la Oficina de Registros de Eugenesia, había elaborado una ley prototipo para servir como modelo.
Otro argumento de los nazis fue que el movimiento eugenésico estaba en boga en muchos países del mundo. No era falso: “Durante la época del movimiento eugenésico, Francia, España, Reino Unido, la mayor parte de Canadá y Latinoamérica fomentaron la eugenesia positiva. La eugenesia fue sobre todo aceptada por la clase media e intelectuales para mejorar la salud y la vitalidad de la nación y su pueblo. Para una persona bien formada en un país de habla inglesa o alemana, la eugenesia era considerada la mejor manera de promover la salud de la población”, explica la profesora emérita de la Universidad de Indiana Ruth Clifford Engs, autora de The Eugenics Movement: An Encyclopedia.
Sin embargo, es tajante al referirse a la esterilización forzada perpetrada por los nazis:
“Hitler no practicó eugenesia, practicó genocidio”, dice.
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