Witold Pilecki fue, durante medio siglo, un héroe ignorado. Su historia extraordinaria se conoce desde hace poco. Ahora se sabe que fue un hombre íntegro dispuesto a arriesgarlo todo por la libertad propia y de los suyos, que luchó contra los autoritarismos y la opresión sin importar cuál fuera el signo político del que la ejerciera.
Los totalitarismos atravesaron su vida. Los nazis lo encarcelaron, lo torturaron, lo combatieron. El comunismo soviético después de propinarle el mismo trato, lo fusiló.
Pilecki, cuando el horror comenzaba, fue el único hombre en internarse voluntariamente en Auschwitz. Creyó que infiltrándose iba a poder organizar algunos hombres y hacer mella en el régimen nazi. Todavía no se tenía dimensión de las cosas que sucedían dentro del campo de concentración. Estuvo más de tres años detenido, más de mil días. Logró escapar. Pero nadie le creía lo que relataba: les parecía imposible que existiera un sistema que llevara la inhumanidad a tales extremos. Pilecki no descansó. De inmediato volvió a las filas de la resistencia y participó del Levantamiento de Varsovia en 1944. Una vez más lo capturaron y lo mandaron a un lager. Cuando estaban por asesinarlo, terminó la Segunda Guerra Mundial. Tras la caída del Tercer Reich, tras la derrota nazi, creyó que había llegado el momento de descansar, de la libertad. Pero, como tantos otros, se equivocó. Los soviéticos tampoco le brindaron libertad a su pueblo. Pilecki supo que sus años de lucha no habían sido para cambiar de opresor, para que Stalin reemplazara a Hitler. Se opuso al nuevo totalitarismo en su tierra. Esta vez, el hombre que se había infiltrado en Auschwitz, el que había enfrentado a los nazis, no pudo resistir. El 25 de mayo de 1948, 75 años atrás, fue llevado frente al pelotón de fusilamiento por los ocupantes soviéticos de Polonia.
Witold Pilecki nació en 1901. Su familia tenía sólida posición económica. De joven participó en la guerra polaco-soviética. A su regreso del frente, heredó largas extensiones de tierra y las trabajó. Se casó y tuvo dos hijos. Tenía una buena vida. Pero era un hombre de acción, reactivo a las injusticias. Después de la invasión nazi a su país, se dispuso a luchar. Fue convocado de nuevo a filas. Pero la lucha duró menos de un mes.
“Los nazis dedicaron todos sus esfuerzos a atomizar y romper la sociedad polaca. Pilecki no cedió a hacer diferencias por la raza de cada uno o por su clase social. De hecho, pese a ser católico, hizo lo opuesto: procuró que eso no sucediera y protegió a muchos judíos”, escribió Jack Fairweather, su biógrafo
Él no se iba a rendir tan fácilmente como tantos otros. Se pasó a la resistencia.
Asumió una gran misión, un reto de una ambición desmesurada, algo ingenuo y descabellado, fruto de su valentía y de la carencia de información. Se ofreció como voluntario para dejarse atrapar por los nazis y ser enviado a Auschwitz. Allí debía actuar como agente de inteligencia. Averiguar cómo funcionaba el campo. Pero su labor no era sólo la de informante. Tenía que formar células para ejecutar pequeñas acciones de boicot dentro del lugar, misiones de resistencia, y hasta organizar un levantamiento, si eso fuera posible.
El 19 de septiembre de 1940 fue ingresado en Auschwitz. Utilizó un nombre falso, Thomas Serafinski. No importó demasiado: ahí el nombre no tenía mayor utilidad.
4859: su número de identificación, el que le tatuaron en uno de sus antebrazos. Apenas arribar se dio cuenta de que la situación era mucho peor de lo que habían calculado. Varios de los que habían viajado con él fueron asesinados al descender del tren. Los judíos fueron separados.
Todos fueron golpeados y despojados de los escasos bienes que traían. Según sus cálculos y los de un médico que conocía de antes, Wadislaw Dering, con los pobres valores nutricionales de la escasa comida y sometidos al trabajo extremo, la gente aguantaba con vida poco más de dos meses.
Pilecki creó, de a poco y con cautela, una red clandestina de asistencia a los prisioneros y de resistencia a los nazis. En esos primeros meses de Auschwitz, algunos todavía tenían alguna vía de escape a través del pago de importantes sobornos. Pilecki, por medio de uno de estos millonarios judíos que logró salir del lager, mandó un mensaje a las fuerzas aliadas: “Bombardeen Auschwitz. Destruyan Auschwitz”.
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No le importaba morir bajo las bombas. La máquina de muerte tenía que ser destruía. En Londres (dónde estaba el gobierno polaco en el exilio), se sabe, se discutió sobre este mensaje. Pero en ese momento, Estados Unidos todavía no estaba en guerra e Inglaterra tenía una flota de aviones escasa. Avanzado el tiempo y la guerra, los Aliados fijaron otras prioridades.
Los mensajes de Pilecki salían cada vez más espaciados y desesperados pero no eran oídos. Llegó a pedir que al menos fueran destruidas las vías férreas que permitían que los embarques de detenidos hacinados llegaran a Auschwitz.
Su red clandestina llegó a tener alrededor de mil miembros. Robaban medicinas, panes, zapatos para repartirlos entre quienes más lo necesitaban; organizaban actos de sabotajes; envían mensajes al exterior.
En abril de 1943, cuando las esperanzas se agotaban, Pilecki, luego de conseguir un turno nocturno en la panadería, logró escapar del campo de concentración junto a otros tres compañeros. Apenas se puso en contacto con la resistencia polaca fue llevado a visitar a su esposa e hijos. Allí escribió febrilmente durante días. Un informe de lo atroz. Una detallada descripción de lo que pasaba en Auschwitz. Se conoció como el Informe Pilecki. Pero Londres no aceptó ningunos de los planes polacos de ataque a Auschwitz. Sostenían que era una operación muy riesgosa y de alto costo. Pero a eso se le sumaba un dato no menor. Casi nadie creía en la exactitud de esas más de 100 páginas escritas por Pilecki. Estaban convencidos que se trataban de exageraciones que estaban destinadas a poner en movimiento tropas y aviones hacia Polonia. Les parecía imposible que esos números contenidos en el informe pudieran ser reales. ¿Millones de personas asesinadas? De ninguna manera eso podía estar sucediendo.
Casi no descansó y se reintegró a la lucha contra los invasores nazis. Pilecki no sólo presentaba secuelas físicas de su larga estancia en Auschwitz. Se había vuelto un ermitaño, un personaje inescrutable que sólo podía pensar y actuar en pos de vencer al nazismo. A pesar de eso, él militaba en la sección anticomunista: no quería que su país quedara en manos de Stalin.
La mayoría de las informaciones que llegaron a los Aliados sobre el sistema concentracionario y sobre los movimientos alemanes en el Este fueron producidas por el servicio de inteligencia de los resistentes polacos. Produjeron, también, la mayor revuelta urbana contra el régimen nazi, el Levantamiento de Varsovia.
Durante el Levantamiento de Varsovia, Pilecki comandó una de las unidades que más tiempo logró mantenerse activa. Finalmente fueron derrotados y Pilecki enviado a un campo de prisioneros de guerra. Ahí permaneció otros ocho meses hasta que, a fines de abril de 1945, el campo de Murnau fue liberado por las tropas norteamericanas.
Mientras muchos de sus compatriotas festejaron alborozados el avance del Ejército Rojo, Pilecki y varios de sus compañeros se percataron de las intenciones de Stalin. En las tropas soviéticas no había en vocación libertadora sino conquistadora.
La guerra para Pilecki y los suyos no terminó en mayo de 1945. Su lucha no había tenido como fin cambiar un opresor por otro. Europa estaba divida y todo lo que ocurría detrás de la Cortina de Hierro era incumbencia de Stalin.
El gobierno polaco en el exilio lo envió como agente de inteligencia a recabar información. Montó una nueva red clandestina. Pero el orden mundial había cambiado. Estados Unidos e Inglaterra dejaron de reconocer a los gobernantes exiliados y los desalojaron de las embajadas. Se cumplía con los pactos de finales de la Segunda Guerra y el Este quedaba para los soviéticos. El gobierno polaco en el exilio dictaminó que no estaban dadas las condiciones para luchar y vencer a los soviéticos. Pidió a sus hombres que dejaran la clandestinidad y que retomaran su vida civil en Polonia.
Pilecki no acató y continuó escondido y operando en las sombras.
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Su nueva misión era recolectar datos sobre el tratamiento que los nuevos invasores daban a los disidentes. Las torturas, los juicios relámpagos y arbitrarios, la persecución permanente y las detenciones en campos soviéticos. En 1947, finalmente, fue descubierto y detenido. Lo golpearon y lo torturaron en busca de datos de su red y de sus compañeros. Él no cedió. El trato recibido lo puso al borde de la muerte.
Pilecki tenía en su antebrazo el tatuaje hecho por los nazis y también la foto de frente y perfil con el número de prontuario debajo sacada por las fuerzas comunistas. Casi un año después fue llevado a juicio. Era importante para las nuevas autoridades que el ejemplo se esparciera y hacer públicas las represalias. Las acusaciones que pesaban sobre él eran gravísimas: espionaje, intento de asesinato, traición a la patria.
El proceso fue una farsa (el juez fue condenado por ello a principios del nuevo milenio). El principal impulsor de la acusación fue Josef Cyrankiewicz, sobreviviente de Auschwitz y luego presidente y jefe de estado polaco entre 1947 y 1972. La condena a muerte estaba firmada desde antes de la primera audiencia.
Luego de la sentencia, Pilecki fue llevado a la cárcel de Mokotow. El 25 de mayo de 1948, junto a otros tres detenidos, fue ejecutado. Un tiro desde muy cerca en el medio de la nuca acabó con su vida. Antes del disparo llegó a decir sus últimas palabras: “Siempre intenté vivir mi vida. Por lo tanto a la hora de mi muerte siento satisfacción y no miedo”.
El cuerpo de Pilecki nunca fue encontrado. Se supone que las autoridades comunistas lo tiraron en un basural cercano. Sobre él y su historia no se habló por varias décadas.
Sus dos hijos vivieron más de cuarenta años sin saber, como el resto de los polacos, que su padre había sido un hombre valiente, alguien con tintes heroicos. Trataban de no hablar demasiado de él en público. Había muerto en la ignominia. Declarado enemigo de su país fue ejecutado por traidor a la patria.
Una vez caído el Muro de Berlín todo fue distinto. Empezaron a desenterrarse historias. Una de ellas fue la de Witold Pilecki.
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