La película era mala. Pero mala con ganas. Era una producción de Howard Hughes, un multimillonario excéntrico, pionero en parte de la aviación comercial, que nunca supo muy bien qué hacer con sus millones y con su destino. En 1956, se le ocurrió hacer una gran superproducción de cine que lo lanzara a la gloria, la fama y el estrellato. De eso, nada. Hughes tenía un proyecto sobre la vida, mejor dicho las andanzas, del jefe mongol Genghis Kahn en sus albores, cuando era el simple y sencillo jefe Temujin, y se lanzó a la conquista. Así llamó a su película El conquistador – The Conqueror, que se conoció en américa latina como “El conquistador de Mongolia”.
Hughes eligió como productor adjunto y director de la película a Dick Powell, que no era ni productor, ni director de cine, sino un cantante y actor de Hollywood de los buenos, que había muchos, pero no de los muuuuy buenos, que había pocos. Le ofrecieron el protagónico a Marlon Brando que, en cuanto leyó el guion y olfateó cómo venía todo, se fue sin saludar y no le vieron más el pelo.
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El que estaba enterado del proyecto era John Wayne, que estaba casi en la cumbre de su carrera e hizo saber que le interesaba el papel. John Wayne no era un gran actor; tenía gran oficio, era corpulento, cuadradote, no era una belleza masculina típica del cine de Hollywood, lucía un andar extraño, como si hubiese bajado de un caballo después de mil ochocientos kilómetros de cabalgata, tenía la capacidad expresiva de un clavo oxidado pero era un vaquero sensacional, un defensor de la conquista del oeste, matanza indígena incluida y, durante la Segunda Guerra, había filmado películas obvias que exaltaban el patriotismo americano contra el imperio japonés. Por ejemplo, Arenas de Iwo Jima: es sólo una referencia, no hace falta ir a verla a toda carrera.
Wayne fue también un símbolo de la cultura estadounidense de esos años ‘50, los del desarrollo y crecimiento de la Guerra Fría, dadas sus preferencias conservadoras y republicanas, su fervor anticomunista en los años del macartismo, años en los que Hollywood decía, con cierto orgullo, “John Wayne es Estados Unidos”. A John Wayne lo definió muy bien una noche el gran Bob Hope. Presentó a una serie de figuras en una cena anual de actores y productores de Hollywood y dijo: “Fulano, Fulana, Fulano, John Wayne y, a su izquierda, Fulano. Bueno, ¿quién no está a la izquierda de John?”
Como contrapartida del protagónico de Wayne, Hughes y Powell eligieron a Susan Hayward, una gran actriz que dos años después, en 1958, ganaría el Oscar por La que no quería morir. John Wayne también ganaría un Oscar, pero ya en 1970, sobre el final de su carrera, por Temple de Acero, en la que encarnó a un sheriff tuerto y borracho que, a pedido de una muchacha, se mete en un trabajo sucio. Al elenco de The Conqueror se agregaron además figuras destacadas como Agnes Morehead, el mexicano Pedro Armendáriz y Lee Van Cleef.
Es extraño que en una época de cine brillante, alguien haya plasmado el bodrio que fue El conquistador de Mongolia, que sin embargo pasó a la historia por otras razones y varios años después de estrenada. La película anduvo bien de espectadores cuando su estreno: fue la undécima película más vista en Estados Unidos en 1956. Pero la crítica la destrozó y la catalogó como una de las peores películas de los años ‘50. Para no abundar en demasiados detalles, ver a John Wayne caracterizado como un mongol, con sus ojos transformados en orientales gracias al maquillaje todavía en pañales de la industria del cine, es un espectáculo aparte.
El conquistador de Mongolia fue incluida en 1987 en el libro “The Fifty Worst Films of All Times – Las cincuenta peores películas de todos los tiempos”, y en 1980 John Wayne fue consagrado como “ganador” del premio The Golden Turkey Awards, algo así como “El pavo de oro”, que daban los críticos Michael y Harry Medved, en mérito a “La actuación más equivocada” de la historia. Ya se sabe que a los críticos, cuando quieren ser jodidos, no hay quien los detenga. El Golden Turkey para John Wayne fue un irónico premio póstumo: había muerto el 11 de junio de 1979 en el UCLA Medical Center de Los Ángeles. De cáncer de estómago. Había padecido uno de pulmón en 1964 y lo habían operado para extraerle el pulmón izquierdo y dos costillas.
Y aquí es donde El Conquistador de Mongolia pasa a la historia negra del cine. Había sido filmada en la localidad de St. George, en el desierto de Snow Canyon, Utah, no muy lejos del campo de pruebas de bombas nucleares que el gobierno de Estados Unidos utilizaba en el vecino estado de Nevada. Allí, dos años antes de la filmación de “El conquistador…”, Estados Unidos había llevado adelante el proyecto “Upshot-Knothole” que, entre el 17 de marzo y el 4 de junio de 1953, detonó once proyectiles nucleares: tres en marzo, cuatro en abril, tres en mayo y uno en junio.
El proyecto no es muy conocido aun hoy, pero contempló la posibilidad de lanzar armas nucleares impulsadas por cañones, la tecnología previa a la industria misilística. Las once bombas detonadas en 1953 tenían nombres y características singulares: “Annie, Nancy, Ruth, Dixie, Ray, Badger, Simon, Encore, Harry, Grable y Climax”. “Annie”, por ejemplo, la primera detonada el 24 de marzo de 1953, fue televisada a toda la nación. Junto con el estallido, fueron puestos a prueba ocho refugios para bombas de uso residencial, cincuenta autos colocados a diferentes distancias del epicentro de la explosión y dos casas de madera construidas para comprobar los efectos de la bomba. Aquellos eran los años en los que, en las escuelas, enseñaban a los niños cómo protegerse en caso de una alarma aérea, ante el temor de que la Unión Soviética bombardeara territorio estadounidense con armas nucleares.
La bomba “Dixie” se hizo estallar a dos mil metros de altitud, la explosión más alta hasta ese momento. “Ruth” y “Ray” fueron dos bombas de laboratorio de hidruro de uranio: una experiencia fallida porque ambas generaron mucha menos potencia que la calculada. “Grable” fue la primera bomba de “artillería nuclear”, disparada por un cañón; fue la primera de las armas nucleares de fisión de tipo balístico: estalló diecinueve segundos después de disparada, a diez kilómetros del cañón y a una altura de ciento sesenta metros.
El 19 de mayo de ese año, los científicos hicieron detonar la octava bomba del proyecto, “Harry”, que fue la más contaminante de la serie. Después, el proyectil fue llamado “Harry, el sucio”, mucho antes de que Clint Eastwood hiciera famoso ese nombre con su personaje del durísimo policía Harry Callahan, no te pongas delante de su arma. “Harry, el sucio”, la bomba, lo fue porque depositó una cantidad enorme de material radiactivo en St. George, Utah, a doscientos veinte kilómetros del campo de pruebas. Los habitantes de St. George se quejaron entonces de “un extraño sabor metálico en el aire”: la nube radiactiva de “Harry” se había extendido más de lo esperado y era más peligrosa de lo calculado.
Allí llegó, dos años después, en el verano de 1955, el equipo de filmación de El Conquistador… Un equipo de filmación es mucha gente: actores, productores, técnicos, escenógrafos, maquilladores: se trata de una industria toda detrás de una película. Grandes estrellas, reparto, extras y equipo de filmación pasaron varias semanas en esa zona tan contaminada y con temperaturas superiores a los cuarenta grados. Todos sabían de las pruebas nucleares, hay fotos históricas de Wayne con un contador Geiger en la mano, pero la relación radiactividad-cáncer no estaba todavía ni estudiada, ni desarrollada. Además, Hughes había preguntado si existía algún peligro y las autoridades le habían dado la misma respuesta que a la población de St. George: no había nada que temer, no estaba en peligro la salud de nadie. Incluso a todo el mundo le pareció hasta divertido que la arena de aquel desierto de Snow Canyon brillara ligeramente en las cálidas noches del verano.
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Cuando terminó el rodaje y cada quien volvió a su casa, los montadores del film pidieron una serie de tomas extras lo que resultaba bastante engorroso: enviar a todo el equipo de nuevo al desierto resultaría carísimo para una película ya excedida en presupuestos. Era más barato hacer lo que propuso Hughes, el millonario: hizo llevar sesenta toneladas de aquella “arena brillante” a Hollywood, para que lo que faltaba de la completar en la película se filmara en los estudios.
Ese mismo año 1956, el del estreno del El Conquistador…, Víctor Young, el músico que había escrito la banda de sonido, murió por un tumor cerebral. En enero de 1963, el productor y director de la película, Dick Powell, murió por un linfoma a los cincuenta y ocho años. Seis meses después, el 18 de junio, Pedro Armendáriz se pegó un balazo en la cabeza en el UCLA Medical Center cuando supo que padecía un cáncer terminal de estómago, extendido al riñón. Estaba a punto de cumplir cincuenta y un años. En abril de 1974 murió Agnes Moorehead de un cáncer de pulmón, a los setenta y cuatro años. Susan Hayward, también murió por un tumor cerebral en marzo de 1975, a los cincuenta y siete años. En 1979 y a los setenta y dos años murió de cáncer John Wayne y, en 1991, a los ochenta y cinco, murió por un cáncer pulmonar, John Hoyt otro de los protagonistas de El Conquistador…
Una estadística elaborada a trazo grueso por la prensa estableció que de los doscientos veinte integrantes registrados del equipo de filmación, al menos ciento cincuenta habían muerto por cáncer en los años que siguieron al desastrado estreno de la película. Los cálculos no incluían la gran cantidad de extras contratados para dar vida a las hordas mongoles de Genghis Kahn. Gobierno y ejército de Estados Unidos negaron que las muertes por cáncer en el equipo de filmación, y aun los casos registrados en St. George en los años que siguieron al estallido de “Harry, el sucio”, hubieran tenido relación con la radiación desatada por las experiencias nucleares en el desierto de Nevada. Pero varios estudios científicos independientes, lanzados a comienzos de los años ‘80, dieron como resultado cifras demoledoras: más de la mitad de los habitantes de St. George habían padecido cáncer en los treinta años siguientes a las pruebas nucleares; en esos años se habían disparado además los casos de leucemia en recién nacidos. Dos congresistas del estado de Utah lograron que el congreso estatal aprobara una ley para que fuesen indemnizadas más de un millar de víctimas de cáncer, vecinas todas de St. George, aunque el gobierno americano no admitió nunca algún tipo de responsabilidad.
El 5 de abril de 1976, a los setenta años, tal vez con sus facultades mentales en desorden, encerrado en la suite de un prestigioso hotel de Acapulco, Howard Hughes sucumbió a una insuficiencia renal. Su final fue oscuro. Lo embarcaron en un avión con destino al Hospital Metodista de Houston: o ya estaba muerto cuando lo embarcaron, o murió durante el viaje. Era un espectro; muy envejecido, tenía setenta años, la barba muy larga y las uñas crecidas; las radiografías descubrieron agujas metálicas rotas en sus brazos porque Hugues se inyectaba codeína a espaldas de sus médicos. El FBI lo identificó por sus huellas digitales.
En algún momento de su vida, se había sentido responsable de una película tan fallida como El Conquistador… y de haberla hecho rodar en un sitio tan peligroso como St. George, en el desierto de Snow Canyon: había comprado por doce millones de dólares todas las copias existentes del film y las había guardado enlatadas, fuera de la circulación. Cuando revisaron su habitación en la suite de lujo del hotel de Acapulco, hallaron en su proyector privado uno de los rollos originales de The Conqueror – El conquistador de Mongolia. En 1979, las copias fueron compradas por Universal Pictures y emitidas por televisión junto a Ice Station Zebra - Estación polar Zebra, que era una de las películas que Hughes veía de forma incesante en los últimos años de su vida; y en 2012 Universal la incorporó, lanzada en DVD, a su colección “Vault”.
The Conqueror no se puede quitar el estigma de encima. La llaman “la película radiactiva”.
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