La escena, seguramente, fue terrible. La soga que debía ahorcar al corregidor Antonio de Arriaga se rompió y junto con su verdugo -que era su propio sirviente, obligado a colgar a su amo- cayeron al suelo. Sin perder un segundo, Arriaga escapó desesperado y buscó amparo en la iglesia del pueblo, que se llamaba Tungasuca, en el sur peruano.
La imagen de los corregidores no era la mejor: muchos se habían beneficiado con el cobro de impuestos, engañando al fisco con la elaboración de padrones dobles. Quienes no podían afrontar sus deudas, debían vérselas con ellos.
Antonio de Arriaga, corregidor de la provincia de Tinta, había asistido el sábado 4 de noviembre a una comida en la casa de Carlos Rodríguez de Avila, cura de Yanacoa, uno de los responsables de la formación de Túpac Amaru II, quien también estuvo presente. Celebraban el día de San Carlos Borromeo, y brindaron por el rey Carlos III de España. Cuando Arriaga se levantó para irse, el inca ya tenía la trampa preparada. En un punto del camino, el funcionario fue apresado y encerrado en una habitación de la casa de Túpac Amaru en Tungasuca.
Fue obligado a escribir una carta a sus colaboradores solicitando se le enviasen dinero y armas que necesitaba con urgencia para repeler una supuesta invasión de corsarios al puerto de Aranta. Túpac Amaru se hizo de 22 mil pesos, barras de oro, casi un centenar de mosquetes, además de animales de carga.
El corregidor debió además escribir una orden por la que convocaba a todo hombre en edad de combatir, criollos, indígenas y mestizos a ponerse bajo las órdenes de Túpac Amaru.
Se hizo creer a la gente que existía una cédula real que calificaba a Arriaga de “dañino al reino”, y que el condenado debía ser muerto “por revoltoso”.
Ese 10 de noviembre fue el día de la ejecución. Capturado en la iglesia, Arriaga fue nuevamente subido al cadalso y ahorcado.
La rebelión, que Túpac Amaru venía preparando en secreto, había comenzado.
Hoy Surinama es una localidad del departamento de Cuzco, en el sur del Perú. Allí nació el 14 de marzo de 1740 José Gabriel Condorcanqui, conocido como Túpac Amaru. Su papá era el cacique Miguel Condorcanqui y su mamá Rosa Noguera. Era descendiente directo del inca Felipe Túpac Amaru, ajusticiado en 1572 por el virrey Francisco Álvarez de Toledo.
José Gabriel estudió en el colegio para caciques San Antonio de Borja, que fue dirigido por los jesuitas. Hablaba español, quechua y leía latín. En 1767 fue reconocido legítimo cacique de los pueblos de Surimana, Pampamarca y Tungasuca.
Tenía 20 años cuando se casó con Micaela Bastidas, una hermosa mujer de 15 años de mucho carácter y que sería su complemento ideal. Tuvieron tres hijos: Hipólito, nacido en 1761, Mariano en 1762 y Fernando, en 1768.
A partir del ajusticiamiento de Arriaga, Túpac Amaru comenzó su lucha contra la explotación del indígena en las minas, en las plantaciones, en las estafas a los que eran sometidos, especialmente contra los abusos cometidos por los corregidores, que repartían forzosamente mercancías a los indígenas los que, para poder pagarlas, no tenían más remedio que malvender sus productos y su fuerza de trabajo a mineros y hacendados. “No hay corazón bastante robusto que pueda ir a ver cómo se despiden forzados indios de sus casas para siempre, pues si salen cien, apenas vuelven veinte”, describía el visitador José Antonio Areche.
Las autoridades limeñas no prestaron atención a los reclamos que Túupac Amaru realizó en favor de los indígenas, lo que lo lleva a encarar, en 1780 una rebelión contra las autoridades españolas. Intentó la mediación de los obispos de Cuzco y de La Paz para que lo ayudasen en su prédica contra la explotación de su gente. Pero nada ocurrió. Su radio de acción fue el sur del virreinato del Perú, el altiplano boliviano y algunas zonas del noroeste de Argentina. En un convento jesuita estableció su cuartel.
Asolaba poblaciones y plantaciones de españoles y repartía lo que obtenía entre los indios. Enseguida logró atraer la atención de las autoridades.
A las cuatro de la mañana del 18 de noviembre un ejército español, enviado por el virrey para reprimir a los rebeldes, fue sorprendido mientras descansaba en la aldea de Sangarará. Se refugiaron en la iglesia y la resistencia fue inútil: los atacantes terminaron quemando el techo y los que no terminaron calcinados dentro, fueron rematados cuando intentaban escapar. Se calculan que murieron cerca de 560 hombres. Una veintena de heridos criollos fueron curados por orden de Túpac Amaru y dejados en libertad.
Los españoles se aterraron al conocer la noticia.
Por haber atacado una iglesia, el líder indígena fue excomulgado por el obispo Angel Mariano Moscoso. El religioso ayudó en la provisión del ejército, lo que le valió gran prestigio.
Hubo deserción en las filas indígenas, temerosos por la excomunión y porque se hicieron eco de las noticias de que un importante ejército había salido de Lima para reprimirlos.
El objetivo de Túpac Amaru era el de tomar Cuzco, pero en lugar de hacerlo, mandó a pedir la rendición, lo que dio tiempo a los españoles a rearmarse. Siguió con su raid en distintos pueblos hasta que el 28 de diciembre acampó a escasos kilómetros.
A principios de enero se sucedieron los enfrentamientos, donde los españoles, duchos en el manejo de armas de fuego, llevaron las de ganar. El 10 de enero de 1781 los indígenas debieron abandonar el sitio.
Para calmar los ánimos, los españoles anunciaron la abolición de los repartimentos, que no se cobrarían diezmos, y que los que dejaban las armas serían perdonados. Un ejército de 17 mil hombres, al mando del mariscal de campo José del Valle salió a perseguir y capturar al líder de la revuelta.
Cuando el líder inca junto a miles de sus seguidores fue rodeado, en la noche del 5 de abril intentó romper el cerco, y fue traicionado por Francisco Santa Cruz, un mestizo que estaba a su mando y entregado a los españoles. Junto a él, detuvieron a su esposa, a dos hijos y otros miembros de su familia. Lo mostraron por las calles de Cuzco y lo encerraron en un convento que había pertenecido a los jesuitas.
El primero que lo interrogó fue Benito de la Mata Linares, oidor de la Audiencia de Lima. Quería saber de sus cómplices criollos, si había recibido ayuda externa y quiénes eran los otros líderes. “Nosotros somos los únicos conspiradores, vuestra merced por haber agobiado al país con exacciones insoportables, y yo por haber querido libertar al pueblo de semejante tiranía”, dijo.
Nada confesó a pesar de las torturas.
Planeó una fuga. En un pedazo de tela de su ropa, escribió con su propia sangre un mensaje para cierta persona y un centinela le consiguió una lima para liberarse de las cadenas. Pero las autoridades lo descubrieron y nuevamente fue sometido a tormentos para saber quién era el destinatario de ese mensaje.
El 14 de mayo de 1781 fue condenado a muerte. En la plaza debía presenciar la ejecución de su esposa, de su hijo Hipólito, de su tío Francisco, de su cuñado Antonio Bastidas y de sus principales lugartenientes. Luego debía cortársele la lengua y morir descuartizado por cuatro caballos.
La sentencia se cumplió el viernes 18, un día nublado y con amenaza de lluvia. Los dos verdugos esperaron en el cadalso a nueve personas: Tupac Amaru, su esposa; su hijo Hipólito; su cuñado Antonio Bastidas, su tío Francisco Tupac Amaru, José Verdejo, Andrés Castelo, Antonio Oblitas y Tomasa Condemaita.
Verdejo, Castelo y Bastidas fueron ahorcados. A José y Francisco se les cortó la lengua y luego se los ahorcó; Condemaita murió por garrote. Luego fue el turno de Hipólito.
La esposa, obligada a presenciar la muerte de su hijo, tuvo aún una muerte peor. Porque luego de cortarle la lengua se le aplicó el garrote. Pero como no la llegaba a asfixiarla a causa de su cuello delgado, la terminaron ahorcando con una soga, tirando cada verdugo de un extremo, mientras le daban patadas en el pecho y en el estómago.
Cuando le llegó el turno a Túpac Amaru, cerca del mediodía, primero le seccionaron la lengua. Luego ataron sogas a cada una de sus extremidades y cuatro caballos, montados por mestizos, intentaron realizar su cometido, pero la fortaleza y contextura física del condenado lo impidió.
Los ejecutores vieron que el cuerpo no se desmembraba –”parecía una araña suspendida en el aire”, describieron la escena- así que se le cortó la cabeza, y en ese momento se largó un aguacero que los indígenas interpretaron que el cielo no aprobaba lo que se estaba haciendo.
Se mandó su cabeza al pueblo de Tinta para ser exhibida. Uno de sus brazos fue al pueblo de Tungasuca, el otro a la capital de la provincia de Carabaya; una pierna a Livitaca y la otra a Santa Rosa. El resto del cuerpo con los de su esposa fueron llevados a Picchu, donde fueron quemados. Sus cenizas fueron arrojados a un riacho cercano.
Lo sucedió en la conducción de la rebelión Diego Cristóbal Túpac Amaru, su medio hermano. Se produjeron distintos enfrentamientos con los españoles quienes, el 12 de septiembre de 1781 otorgaron un indulto general, sin excepción. En diciembre el líder inca, de profunda ascendencia entre los suyos, buscó firmar un tratado de paz, pero el 15 de febrero de 1783 fue detenido con el pretexto de integrar una conspiración. Fue condenado a morir de la peor manera: le arrancaron la carne con una tenaza al rojo vivo y luego ahorcado.
Así terminó el sueño de un hombre que buscaba terminar con la explotación de su gente y lograr un régimen más igualitario. Sueño que demandaría mucha más sangre y vidas para transformarse en realidad.
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