Era junio de 2014, acababa de empezar el Mundial en Brasil, y aunque Luca ya tenía 9 años era la primera vez que el fútbol se le metía en el cuerpo. Le habían comprado su primera pelota, sus primeros botines, y ese 19 de junio quiso ir al acto con la camiseta de Argentina puesta.
“Esa es la última imagen que tengo -cuenta a Infobae Marina García, su mamá-. Mi hijo en el patio del colegio jurando a la bandera con la camiseta de Messi”.
Como llevaba días con un dolor tremendo en un hombro, Marina salió del colegio y se fue directo a kinesiología. Se suponía que tenía una lesión en el manguito rotador pero terminó haciendo equilibrio sobre una viga de ripio, en la frontera literal entre la vida y la muerte.
Lo que sigue son los sueños vívidos de los 28 días en los que estuvo encerrada en el interior de su cuerpo. Los cálidos y también los desesperantes, como todas las veces que sintió que la tenían secuestrada. Lo que sigue, también, es todo lo que aprendió desde entonces y cómo aquello que irrumpió en su vida atravesó también su maternidad.
El orden
Marina tenía 20 años cuando se enteró de que estaba embarazada. Hacía nueve meses nomás que ella y Pato Montalbetti estaban juntos pero igual decidieron seguir. No sólo juntos -dejar de ser noviecitos para construir una mamá, un papá, una familia- sino seguir estudiando para armar algo más.
“Así que durante un tiempo todo se volvió un poco más difícil”, cuenta ella, que ahora tiene 38, es diseñadora de imagen y sonido y docente de guión para videojuegos. “Toda esta pesadilla sucedió cuando todo había empezado a ordenarse. Luca ya iba a la primaria”.
Marina se había recibido, ella y Pato tenían trabajos estables por primera vez, habían decidido casarse. “Yo estaba feliz”, recuerda. Feliz no sólo por querer hacerlo sino por poder hacerlo acompañada de su hijo, su otro compañero.
“Me acuerdo que estaba con mi vestido blanco y sentía a todas esas personas muy felices por nosotros. Me sentía muy fuerte emocionalmente, menos mal”, dice y frena. “La ceremonia fue el 9 de marzo de 2014, en mayo empecé a sentirme mal, en junio estaba en coma”.
El primer síntoma fue un forúnculo en el pecho y en la guardia le dieron antibióticos. Unos días después empezó a sentir un dolor muy fuerte en la parte de atrás de un hombro pero nadie conectó una situación con la otra. Cuando el Mundial ya había empezado sucedió aquella escena del colegio: Marina le dio un beso a su hijo, salió, entró a kinesiología y se desmayó.
Le pusieron morfina para bajar el dolor y la mandaron a casa. “Pero me desperté de madrugada, el dolor era de verdad insoportable. Ahí Pato me vio: yo estaba azul, tenía sangre en la boca, mis pulmones estaban colapsando”.
Llegaron a la clínica de urgencia, la sentaron en una silla de ruedas, Marina estaba consciente así que observó a su alrededor: “En la sala de espera había unos chicos que se estaban riendo. Cuando me vieron dejaron de reírse, dejaron de hablar, se pusieron serios”.
A Pato, su marido, volver a la escena del hall de la clínica le quiebra la voz. Es el recuerdo del miedo concreto de perder a su compañera, de que Luca tan chiquito se quedara sin mamá. “Es que entró casi muerta”, dice después, cuando puede.
Marina había llegado con un shock séptico (una infección generalizada), así que la llevaron directamente al shock room, tuvieron que reanimarla. Quedó internada en terapia intensiva, intubada y en coma inducido. Tenía 29 años y ningún antecedente, nadie terminaba de entender qué le pasaba.
“El pronóstico era muy pesimista. Sé que a mi familia le dijeron varias veces que no sabían qué podía pasar”, cuenta.
Con el correr de los días descubrieron que una bacteria llamada SARM (de las llamadas “súper bacterias” porque sobreviven a los antibióticos) se había alojado en sus pulmones y le había causado una neumonía necrotizante. El forúnculo en el pecho había dado el primer aviso.
La salud de Marina tocó fondo la madrugada en la que tuvo dos neumotórax en el pulmón derecho, el que peor estaba. “La situación era cada vez más grave”, sigue su marido, respira. Lo único que esperaban era que no colapsara el otro.
Pato volvía a casa todos los días sin saber cómo decirle a su hijo lo que estaba pasando. “Justo ese año se había enamorado del fútbol, de Messi”, dice Pato, que ya sabía lo que era tener el fútbol metido en el cuerpo.
“Yo agradezco eso porque mientras su mamá estaba en coma él estaba desconectado de toda esa mierda. Si Argentina hubiera perdido en la primera ronda, no sé…”, imagina, y queda claro el agujero que se hubiera abierto en el living de esa casa.
Había pocas opciones, una era pronarla (ponerla acostada boca abajo, algo que el resto conocimos años después, con los pacientes graves por COVID). También entró en el protocolo de un medicamento nuevo que todavía no estaba aprobado.
En coma
¿Siente algo una persona en coma? ¿Escucha?
“Yo me acuerdo de muchos sueños, pero los sueños del coma no son como los otros, tienen otro registro, son como recuerdos. Yo, de hecho, tuve que hacer mucha terapia después para entender que no había estado secuestrada, que Pato no me había dejado ahí y se había ido de viaje”.
Están por cumplirse nueve años pero fueron tan tangibles que todavía los recuerda. Marina atada en el desierto, “con la sensación de que me tiraban arena dentro de la garganta, tal vez una sensación provocada por el respirador”. Marina secuestrada en un estacionamiento; Marina atada a un hombre canoso que la retenía. Marina que iba volando en un avión de madera hasta que las maderas se empezaban a soltar y a caer.
“Todo el tiempo tenía la sensación de que yo tenía que irme de un lugar pero no podía salir”, traduce ella. “Como no podía, mis familiares hacían boquetes y entraban a sacarme. Fue muy desesperante”, dice. También muy simbólico.
Hubo otros también, más cálidos. Marina vestida de novia a los pies de su propia cama viendo a Marina en coma. El perro de sus papás lamiéndole la cara, como diciéndole “despertate, vamos”. Ella, que en los días posteriores a su nacimiento había estado internada en neonatología, de nuevo en la neo, como volviendo a nacer.
Despierta
Si los pasos de una vida se habían medido siempre con las reglas clásicas -tener un hijo, casarse, comprarse el auto-, en terapia intensiva las reglas eran otras: que todo estuviera igual era un avance, una mínima mejoría era un avance.
Marina mejoró y empezaron a despertarla casi un mes después de aquella noche azul.
“9 de Julio de 2014: Abro los ojos, no puedo mover mis manos, el dolor en todo el cuerpo es insoportable, algo sale de mi garganta y no estoy en mi casa. No sé dónde estoy ni qué hora es, hay fotos de mi hijo y de mi marido, algunos dibujos con mi nombre (...)”, escribió luego ella sobre ese día.
Lo que salía de su garganta era una traqueotomía. Marina seguía en terapia intensiva, pero había sobrevivido. Afuera estaba amaneciendo, fue exactamente el día de “hoy te convertís en héroe”.
“No entendía nada, pero veía que todos los que entraban a verme estaban felices, médicos, médicas, kinesiólogos, enfermeros. Me conocían, me hablaban de mi hijo, de mi marido. Yo no entendía qué me había pasado pero sus voces me eran familiares: eran mis soldados, todas las personas que me habían cuidado y hablado cuando nadie podía entrar a verme”.
La escena de la joven madre que se despierta del coma podría sonar “espectacular”, gigante, aunque su único deseo era volver a lo pequeño. “Quería tener mis bombachas, aunque fuera la más rota, sentir mi ropa sobre la piel, mis medias, la ducha en mi espalda”, sigue Marina.
Había despertado pero seguía en terapia intensiva, seguía sin ver a su hijo. Su deseo era volver a las escenas de la vida cotidiana que no suelen ponerse en el estante de momentos importantes.
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“Venía una psicóloga y me decía ‘pensá en un lugar en el que quisieras estar’ y ¿sabés dónde quería estar yo? ¿Viste a la noche cuando te acostás con tu hijo y le sentís el olor al pelo, aunque esté sucio? Bueno, yo quería estar en esa habitación chiquitita con Luca y leerle un cuento. Quería estar en casa parada con el culo en la estufa tomando un té en silencio mientras Pato trabajaba”.
Fueron 47 días en terapia intensiva, así que volvió a ver a su hijo casi un mes después de haber salido del coma. Luca llegó con un dibujo y todos sus terrores silenciados. La charla en la que madre e hijo hablaron por primera vez sobre la vida y la muerte sucedió un tiempo después, cuando ya estaban en casa.
“Qué suerte tiene Salvi, él no se va a acordar de todo esto”. Esa fue la frase que Luca le dijo a su mamá. Se refería a un primito bebé.
Marina recogió el guante y le preguntó: “¿Por qué lo decís? ¿Hay algo que vos quisieras olvidar?”.
Luca le respondió: “Sí, yo pensé que vos no volvías porque te habías muerto”.
Es probable que en una escena así, con tal de contener, muchas madres hubieran dicho “tranquilo, mamá va a estar siempre”, “no me va a pasar nada”, “no me voy a morir”. Marina le dijo llorando lo que le salió, pero lo que le salió fue otra cosa.
“Le dije que yo no le podía prometer que no me iba a pasar nada, porque ni yo me lo creía, pero que sí le podía prometer que todos los días iba a tratar de que tuviéramos momentos lindos para recordar siempre”.
No hablaba de cosas rimbombantes, espectaculares, hablaba de lo pequeño, como él metido con ella en la cama, ella respirándole el pelo.
Hubo, después, otras escenas, como esa en la que su hijo -que había visto en la habitación de la clínica una especie de altar con una imagen de la virgen de San Nicolás, un rosario, una amatista y un cuarzo- le preguntó:
“¿Nosotros en qué creemos, mamá?”. Marina pensó unos instantes y le respondió: “En la incertidumbre”. No sabemos qué va a pasar mañana, mejor pensemos qué vamos a hacer hoy. “Fue así, tuvimos que aprender a transitar juntos la incertidumbre”, dice ahora.
“También creemos en la humanidad”, completó después. ¿La humanidad?
“Es que a mí me salvó la humanidad de un montón de gente, incluso de gente a la que antes de esto no conocía”, dice Marina: personas que entraban y salían y que le cepillaban el pelo, que le hablaban de su hijo, que le contaban de qué color estaba amaneciendo.
“Cuando me vieron llorar se sentaron en mi cama, me miraron a los ojos, me llamaron por mi nombre”, escribió también en aquel despertar.
Sobre eso -estar atento a los otros, escuchar qué les pasa a sus amigos, a la gente que lo quiere- Marina también le habló a su hijo: “Si uno no quiere tener que despedir a nadie tendría que pasar la vida solo”, le dijo. “Ojalá siempre estés rodeado de buenos amigos. Cuando uno siente que si se muere lo van a extrañar es porque construyó un montón de vínculos hermosos”.
Es que la distancia a la que la obligó el coma la hizo repensar algunos puntos ciegos de la maternidad.
“Mientras estaba internada sin ver a mi hijo pensaba ‘¿quién le estará ayudando a hacer la tarea de matemática a Luca?’. Así descubrí que Luca sabía matemática aún sin mí. Muchas veces nos convencen, o nos convencemos, de que sí o sí tenemos que estar, y eso es un poco pesado para las madres: el peso enorme de morir sin dejar todo organizado”, se despide ella, que ahora también es mamá de Ulises, que tiene 5 años.
“Lo que yo entendí es que quiero construir una maternidad capaz de acompañar a mis hijos en su experiencia humana. La de ellos: una experiencia humana que va a suceder más allá de la mía”.
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