En abril, alrededor del 20 y el mismo 20, mientras el otoño camina lento hacia el invierno, en Brasil recordaron al padre Adelir Antonio de Carli. El nombre dice poco, su historia trágica dice más. Era un sacerdote católico de profunda fe, luchador por los derechos humanos en una región castigada por la pobreza; estaba al frente de la parroquia de Sao Cristóvao, en Paranaguá, y había creado una Pastoral Rodoviária destinada a atender las necesidades religiosas y terrenales de los numerosos camioneros que pasaban a diario por esa zona; también era conocido por denunciar la violencia de las autoridades contra las personas sin hogar de su ciudad. Paranaguá es un municipio del estado brasileño de Paraná, con ciento sesenta mil habitantes y un mar espléndido, en el sur de Brasil. De hecho, Paranaguá significa “gran mar redondo” en tupí guaraní.
La fe del padre Adelir no está en discusión. Entregó su vida a Dios. Y lo hizo, como al parecer hizo todo, a su manera. El 20 de abril de 2008, hace un mes y quince años, el cura Adelir ató su cuerpo a una silla amarrada a su vez a mil globos inflados con helio y se lanzó al espacio. Trepó velozmente hacia lo alto en aquel día nublado y no regresó nunca más. Hallaron su cuerpo, sólo la mitad inferior, setenta y cinco días después: flotaba en el mar con los restos de la ropa que vestía el día de su desgracia como un cura bueno, fervoroso y decidido.
Por si no quedó claro en el simple enunciado, mil globos inflados con helio son muchos globos y mucho helio. ¿Por qué haría el sacerdote una cosa semejante? Por dos razones. La primera, quería con esa acción espectacular recaudar fondos para su pastoral, a cuyo amparo pensaba construir un hotel para camioneros. La segunda, el padre Adelir ya había hecho una experiencia semejante el 13 de enero de ese año. Aquel día, atado a seiscientos globos inflados con helio, igual es mucho helio y muchos globos, el buen cura había recorrido en cuatro horas los ciento diez kilómetros entre Ampere, en el estado de Paraná, y la ciudad argentina de San Antonio, en Misiones. El éxito da coraje y estimula la fe. De las dos cosas iba sobrado el padre Adelir.
Todos conocemos la historia de Ícaro, consagrado por la mitología griega: fue el chico que intentó volar con alas de cera (no es tan cierto, eran alas de plumas unidas por cera) a las que derritió el sol implacable: Ícaro cayó a tierra para transformarse en la primera víctima, mitológica, de la aeronáutica que todavía no estaba ni pensada.
La historia de Ícaro, como la del padre Adelir, merece ser contada con más detalle. Ícaro y su padre, Dédalo, arquitecto, estaban presos en Creta del rey Minos, que tenía una mala uva de aquellas. Decididos a huir, Dédalos armó para él y para su hijo un juego de alas con las plumas que el viento acercaba a su prisión: ató las plumas centrales con hilo y las laterales con cera. Probó las alas, funcionaban, entregó un par de ellas a su hijo y decidieron dar el gran salto. Antes, Dédalo dio a Ícaro un consejo de oro que nunca se cuenta cuando se cuenta la historia. Le dijo que no volara muy bajo porque la espuma del mar podía empapar las alas y hacerlas inútiles, pero que tampoco lo hiciera muy alto porque el sol derretiría la cera que unía las plumas laterales. En suma, y este es el sentido de la historia mitológica, le aconsejó prudencia.
Los dos chirimbolos funcionaron. Ambos sobrevolaron las islas de Delos, Paros, Lebintos, Calimna y Samos. Ícaro entonces, como todo joven entusiasta, empezó a ascender seguro de sí mismo. El sol hizo lo suyo y el chico cayó al mar ante el llanto desgarrado de su padre, que bautizó como Icaria la tierra cercana al sitio en el que murió su hijo. Icaria aún se llama así, está ubicada a diecinueve kilómetros de Samos, en el Egeo septentrional. Entre paréntesis, allí producen un vino tinto extraordinario.
La prudencia confrontada con el entusiasmo y la fe, nunca es mala consejera. Tal vez Dios, en su sabiduría, no nos pida tanto arrojo, tanto sacrificio, tanto martirio como pensamos que sí nos pide. Tal vez le baste sólo con una fe sincera. Al padre Adelir deben haberle aconsejado prudencia a la hora de encarar su desafío de los globos. Él mismo era un hombre prudente en ocasiones. Las crónicas de su corta vida, murió a los 42 años, había nacido en Pelotas, Río Grande do Sul el 8 de febrero de 1967, dicen que era paracaidista, aunque no mencionan salto alguno desde un avión. De hecho, la tarde de su lanzamiento a los cielos llevaba a sus espaldas y en su silla inflable, un paracaídas por si las moscas; vestía casco, ropa impermeable, chaleco salvavidas, y portaba teléfono celular, teléfono satelital, traje térmico de vuelo, dispositivo GPS y provisión de agua, barras de cereal y píldoras energéticas. Casi un astronauta, pero en globos de fiesta inflados con helio.
Planeó un viaje de veinte horas. Una temeridad. Su meta era unir Paranaguá con Dourados, una ciudad de Mato Grosso do Sul, cercana a Paraguay: veinte horas con la tierra siempre a sus pies. ¿Por qué veinte horas? Porque el padre Adelir quería, además, batir el récord que tenían dos estadounidenses que habían volado diecinueve horas en globos inflados con helio, de lo que se deduce que esa actividad tan extraña y acaso incómoda es más popular de lo que cualquiera pueda imaginar. Hay gente para todo. El padre Adelir ansiaba batir un récord. En un chico atolondrado como Ícaro, la vanidad, que si no es pecado le pasa raspando, vaya y pase. Pero en un hombre como Adelir que había pasado ya el umbral de la madurez, es poco comprensible.
Aquel domingo 20 de abril de 2018 no era buen día para volar. Menos en globos inflados con helio. Reinaba un viento fuerte, que siempre es malo hasta para los aviones, y una lluvia que si bien no era un tormentón de aquellos, mojaba con molesta mansedumbre. Si algo no tenía el padre Adelir, era miedo. Por cierto, celebró una misa para los curiosos que fueron a despedirlo, y a la una de la tarde se elevó veloz a los cielos que tan bien conocía, al menos en su infatigable retórica religiosa. Esa misa dominical al borde del mar lleva a pensar que el desafío del padre Adelir era también una ofrenda a Dios, un llamado, un aviso a su bondad, un deseo no tan oculto de golpear sus puertas, de honrar la fe.
Veinte minutos después de su brusco despegue, si así puede llamarse el súbito impulso que elevó aquel cacharro que desafiaba toda ley, menos la del dogma, el padre Adelir transmitió un mensaje inquietante. Había alcanzado los cinco mil ochocientos metros de altura cuando lo previsto era apenas tres mil metros. Demasiado alto, como Ícaro. Dijo entonces el sacerdote a su equipo de asistentes en tierra: “Gracias a Dios estoy bien de salud, con la conciencia tranquila; hace mucho frío aquí arriba, pero todo está bien”. Es la voz conmovedora de un hombre de fe intensa. Tal vez se supo en peligro.
Tiempo después, no hay precisión exacta de cuánto tiempo después de su primera llamada, Adelir volvió a comunicarse para revelar un hecho desconocido y tremendo. Dijo: “Necesito entrar en contacto con la tripulación de tierra para que me enseñen cómo usar este dispositivo rastreador GPS. Es la única manera en que podré transmitir mis coordenadas de latitud y longitud para que sepan dónde estoy”. Entonces quedó claro para todos que el padre Adelir llevaba un GPS como aconsejaba la prudencia, pero no sabía usarlo.
Existen registros parciales de otros llamados del viajero, uno para decir que las baterías de su celular se agotaban; otro, a las nueve de la noche, ocho horas después de su partida, a la Policía Militar cuando, en apariencia, volaba a veinticinco kilómetros de Sao Francisco do Sul, en Santa Catarina. En uno de sus mensajes se escuchó: “¿Están viniendo o no están viniendo?”, sin que se revelara nunca a qué se refería: si a un llamado anterior no registrado, o registrado y que las crónicas no recogieron, o a un pedido de auxilio, o a una emergencia inminente de la que tampoco quedaron evidencias. Después, no se supo más nada de él.
De inmediato se lanzó un gigantesco operativo de búsqueda a cargo del ejército de Brasil, los cuerpos de bomberos, las fuerzas de seguridad y varios equipos de voluntarios. Lo buscaron, sin suerte, por mar pero en especial, dada la ruta que iba a seguir, por tierra. Los rescatistas pensaron que tal vez estaba perdido en algún lugar aislado y sin poder establecer comunicación alguna, con la batería de su celular agotada y un GPS inútil en sus manos. La Fuerza Aérea Brasileña (FAB) halló tres días después de iniciada la búsqueda, parte de los mil globos usados por el padre Adelir. Los fotografió una aeronave militar a unos cincuenta kilómetros al este de Florianópolis, Santa Catarina sur, pero informaron que no había rastros del sacerdote. Tampoco encontró rastros de Adelir la marina brasileña, con los datos y las coordenadas dados por la FAB sobre su hallazgo de “un conglomerado de globos”.
Finalmente, el 4 de julio, setenta y cinco días después de su desaparición, el remolcador “Anna Gabriela”, de la empresa Petrobras, que operaba cerca de la plataforma marina P-10 frente al estado de Río de Janeiro, halló restos humanos que flotaban en descomposición a cien kilómetros de la costa de Maricá. Era sólo la parte inferior del cuerpo de un hombre. Sus ropas y sus zapatillas de tenis coincidían con las que vestía el padre Adelir el día de su vuelo final. Estaba a mil cien kilómetros al norte de Paranaguá y en sentido completamente opuesto al que debió llevar. Los restos fueron llevados al Instituto de Medicina Legal, donde un estudio comparado del ADN del cadáver con el material genético de uno de los hermanos del sacerdote, revelaron que los restos hallados eran en efecto del padre Adelir.
Nunca se supo cómo y dónde murió. Ni cómo fue a parar adonde lo hallaron, mecido por las aguas. Las teorías dicen que los vientos lo elevaron de inmediato a mucha altura y lo empujaron hacia el interior del mar cuando, en realidad, su plan era volar pegado a la costa, como navegaban los antiguos griegos. En algún momento, deducen los expertos, el sacerdote debió perder el equilibrio o el sustento, o ambos: se durmió, o el frío intenso lo desmayó, o la silla inflable se desenganchó y, como Ícaro, el padre Adelir cayó desde una altura enorme sin poder abrir siquiera su paracaídas.
La trágica historia del cura que viajaba en globos inflados con helio, y que a su manera también intentaba estar cada vez más cerca de Dios, encierra tal vez otro drama metafísico, si eso es posible. ¿Qué quiere Dios de nosotros? ¿De qué manera podemos demostrarle nuestra fe, nuestra devoción? Y luego, ¿cómo es que se manifiesta su voluntad? La picardía de Luis Landriscina narra una historia simpática y sabia sobre un cura de pueblo a quien la devoción del padre Adelir le cae perfecto. Cuenta que el párroco de un pueblo, digamos el padre Tito, era famoso por su devoción, por su fe y por su trabajo constante, a lo largo de su vida de sacerdote ejemplar, para llevar a todos la palabra de Dios. Pero un día, en una de esas tragedias devastadoras que cambian los mapas del mundo, el pueblo del padre Tito sucumbe ante una enorme inundación. Las autoridades evacúan entonces a todos sus habitantes, menos al cura, que se niega a abandonar su lugar sagrado y permanece en los techos de su parroquia, a la espera de la obra de Dios.
Las horas pasan y las aguas suben. Un bote llega hasta el padre Tito, trepado ya al campanario de su modesta iglesia, para salvarlo. Pero el cura se niega: su fe le hace esperar la ayuda de Dios. Horas después, casi al anochecer, un segundo bote se acerca al único sector de la iglesia que todavía sobresale de las aguas: la cruz, a la que está aferrada el padre Tito, que vuelve a rechazar la ayuda terrenal. Al amanecer del día siguiente, lo único que emerge de las aguas furiosas es el brazo de la cruz y el padre Tito aferrado a él, con su fe intacta y el agua al pecho. Entonces llega un helicóptero, cho-choc-choc chillan las aspas contra el viento; desde la nave lanzan al padre Tito una escalera de sogas y una orden perentoria, tiene que trepar por ella y ponerse a salvo, orden que el buen cura no obedece mientras reitera su fe certera. Por supuesto, sucede lo inevitable: las aguas devoran la iglesia y al sacerdote que, sin más trámite ni intermediarios, de inmediato, todavía mojado, sube al cielo y va a parar derecho a la diestra del Padre.
-Padre Tito, qué alegría –le dice Dios– ¿Cómo estás?
-Con todo el mundo muy bien, con vos más o menos –le responde el cura indignado.
-¿Por qué? ¿Qué te pasa? –quiere saber Dios.
-¿A vos qué te parece? Te dediqué toda mi vida, catequicé a miles de indios bravos en la pampa ancha, cristiané a sus hijos y a los hijos de todo el pueblo, casé a parejas amancebadas, llevé tu palabra a los confines de mi tierra… Y la primera vez que te necesito, me abandonás…
-¡¿Cómo que te abandoné?! –le dice Dios– ¡Te mandé dos botes y un helicóptero!
Como en la moraleja de la mitología griega sobre la prudencia, la historia sugiere que a Dios hay que saber verlo en las pequeñas cosas.
El pobre Ícaro ignoraba todo esto. Pero el padre Adelir sí que lo sabía.
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