El viernes 9 de mayo de 1980 se estrenó Friday the 13th (Viernes 13) en los cines de los Estados Unidos. Fue un éxito de taquilla: recaudó 59,8 millones de dólares y su iconografía penetró en la conciencia ciudadana. Concibió el germen de una saga mítica en el género de terror, la raíz del derrotero fílmico de Jason como asesino psicópata. Cinco semanas después -el primer viernes 13 después del lanzamiento de la película homónima-, Steve Deffibaugh, investigador policial, halló en la mesada de una casa del condado de Collin, Texas, un diario abierto con el anuncio de The Shining (El resplandor), un film -basado en la novela del escritor Stephen King, publicada en 1977- que se proyectaba por primera vez en las salas estadounidenses ese mismo viernes.
En la película, Jack Torrance, el personaje interpretado por Jack Nicholson, rompe la puerta de un baño con un hacha dominado por un brote psicótico. La escena se convirtió en una pieza de culto de la historia de Hollywood y el hacha, un artículo de utilería que alcanzó la categoría reliquia, fue adquirido por un comprador anónimo por 175.000 dólares en una subasta el 5 de mayo de 2022 para donarla al Stanley Film Center de Colorado. En mayo de 1980, ese mismo hacha compartía la publicidad del diario al lado del rostro célebre y desencajado del protagonista que el investigador descubrió, paradójicamente, en una escena del crimen real.
Reveló que cada 13 de junio le devolvía al pensamiento esa coincidencia macabra. En esa y en la colección de conjunciones sombrías que trazó entre el número -maldito y maléfico según la superstición de la cultura anglosajona- y ciertas peculiaridades del asesinato de Betty Gore. Advirtió que la casa del brutal homicidio era la número trece de la calle Dogwood al 400, que transcurrieron trece horas desde el fallecimiento hasta el hallazgo del cuerpo y que trece días después arrestaron al responsable del asesinato. Se lo contó a The Dallas Morning en 2010, cuando ya acumulaba catorce años como jefe de la seccional de bomberos de la ciudad.
Ese viernes 13 de junio de 1980, una mujer mató a su mejor amiga. La asesina tenía treinta años, la víctima un año menos. Le propinó 41 golpes con un hacha. Había sobrevivido a los primeros cuarenta cortes: el último decretó su muerte. La asesina procuró atacar hasta matar. 28 cortes habían destrozado su cabeza. El resto había azotado su torso, sus brazos, sus piernas. Había provocado desmembramientos de carne. “Sin excepción, todos los hombres que vieron el cuerpo sin vida de Betty Gore la noche del 13 de junio de 1980 desviaron la mirada por reflejo”, dice la crónica del medio local Texas Monthly. El hacha había desfigurado tanto su aspecto que una de las primeras teorías era que la víctima había sido ejecutada por un disparo de arma de fuego.
Una marea de sangre espesa levantó una ola cuando los vecinos abrieron la puerta de la habitación de servicio. El líquido grueso y pesado había conquistado el suelo. En altura, todo lucía salpicado, manchado. Las huellas de la brutalidad eran gotas que se impregnaron en un lavarropa, un secarropa, un freezer, un placard, juguetes varios, libros infantiles, dos platos de comida para perro. Era la escena de un crimen despiadado, con la sangre derramada, vestigios de un asesino voraz y el arma homicida escondida debajo del freezer: un hacha pesada de un metro de largo con mango de madera y el filo metálico untado de restos humanos bañados por un fluido rojizo.
En la casa, además de los perros, quedaba Bethany, una bebé de apenas un año que lloraba incesantemente en su cuna. El desconsuelo de la niña se alternaba con el timbre del teléfono y los ladridos. Eran los únicos sonidos que emanaban del interior del hogar. El que llamaba sistemáticamente era Allan Gore, su esposo, quien había partido el día anterior por un viaje de negocios. Se comunicaba desde Saint Paul, capital del estado de Minnesota, en donde se encontraba para cerrar un acuerdo laboral en su rol de asesor de un conglomerado de productos electrónicos. El teléfono sonaba sin que nadie lo atendiera. El intento repetido era inútil. La preocupación se le había despertado.
Primero llamó a Richard Parker, el agente inmobiliario que le había vendido la casa y, fundamentalmente, su vecino más cercano. Le consultó si podía acercarse hasta la puerta y tocar el timbre. Lo hizo. “No hay respuesta, Allan. Debe estar fuera”, le contestó después de visitar el domicilio 410 de la calle Dogwood. Hubiese querido evitarlo, pero su segunda opción fue apelar a la voluntad de Candace Lynn Montgomery, Candy para todos, Wheeler de apellido de soltera. Lo hizo por impulso, preso de su desesperación. Le preguntó si había visto a Betty esta mañana. Le dijo que sí: había ido a buscar una malla para Alisa, la hija del matrimonio de cinco años, que se había quedado a dormir en la casa de Candy la noche anterior. “Ella estaba bien. Actuó como si tuviera prisa porque me fuera”, le comentó sobre la actitud de Betty.
Allan le preguntó, desesperanzado, si imaginaba dónde podía estar su esposa, le pidió que le pasara con su hija para indagar sobre un eventual plan nocturno que Betty había reservado y él olvidaba. Todo era silencio. La incertidumbre crecía. Candy le sugirió que tal vez había salido con algún amigo, le propuso ir hasta la casa y lo consoló: “Estoy segura de que no hay nada malo”. Él agradeció el gesto y volvió a insistir con su vecino. Convocó a un compañero de trabajo que vivía cerca y le rogó a otro vecino que colaborara en la averiguación. Todos asistieron. Todos coincidieron desde el perímetro de la casa que percibían una atmósfera enrarecida: los dos autos de la familia seguían en el garaje, las luces de las habitaciones lucían encendidas, nadie en el interior contestaba y la puerta principal no estaba cerrada con llave. Por allí ingresaron con pavor: temían encontrar una escena fatídica. Los presentimientos eran acordes. Rescataron a un bebé angustiado con signos de abandono y hallaron un charco de sangre esparciéndose por debajo de la puerta del cuarto de servicio.
“Lo siento, Allan”, le dijo Richard, minutos después, en una nueva comunicación. “¿Qué pasó?”, inquirió asustado. “No lo sé con certeza. Parece que le dispararon”, supuso. El siguiente llamado del hombre fue a Candy. Eran ya las once y media de la noche del viernes 13 de junio de 1980. Le avisó, con templanza y monotonía, que Betty había muerto. El propósito del diálogo era exclusivamente para avisarle que mantuviera el secreto con su hija Alisa.
Candy lloró esa noche. Su esposo, Pat Montgomery, alivió su pena. Les costó dormir. Imaginaba un sábado de consternación permanente. Fue un presagio cierto: la mañana siguiente el pueblo despertó convulsionado. El teléfono no dejó de sonar. La tragedia ya había tomado estado público. La policía ya había peritado la escena del crimen. Todos querían hablar con Candy para indagar en su conocimiento, para analizar las razones, para estudiar las circunstancias. “¿Quién podría tener una mente tan enferma para usar un arma como esa?”, le comentaron. Los investigadores recogieron un hacha hallada cerca del cuerpo de la víctima, descubrieron una huella de sangre apoyada en el freezer y la pisada de un zapato de una persona de baja estatura. Candy, al ser la última persona que había visto con vida a Betty, se convirtió en la principal sospechosa del crimen.
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La historia de Candy presenta vacíos y grises. Un hermetismo bloquea su origen y prohíbe reconstruir su pasado. Los únicos vestigios que trascendieron remiten a su nacimiento en 1951 en el estado texano. Texas Monthly apunta que vivió sus primeros veinte años en una familia nómada, mudándose entre bases militares por ser la hija de un técnico de radares del ejército estadounidense. Creció como una rubia coqueta, presumía rasgos finos y una fisonomía refinada. Trabajaba de secretaria. Conoció y conquistó a Pat Montgomery, un joven brillante recibido de ingeniero electrónico contratado por Texas Instruments. Gozaban de un próspero bienestar económico. En tiempos de bonanza, se casaron: eran los comienzos de la década del setenta. Luego, dos hijos, un niño y una niña, y la mudanza al condado de Collin en 1977.
Candy era una ama de casa dedicada. Residía en un suburbio del noreste de Dallas. Sus horas se distribuían entre los quehaceres domésticos, las visitas al colegio de sus hijos y su congregación en la Primera Iglesia Metodista Unida de Lucas, donde comenzó a girar la vida social de la familia. Wylie era un pueblo tranquilo, ordenado, ubicado en las afueras del distrito. La familia Montgomery vivía una vida cómoda. Pero Candy se sentía prisionera de su monotonía: todos los días eran igual de aburridos. Ella lo ilustró, años después, con un concepto figurado: “Quería fuegos artificiales”.
En la iglesia conoció a Betty Pomeroy, nacida en 1950 en un pequeño poblado de Kansas, hermana mayor de dos varones. Ronald, uno de sus hermanos, la describió como una joven con aceptación popular. “Participó en todo tipo de eventos escolares, música, obras de teatro, consejo estudiantil. Ella quería ser maestra de escuela primaria, en realidad, desde el principio”, le contó a Oxygen, una cadena de televisión estadounidense propiedad de NBC Universal. En la universidad tuvo de profesor asistente a Allan Gore. Se enamoró, lo enamoró y se casaron en 1970. Allan trabajaba en una empresa de tecnología con sede en Dallas. Betty alcanzó el puesto de maestra de quinto grado de la escuela primaria de la Dodd Elementary School.
Eran los padres de Alisa, su primera hija, cuando apareció Candy en su vida. La visita periódica a la iglesia metodista, especialmente abierta a la participación femenina, y la práctica de coro las unió. El vínculo entre hijos de edades similares nutrió la relación de amistad. Se hicieron íntimas. Sus familias también. “Candy era una persona muy extrovertida y simpática. Estaba muy involucrada en su comunidad, su iglesia, estaba en el coro, enseñaba en la escuela dominical”, contó Robert Udashen, su abogado defensor.
La muerte de Betty guarda su raíz en el verano de 1978. Una situación mínima, insípida, aleatoria, fue el germen. Candy descubrió que sentía atracción física por Allan después de chocar involuntaria y suavemente con él en un partido de voley en una actividad recreativa de la iglesia. La epifanía le ingresó por los orificios nasales. Significó una revelación: Allan olía bien. Nunca lo había visto con ojos lujuriosos. La relación brotó: de la cordialidad a las bromas, de las bromas al coqueteo, del coqueteo a la fantasía. La tensión sexual se corporizaba. Ese hombre divertido, activo y accesible, que lejos estaba de ser un Adonis, interpeló la frustración sexual y la rutina fofa de Candy. Era la salvación a su modorra, la agitación de su incómoda comodidad.
No le costó a Candy seducirlo. Allan, sorprendido, se entregó a sus encantos. La aventura comenzó a finales de 1978: la primera cita sexual se concretó el 12 de diciembre en el hotel Como. Los encuentros eran periódicos y fructíferos. Eran amantes románticos. Se retribuían sexo y compañía: una liberación hormonal de la densa dinámica familiar. La armonía que habían conseguido, sin embargo, tenía una vida corta. El sentimiento de plenitud expiró a los pocos meses. Empezaron a intervenir los miedos, los remordimientos y los planteos. La diversión dejó de ser divertida. El enamoramiento había arruinado el pacto de placer retribuido. Establecieron un impasse de común acuerdo por fuerza mayor: a mediados de julio de 1979 nació Bethany, la segunda hija de Allan y Betty. Retomaron los encuentros un mes después: ya nada era como antes. La culpa lo carcomía a él. Ella exigía cuestiones fuera del convenio inicial. El amor había metido la pata.
Un encuentro matrimonial, una suerte de retiro espiritual para parejas con deterioro del libido organizado por la iglesia metodista, bastó para decretar el inevitable final del amorío. El entramado era tan delicado que las hijas de la pareja se habían quedado a dormir en la casa de Candy y Pat mientras sus padres enderezaban su vínculo afectivo. Al regreso, después de las gracias y las preguntas de rigor, convinieron un encuentro urgente. “Creo que deberíamos terminarlo”, sugirió él, según reproduce el medio Texas Monthly. “Es muy injusto”, respondió ella. Allan dictaminó el cese de la aventura. Sintió alivio. Candy, que había acomodado su vida para amar a dos hombres, sintió angustia. La experiencia de un encuentro matrimonial con su esposo contribuyó a que ambas parejas iniciaran la década del ochenta rejuvenecidas.
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Es mayo de 1980. Allan está de viaje. Candy organizó una cena con película a la noche con Alisa y sus hijos, y pensó en encargarse de llevar a la niña a la clase de natación de esa tarde. Pero no tiene el traje de baño: debe pedírselo a Betty. Es el mediodía. Betty acaba de hacer dormir a Bethany cuando llega Candy. La invita a pasar. Apaga la televisión. Se sienta en la cocina. Le pregunta si quiere un café. Candy agradece y se niega: está apurada. A Betty el tiempo no le importa. Lo que le afecta es la incertidumbre. Está detenida, bloqueada. La embarga y paraliza una duda. Sentada y sin mirarla a los ojos, la confronta: “¿Estás teniendo una aventura con Allan?”.
Candy le dice que no. Betty desconfía e insiste. Candy se compadece con su inquietud. Presume que la exonera lo anacrónico del vínculo: “Fue hace mucho tiempo”. El rostro de Betty es de estupefacción: está absorta y desconsolada. No reacciona. La parálisis y la mudez cambian drásticamente. “Espera un minuto”, le dice. No vuelve con el traje de baño de Alisa, vuelve con un hacha. “Su postura, por extraña que parezca, no era muy amenazante, ya que sostenía el hacha con torpeza, lejos de su cuerpo, con la hoja apuntando al suelo. Candy estaba más preocupada por lo que diría Betty que por lo que haría”, relatan los periodistas Jim Atkinson y John Bloom en un artículo escrito en febrero de 1984.
Betty no expresa la belicosidad de una asesina: simula el gesto de una mujer despechada, desvariada, traicionada. Le ordena que no vuelva a ver a su esposo y le pide que traiga a su hija recién mañana por la mañana. Candy cree que un poco le confianza aún le guarda. Con espíritu reflexivo y conciliador, amparándose en las respuestas serenas y conscientes de su amiga, ensaya un intento por contenerla. “Betty, lo siento mucho”, le susurra mientras posa la mano en su antebrazo. El acercamiento es contraproducente y despierta la violencia en Betty. Por primera vez toma el hacha con furia y determinación. La empuja. Están ya dentro de un cuarto de servicio. Levanta el hacha y la hace bajar con crueldad. Candy queda herida: tiene un corte en la cabeza y en el dedo de un pie. Está aturdida y atemorizada. Intenta contener la rabia de su amiga, convencerla de que desista.
“Déjame ir Betty, por favor, déjame ir”, le ruega. Betty no puede suponer que su respuesta activaría un trauma enterrado en la psiquis de Candy. Con el dedo perpendicular a sus labios, suelta un contundente “shhh”. Los forcejeos dejan el hacha en manos de Candy, ahora envalentonada, cegada, adrenalínica. “No había piedad ni remordimiento ni conciencia. Candy destruyó a Betty por puro odio”, narra la crónica del hecho en el medio local. Son 41 hachazos. Solo el último la mata.
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Dos días después, los medios se hicieron eco del suceso: “Maestra asesinada a hachazos en su casa de Wylie”, tituló The Dallas Morning News ese domingo 11 de mayo. La comunidad descreía de las hipótesis que le asignaba la autoría del crimen a Candy. Los primeros interrogatorios habían sido satisfactorios para ella. Su suerte se disolvió cuando Allan Gore les reveló a los investigadores que meses atrás había mantenido una infidelidad con la única sospechosa del homicidio. La revelación del viudo fue suficiente para encarcelarla y acusarla de asesinato en primer grado. La arrestaron el 27 de junio de 1980, trece días después del crimen. Ella negó los cargos en su contra. El juez decidió dejarla en libertad condicional bajo fianza hasta la celebración de un juicio con jurados. El 8 de julio en el Dallas Times Herald un artículo decía “Candy Montgomery: ¿es una asesina?”. Un vecino del pueblo atestiguó en la nota que Candy no tenía un lado oscuro.
Candy contrató a Don Crowder, un abogado que había conocido en la iglesia. El letrado era experto en casos laborales: era su primera defensa en el ámbito penal. Interesado en los móviles del asesinato, convocó al psiquiatra Fred Fason para que indagara en la psiquis de la acusada. Apeló a una técnica de hipnosis para infiltrarse en su engorroso y recóndito pasado. Halló en él complejos encapsulados. Detectó, en una sesión, que el “shhh” que Betty había deslizado inocentemente destapó un recuerdo reprimido de cuando Candy tenía apenas cuatro años.
El juicio se realizó un viernes de agosto de 1980. La asesina, desde el estrado, relató con genuina sinceridad: “La golpeé. La golpeé. Y la golpeé. Cayó lentamente, casi hasta quedar sentada. Seguí golpeándola y golpeándola... Me sentí tan culpable, tan sucia. Me sentí tan avergonzada”. La defensa de la acusada alegó que Candy había actuado en legítima defensa. Su testimonio fue verosímil: narró que había entrado en un “estado de ensoñación”, que cayó en un proceso de disociación, que nunca advirtió que era su amiga a quien estaba golpeando. Dijo que nunca había pensado en matarla y cuando en la audiencia le enseñaron el echa, respondió con asco: “No me hagas mirar eso”.
Cinco días después, tras una ronda final de alegatos y argumentos, un jurado resolvió absolver a la asesina. La sentencia se leyó luego de cinco horas de debate. Alice Doherty Rowley, miembro del jurado, dijo que la saña no había sido un factor concluyente: “Determinamos que nunca influyó en el veredicto, ya fuera un disparo o mil golpes”. Candace Lynn Montgomery nunca fue a la cárcel. Se mudó a Georgia. Se separó de Pat. Volvió a usar su apellido de soltera. Trabaja como terapeuta de salud mental para adolescentes y adultos que sufren de depresión. Perdió la tenencia de sus hijos. Y se niega a contribuir a las películas y series que recrean su asesinato. Las actrices Elizabeth Olsen y Jessica Biel interpretaron su vida. Ahora debería tener 72 años.
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