Lo hizo de nuevo. Volvió a lo que más le gusta, las tapas y las páginas de los diarios. Esta vez, todo fue más tenue. Ya nadie le cree, cumplió sesenta y cinco años el pasado 9 de enero y quien lo escucha o lee lo que dice, piensa que está un poco pirado. Pero Mehmet Alí Agca todavía conserva ese dudoso privilegio que unos pocos ejercen y que deriva en que cualquier cosa que digan o hagan se transforma en noticia. Así será hasta que mueran, que también será noticia.
Hace hoy cuarenta y dos años lo hizo por primera vez. El 13 de mayo de 1981, durante el paseo semanal en el “papamóvil” alrededor de la Plaza de San Pedro, paseo con el que el papa Juan Pablo II; en ese momento el hombre más popular y querido del mundo, había reemplazado sus audiencias públicas, Agca empuñó una pistola Browning nueve milímetros, que había comprado en Viena por doce mil euros, y disparó contra Su Santidad. Tiró a matar porque sabía cómo matar con pistola: elevó el arma por sobre la cabeza de la gente, sin apuntar; dirigió el cañón al vientre del pontífice y apretó el gatillo cuatro veces, hasta que el mecanismo se trabó.
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Lo apresaron en seguida. Lo detuvo la multitud y el jefe de seguridad del Vaticano, Camillo Cibin Le encontraron en el bolsillo de sus pantalones una nota que decía: “Yo, Agca, he matado al Papa para que el mundo pueda saber que hay miles de víctimas del imperialismo”. Era una tontería grande como un témpano e igual de helada. Desde entonces, Agca mantuvo total secreto sobre quién le encargó u ordenó el asesinato de Juan Pablo II, quién lo financió, quién lo dirigió, quién puso el arma en su mano y quién era él mismo y a quién obedecía.
El Papa salvó su vida por milagro, nunca mejor dicho, y por el talento de Francesco Crucitti, jefe del equipo médico del Policlínico Gemelli, de Roma. Crucitti siempre estuvo asombrado de la trayectoria del a bala que hirió de mayor gravedad al Papa: entró a la altura del ombligo, recorrió en zigzag el abdomen de Juan Pablo, perforó el colon y el intestino delgado en cinco lugares y debió perforar la aorta central. Pero no la perforó, de lo contrario, el Papa habría muerto. El plomo se desvió y pasó por la columna vertebral sin dañarla y sin rozar ninguna de sus vitales terminales nerviosas, de haberlo hecho, el Papa hubiese quedado inválido. Juan Pablo II adjudicó el milagro a la Virgen de Fátima, y en una visita a su santuario portugués, dejó en prenda de agradecimiento el plomo que no lo mató, que fue engarzado en la corona de la Virgen.
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Agca fue preso, condenado a perpetua, liberado en 2000 y extraditado a Turquía, donde fue de nuevo condenado a perpetua y liberado en 2010. Es un tipo de buena suerte: con dos condenas a perpetua, anda suelto y por la calle. Además, es un enigma, una hoguera siempre encendida a la que el propio Agca hecha leña de tanto en tanto. Las armas secretas de un buen agente de inteligencia, orgánico, inorgánico, simpatizante, adherente, voluntario, seguidor, amigo, profesional o amateur, capaz o imbécil, son siempre la confusión y la mentira. Sin ellas, nada funciona. Agca lo hizo todo y todo muy bien. Y la estrategia, esté o no a estas alturas en sus cabales, le da resultado.
La última de sus tretas volvió a rondar, como todas, el Vaticano y el papado. Agca aprovechó el lanzamiento en diciembre pasado de una miniserie sobre el secuestro y desaparición de Emanuela Orlandi para volver al primer plano del misterio y la conspiración. La chica Orlandi, de quince años, desapareció la tarde del 22 de junio de 1983: la vieron por última vez en la parada de un colectivo romano. Ese miércoles, Emanuela, que era ciudadana del Vaticano y vivía en ese pequeño estado junto a sus padres y hermanos, el padre era empleado del Palacio Apostólico, había salido de su casa a las cuatro y media de la tarde, como hacía miércoles y viernes para ir a sus clases de flauta, piano, canto coral y solfeo en el Instituto Tommaso Ludovico da Vittoria, en la plaza Sant’Apollinare, muy cerca de Piazza Navona.
Cuando terminó sus clases habló por teléfono a su casa y dijo a una de sus hermanas que le habían hecho una oferta para repartir folletos y vender cosméticos de la firma Avon. Salió luego de aquella escuela de música junto a su compañera, Raffaella Monzi, a quien confesó que iban a pagarle trescientas setenta y cinco mil liras, una pequeña fortuna, por el trabajo. A las siete y veinte de la tarde las chicas se despidieron y nunca más se supo nada de Emanuela.
El domingo 3 de julio de 1983, once días después de la desaparición de la muchacha, el papa Juan Pablo II hizo una pública, y sorprendente, referencia a la desaparición de Emanuela. Durante el Ángelus dejó abierta la posibilidad de un secuestro cuando remarcó que no perdía “la esperanza en el sentido de humanidad de los responsables de este caso”. Fue una alusión directa, sugestiva y fuera de lo común, aun cuando la chica Orlandi fuese ciudadana del Vaticano. Más sorprendente fue cuando, tres días después, el 7 de julio Juan Pablo II recibió a la familia Orlandi en pleno en el Vaticano y se llegó a visitarlos el 24 de diciembre. Fue ese día previo a la Navidad cuando el Papa dijo a los Orlandi: “El de Emanuela es un caso de terrorismo internacional”. Algo sabía Juan Pablo que nunca dijo. La conversación con el pontífice fue reconstruida por Pietro Orlandi, hermano de Emanuela, que jamás dejó de buscarla con vida.
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Algo de lo que el Papa sabía del caso, se supo después. El 5 de julio dos días antes de la visita de los Orlandi al Vaticano, en la Santa Sede habían recibido un llamado anónimo de una persona a quien, por su acento, los investigadores bautizaron como “El americano”. El tipo hizo una demanda concreta: “El Papa Wojtyla debe intervenir para lograr la liberación de Alí Agca antes del 20 de julio”. Al día siguiente, Agca dijo que se negaba a ser intercambiado por Emanuela.
El 27 de diciembre de ese año, tres días después de visitar a los Orlandi, Juan Pablo II visitó a Agca en la cárcel romana de Rabibbia. Fue a hacer efectivo su perdón a quien lo había baleado y lo que ambos conversaron a lo largo de veintidós minutos, en qué idioma lo hicieron y qué se dijeron, es un misterio. Agca revelaría años después al Daily Mail: “Hay algunas cosas de las que no puedo hablar. Fue todo muy especial y hablamos de cosas que nunca he dicho”.
Lo que Agca hizo entonces fue lo de siempre: callar, sembrar pistas falsas, confundir, especular. El 30 de enero de 1985 escribió una carta abierta en la que pedía a los supuestos captores de Emanuela “secuestradores desconocidos”, decía el texto, que la liberaran sin condiciones y luego, en una audiencia judicial por su ataque al Juan Pablo II dijo que la chica Orlandi era “rehén de la logia masónica Propaganda Due”, la logia que estremeció los cimientos y las finanzas vaticanas. Pero el primero de julio de ese año, Juan Pablo II había muerto en abril, acusó del secuestro de Orlandi a la organización turca Lobos Grises. Lo de acusar a los Lobos Grises fue otra maniobra típica de Agca. Él mismo había pertenecido a ese grupo de las juventudes del Partido Acción Nacionalista de Turquía, xenófobo y racista, que predicaba la superioridad de la etnia turca y negaba el genocidio contra los armenios.
En su carta de diciembre pasado, dirigida a Pietro Orlandi, el incansable buscador de su hermana, que de estar viva tiene hoy sesenta y cinco años, Agca dio por tierra con sus propias teorías anteriores sobre la logia P2, los Lobos Grises y el secuestro. Ya en 2019 había asegurado que Emanuela estaba viva y en Europa. Ahora volvió a insistir con la teoría de la supervivencia y culpó al Vaticano. “Emanuela Orlandi –dice en el inicio de la carta a Pietro– fue un hecho enteramente vaticano y fue entregada a unas monjas. Desde el principio entendió la importancia de su papel y lo aceptó con sinceridad. Supe de ella gracias a un padre español que me visitó en Italia y también aquí en Estambul. Un hombre, un religioso, animado por una fe auténtica, que conoce los misterios del mundo y que no miente”.
Era el estilo Agca en todo su esplendor. Ni una sola referencia concreta: ni quiénes son las monjas, ni quién es el religioso que no miente. Agca agregó en su carta: “El Papa Wojtyla creía profundamente en el Tercer Secreto de Fátima y también creía en la misión que Dios le asignó, a saber, la conversión de Rusia. El propio Wojtyla quería que yo acusara a los servicios secretos búlgaros y por lo tanto a la KGB soviética. La recompensa por mi colaboración era ser liberado en dos años. Sin embargo, eso sólo era posible si el presidente Sandro Pertini me concedía el indulto y precisamente por eso Emanuela y Mirella fueron secuestradas”.
Mirella, es Mirella Gregori, otra chica quinceañera secuestrada en Roma cuarenta y cinco días antes que Orlandi y en circunstancias similares. Agrega Agca: “Los secuestros de Emanuela y Gregori fueron decididos por el Gobierno Vaticano y llevados a cabo por hombres del Servicio Secreto Vaticano muy cercanos al Papa. La negociación pública fue obviamente un drama bien orquestado por algunos altos prelados que operaban dentro de los servicios del Vaticano”.
Eso era todo. Vaguedad y confusión. Pietro Orlandi está acostumbrado a Agca, si eso es posible, a las pistas falsas y a las numerosas teorías conspirativas, siempre tan fascinantes, que involucran a tres papas, Juan Pablo, Benedicto XVI y Francisco, y a quien fue en su momento el poderoso cardenal Paul Marcinkus, director del Banco Vaticano en los años 80, responsable de alguna forma de la crisis financiera que sacudió a la Santa Sede y sospechado de haber permitido que la banca vaticana lavara dinero de la mafia que le hacía llegar la “Banda della Magliana”. En el terreno de las conspiraciones, es a Marcinkus, que murió en febrero de 2006, a quien los investigadores sindican como el misterioso “Americano” de los llamados anónimos. Estos laberintos son la delicia de los agentes secretos y Agca debe sacar renta de ellos, mientras los expande y retuerce aún más con sus teorías: de algo hay que vivir.
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A todo se acostumbró Pietro Orlandi, menos a la ausencia de su pequeña hermana. En 2019, cuando Agca decía que Emanuela estaba viva y en Europa, los Orlandi recibieron un anónimo, uno más de cientos de anónimos que recibieron a lo largo de los años, que contenía una foto de la “Tumba del Ángel”. Se alza en el Cementerio Teutónico del Vaticano y la Santa Sede autorizó a que fuese abierta ante la sospecha que en ella estuviese el cuerpo de Emanuela. La tumba debía contener los restos de las princesas Sofía de Hohenlohe-Waldenburg-Bartenstein, que murió en Roma en enero de 1836, y los de Carlota Federica de Mecklemburgo-Schwerin, que también murió en Roma cuatro años después, en julio de 1840. El nombre le viene a la tumba de la escultura que la corona. El 11 de julio de 2019, la tumba fue abierta con la esperanza de hallar en ella a Emanuela y también a Mirella Gregori. Ninguna de las dos estaba en la tumba. Tampoco descansaban allí los restos de las dos princesas alemanas. Si algo le faltaba a la historia era eso: añosas tumbas vacías.
Pietro Orlandi cree que Juan Pablo II se llevó lo que sabía sobre el caso a su tumba. Dice que el papa Benedicto XVI “se lavó las manos” porque era un drama “de otro pontificado”, como le dijo el padre Georg Gänswein cuando él le pidió una cita con el pontífice que, si algo sabía, se lo llevó a la tumba. Y afirma que también habló de su hermana ausente con el papa Francisco. Dijo que en 2013, cuando el cardenal Jorge Bergoglio era un Papa flamante, ambos mantuvieron un muy breve diálogo a la salida de la parroquia Sant’Anna, donde solía rezar Emanuela. Fue el jefe de la Gendarmería, Doménico Gianni, quien presentó a Francisco a María, la madre de Emanuela. El Papa tomó las manos de la mujer y dijo: “Ella está en el cielo”. Pietro, que estaba detrás de su madre, lo escuchó con claridad y, cuando se acercó a Francisco el Papa le tomó las manos a él también y dijo las mismas palabras: “Ella está en el cielo”.
El hermano incansable no sabe cómo sabe Francisco que su hermana está en el cielo. “Si está en el cielo, es que su cuerpo está en la tierra. Nunca hubo una prueba de que estuviese muerta. Yo la busco viva. Siempre buscaré la verdad”. Aquel de 2013 fue el único contacto de los Orlandi con el papa Francisco. Después de cuarenta años de búsqueda, Pietro Orlandi deduce que la desaparición de su hermana está ligada de alguna manera al Vaticano. Pero no sabe de qué manera, a través de cuáles personas y por qué.
Por su parte, Agca sigue, y es probable que lo haga en el futuro, con sus mensajes extraños, crípticos, herméticos, que nombran sin nombrar, que desorientan, confunden y siembran falsas huellas, pistas hacia la nada en un camino que ya es demasiado largo. Para honrar ese camino, de senderos miserables por decirlo con cierta elegancia, hace unos años Agca también publicó una carta, extraña y ambigua, en la que decía: “Yo soy el eterno Mesías, declaro el mensaje divino de Dios. En el nombre de Alá, Dios es uno, eterno y único. Dios es total. La Trinidad no existe. El Espíritu Santo no es sino un ángel creado por Dios. Declaro que el fin del mundo está por llegar. Todo el mundo desaparecerá al final de este siglo. Todos los seres humanos morirán antes de que termine el siglo, la Biblia está llena de errores, yo escribiré una Biblia perfecta”.
O el tipo está como un cencerro, o se divierte y gana dinero a costa de la desesperación ajena, como hace desde el día en el que baleó a Juan Pablo II. Pero no es tonto: calla.
Quienes conocen aun de lejos el caso Orlandi, hacen lo mismo que Agca: callan. Quienes lo conocieron de cerca, pontífices, altos prelados, cardenales, importantes funcionarios vaticanos, diplomáticos, policías, investigadores, en su mayoría están muertos. Y se llevaron sus secretos a la tumba.
Lo mismo hará Agca, cuando le toque.
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