22 de octubre de 1968. A muy pocos kilómetros del lugar originalmente establecido, después de haber estado casi 11 días en el espacio, el Apolo 7 amerizó. La misión fue considerada un éxito enorme. Estados Unidos volvía a encabezar la carrera espacial. La primera misión tripulada del Programa Apolo había regresado con sus hombres intactos y con cada uno de sus objetivos técnicos cumplidos.
Pero algo se había roto y no era parte del equipamiento. Sin que llegara a trascender, había ocurrido una falla impensada en el sistema. La tripulación, los tres astronautas, se habían sublevado. El Apolo 7 no sólo fue un antecedente indispensable para la llegada del hombre a la Luna.
Fue también la misión en la que se produjo el primer motín espacial.
El 27 de enero de 1967, una tragedia golpeó y paralizó al programa de la NASA. En una prueba de rutina, mientras simulaban operaciones, la cápsula del Apolo 1 se prendió fuego en muy poco tiempo. Los tres astronautas no pudieron salir. En menos de treinta segundos las llamas los envolvieron. El fuego había empezado por un cortocircuito en unos cables que estaban a los pies de los hombres. Eso hizo que perdieran segundos muy valiosos. Con los trajes pesados y los cascos, cuando se dieron cuenta, ya fue tarde.
La catástrofe puso en crisis todo el sistema que la NASA había pergeñado. La nave sufrió 137 modificaciones estructurales: escotillas de escape, nuevas trajes, extinguidores de fuego, reemplazo del material de todos los cables, nuevas zonas blindadas, eliminación del plástico dentro de la cápsula y un sistema que proveía oxígeno en caso de emergencia.
Pero el gran cambio fue el de los protocolos en la toma de decisiones y en las medidas de seguridad. La NASA creía que poseía los sistemas más sofisticados pero al recrear paso a paso cómo había sido la comunicación con la empresa constructora contratada y cómo las autoridades y los astronautas decidían modificaciones y aportes, se dieron cuenta de que los controles no eran los debidos.
A partir de ese momento cada decisión pasó por un sistema rígido de contralor y cada paso se dejaba asentado. La institucionalización de esa conducta terminó llevando al hombre a la luna dos años y medio después.
La tripulación suplente del Apolo 1 estaba integrada por Wally Schirra, Don Eisele y Walter Cunningham. Ellos fueron los designados para la siguiente vez que una nave espacial saliera al espacio con hombres.
Wally Schirra tenía 45 años y ya era una leyenda. Había sido piloto de combate durante la Guerra de Corea. Fue uno de los integrantes originales del Mercury 7, el grupo de los primeros astronautas. Luego estuvo en el Geminis y por último en el tercer programa espacial, el que llevaría al hombre a la Luna: el Apolo. Schirra fue el único astronauta en ir al espacio con los tres primeros programas espaciales. Él sería el comandante de la misión.
A Estados Unidos lo apremiaban dos variables que ejercían una presión casi insoportable sobre los hombres de la NASA. Por un lado, la promesa de Kennedy de que antes del final de la década del sesenta pondrían un hombre en la Luna; por el otro, el temor de que la Unión Soviética los sobrepasara, que consiguiera el objetivo antes que ellos.
El Apolo 7 parecía la última gran oportunidad. Debía generar confianza y demostrar que en esos dos años se habían logrado los avances tecnológicos necesarios y se habían extremado las medidas de seguridad. Un traspié podía causar el cierre del programa. Ya había demasiados congresistas que se oponían al drenaje de millones de dólares que significaba el sueño espacial.
No hubo Apolo 2 y 3. Las siguientes tres misiones fueron técnicas, sin hombres a bordo. Procurando resolver cuestiones indispensables desde la mecánica y lo tecnológico. El Apolo 6 tuvo dificultades. Se produjo algo llamado Efecto Pogo, que afecta la propulsión de los motores. Sin embargo, pese a la falla, se decidió continuar.
El Apolo 7 sería la primera misión tripulada en dos años. Debía estar más de diez días orbitando, probando los sistemas. Debían verificar cómo funcionaba el módulo de servicio, la cápsula espacial, los motores y los sistemas de comunicaciones. La tarea era muy exigente para los astronautas. El retraso del programa les dio mucho entrenamiento: pasaron más de 600 horas simulando diversas situaciones y aprendiendo de memoria la ubicación y la función de cada uno de los 728 controles manuales. Las pruebas más importantes y exigentes tendrían lugar dentro de los tres primeros días. Pero la travesía se extendería casi ocho días más para verificar la resistencia de la nave. Y también la de los hombres.
Los primeros inconvenientes surgieron el día del lanzamiento. Walter Schirra expuso sus dudas respecto a las condiciones para el despegue. Sus jefes le dijeron que el clima permitía que comenzara la misión. Hubo discusiones álgidas y algún grito.
El lanzamiento, pese a los temores de los astronautas, fue un éxito.
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Unos días antes de la misión, Schirra había avisado que se retiraba del Programa Apolo, que esa sería su última misión. Ya tenía 45 años y estaba cansado de las presiones y el entrenamiento: “La Era Espacial es voraz. Se fagocita a las personas. Estoy totalmente devorado por el trabajo, por las exigencias”.
Schirra era conocido por su carácter expansivo. Era gracioso, solía hacer bromas y hacerse notar en cada lugar. Pero a bordo del Apolo algo cambió.
Las discusiones entre los tripulantes y los hombres que estaban en la cabina de control se hicieron frecuentes y agrias. Hubo fricciones permanentes. Hasta llegar a la desobediencia por parte de los astronautas. Con cruces dialécticos llenos de sarcasmo y bronca y desafíos abiertos.
Las razones para que eso ocurriera son múltiples. La primera a consignar es la enorme presión que pesaba sobre todos los involucrados. Era la última oportunidad. No había lugar para la mínima equivocación.
Otra fue lo que después alguien llamó el “Sindrome de Una Cosa Más”. Los ingenieros y especialistas en tierra, viendo que las cosas iban bien y que los astronautas respondían con probidad, incorporaban nuevas pruebas que no estaban estipuladas, lo que aumentaba la carga de los tripulantes. Tiempo después alguien dijo que cada uno de estos requerimientos, aislado del otro, parecía muy razonable, pero que la suma de ellos y en esas circunstancias de stress se convirtió en algo irracional.
La NASA, buscando la perfección técnica, olvidó que si bien los materiales no se desgastaban en la misión, sí lo hacían las personas. Y no eran cualquier persona. Los astronautas tenían una cantidad de entrenamiento demencial encima, pero eran hombres de gran personalidad que habían superado muchas pruebas, que habían, como Schirra, derribado aviones enemigos, que se habían eyectado de aviones a miles de metros de altura, que habían visto la muerte de muy cerca. Hombres que respetaban jerarquías pero que en los momentos límites tomaban sus propias decisiones. A Schirra lo habían tomado precisamente por su capacidad de mando, por el don de resolver bajo presión, de hacerse cargo de los problemas. Él estaba a cargo de la misión y se reservaba la última palabra.
Sin embargo hubo otros dos factores que parecen nimios pero fueron determinantes para que se produjeran los choques y la insubordinación inédita. El motín que casi hace que el hombre no llegue a la Luna se produjo a causa de un resfrío y la falta de sueño.
A menos de doce horas del lanzamiento, los astronautas comenzaron a sufrir una gripe extraña (se cree que se trató de una enfermedad “espacial”, debido a las nuevas condiciones en las que se encontraban).
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La falta de gravedad agravó los síntomas. Los senos nasales y los oídos repletos de mocos, estancados en la cabeza de los tres hombres. La congestión era dolorosa y molesta. Sentían que su cráneo podía estallar en cualquier momento. Tomaron aspirinas y algún antigripal pero no causaron mayor efecto. A eso había que sumarle que hubo un cambio en la misión. Se ordenó que todo el tiempo hubiera un tripulante despierto y en comunicación con la NASA. Afectó el descanso (y el humor) de los astronautas.
El primer choque se produjo cuando desde la base le pidieron que comprobaran si la cámara de televisión funcionaba o no. Ponerla en marcha no era sencillo, demandaba un buen trabajo. Al principio Schirra siguió con el plan de vuelo, sin responder. Cuando insistieron, contestó de mala manera. Les recordó que tenían muchas tareas pendientes y que no habían comido. “La cámara todavía está guardada”, respondió cortante. “No hay chance que nos salgamos del plan de trabajo original para hacer esa prueba”, terminó la discusión.
El de la televisión no era un tema menor. El Apolo 7 fue el primer vuelo que transmitió desde el espacio. Cuando llegó el momento de la transmisión, los astronautas se mostraron afables y graciosos. Cada una de esas emisiones fue un enorme suceso. La NASA sabía que la carrera espacial también se jugaba en la comunicación. Y la televisión era el gran medio en esos años, el que lograba multiplicar exponencialmente el mensaje. Pero Schirra tenía sus prioridades. “Nosotros nos opusimos a todo lo que interfería a nuestras prioridades primarias, a lo que implicaba que el vuelo fuera perfecto técnicamente. Y probar la cámara en ese momento era algo trivial, innecesario. Los que estaban en tierra no pensaron eso. Y ya nos pusieron el mote de malhumorados y desobedientes”, escribió Schirra en sus memorias.
Cuando la travesía ya llevaba más de una semana, les pidieron realizar una prueba fuera de programa. Era muy exigente para los astronautas y pareció servir de muy poco. Cuando la finalizaron, se escuchó el vozarrón congestionado e indignado de Schirra: “Me gustaría saber el nombre del idiota al que se le ocurrió esta prueba. Ya lo voy a encontrar cuando baje de acá”. Desde tierra no le respondieron nada.
Los ingenieros, científicos y directivos del programa espacial estaban sorprendidos y bastante ofendidos con la actitud de los astronautas y con sus desplantes y gestos autónomos.
La última gran discusión y la última gran desobediencia se dio minutos antes del amerizaje. Siguiendo el protocolo, les informaron que se pusieran sus cascos. Era la primera misión que utilizaba los que tenían forma de pecera, totalmente herméticos, sin la posibilidad de que se levantara el visor.
Los astronautas informaron que no los usarían. Temían que la congestión nasal y en los oídos, más los cambios de presión provocaran que les explotaran los tímpanos. Así tenían la posibilidad de sonarse la nariz o de presionarla para calmar los oídos. Agarraron los envoltorios plásticos de los alimentos y se envolvieron los cuellos con eso para proteger sus cabezas del impacto del amerizaje.
Hubo un último intento de persuasión. Le hablaron de los peligros de la despresurización, del impacto del aterrizaje, de la desaceleración. “Los cascos quedan afuera. Esto es el Apolo 7. Estoy dispuesto a discutir toda la misión con ustedes cuando lleguemos a casa”, dijo Schirra.
Desde la base la orden se repitió, terminante. Schirra les recordó que la nave estaba a su cargo, que él era el comandante. Y que no se pondrían los cascos. “Vení y ponémelo vos”, terminó la conversación Wally Schirra.
Lo último que dijo el director del programa fue: “Sólo estamos cuidándolos. Al fin y al cabo es tu cuello. Espero que no te lo rompas”.
Menos de diez minutos después, el Apolo 7 terminó su misión tras 10 días y 20 horas y de orbitar 163 veces. El regreso fue exitoso.
Era el 22 de octubre de 1968.
Los diarios y los noticieros de televisión celebraron el avance. La Luna estaba más cerca. La NASA consideró que la misión fue un gran éxito. Se consiguieron los objetivos buscados.
Los problemas entre la tripulación y sus jefes se conocieron muchísimos años después.
Ninguno de los tres astronautas volvió al espacio.
La NASA no perdonó la insubordinación.
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