Esta parece ser una historia de paradojas y equívocos.
El arqueólogo más famoso del mundo no era arqueólogo.
El gran faraón encontrado, el más conocido y mencionado en el último siglo, no fue un gran faraón.
Y la maldición que desató el descubrimiento egiptológico de la historia no parece haber sido tan maldita.
Para Howard Carter era un día de trabajo como cualquier otro. Caluroso, pegajoso y frustrante. Hacía años que estaba en ese desierto y los avances habían sido demasiados escasos. Seguía allí gracias a su obcecación invencible y a la generosidad (casi prodigalidad) de Lord Carnarvon, el financista de la expedición. También es cierto, a su habilidad casi sobrenatural para mentirle a su mecenas, para insuflar esperanzas en un panorama árido de avances y buenas noticias. Pero ya la imaginación se iba agotando y la paciencia de su jefe también. Le había dado un ultimátum: tenía hasta fin de año para encontrar algo de valor. De otro modo, los fondos se acabarían.
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Carter había empezado ocho años antes. La Primera Guerra Mundial lo obligó a suspender las actividades. Pero apenas pudo retomó. Ya llevaba cinco años en el desierto egipcio realizando excavaciones, yendo detrás de una quimera. La de hacer un gran descubrimiento arqueológico.
Algunas veces, muy pocas, los resultados superan las ambiciones más alocadas, los sueños más perfectos.
El hallazgo de la tumba
Una tarde, la del 4 de noviembre de 1922, uno de los integrantes de ese batallón de egipcios que trabajaba para él removiendo arena y cargando máquinas, herramientas y carretillas, pegó un grito. Una mezcla de sorpresa y de dolor. Había estrellado un pie contra una gran piedra. Howard Carter corrió hasta el lugar y ordenó cavar a toda velocidad. Hacía meses que no tenía una buena noticia.
No era una piedra. O sí. Pero era, al mismo tiempo, algo mucha más importante: el peldaño de una escalera descendente. Carter sintió que todos sus años de esfuerzo y decepción habían dado sus frutos.
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No se equivocó.
No sólo fue intuición lo que lo llevó a centrarse en esa zona, El Valle de los Reyes. En los últimos años se habían encontrado algunas piezas sueltas con el nombre de Tutankamón. Pero eran muchos los que habían fracasado en la búsqueda del gran premio.
Howard Carter ordenó que todos los esfuerzos se centraran en ese lugar. Había que trabajar con mucho cuidado. Al poco tiempo descubrieron que esa escalera conducía a una tumba.
En la puerta los sellos se mantenían intactos. Carter no se abalanzó. Controló su ansiedad. Debía reportarse. Dio la orden que todos se retiraran y que se diera aviso inmediato a Lord Carnarvon, el hombre que había puesto el dinero. Mientras lo esperaba, Carter no se movió de al lado de su reciente hallazgo. Montó guardia durante casi dos semanas. No quería que nadie se apropiara de su descubrimiento ni que fuera saqueada la tumba.
Tuvo miedo: supo de inmediato que el descubrimiento era algo importante, aunque todavía no tuviera la certeza de su magnitud y de su significado, y creía que alguien podía matarlo para apoderarse del hallazgo.
En esas largas jornadas quietas y tensas, llenas de la ansiedad de la víspera, es posible que Carter haya repasado su vida. Su nacimiento un 9 de mayo y su infancia en Inglaterra, en una casa de artistas. Las tardes dibujando y pintando sin poder ir a la escuela por largos períodos de convalecencia. Después la convocatoria para participar de expediciones arqueológicas como dibujante. Él debía dibujar los frisos encontrados, las inscripciones jeroglíficas. Pero mientras hacía ese registro, prestaba mucha atención a lo que sucedía a su alrededor. Fue aprendiendo en silencio y, en especial, descubrió los errores de los otros. En un momento se dio cuenta de que estaba capacitado para liderar una de esas expediciones. Muchos no le creyeron. Pero expuso teorías, argumentos y también señaló lugares que habían sido mal explorados, sitios en los que prometió rescatar piezas arqueológicas. Y así lo hizo. En esas primeras misiones acumuló varios éxitos pero ninguno de sus logros fue memorable. Para eso faltaba un tiempo.
Después tuvo un cargo oficial. Pero fue despedido unos meses después por una controversia con materiales desaparecidos. Durante tres años permaneció en El Cairo haciendo retratos, acuarelas y poco más. Hasta que tuvo una nueva oportunidad en la arqueología, su verdadera pasión. Luego fue contratado por Lord Carnarvon que había obtenido el permiso oficial para explorar el Valle de los Reyes. Carter consiguió el puesto porque ya había generado prestigio alrededor de su figura, porque señaló puntos que otros habían pasado por alto y, en especial, porque logró transmitir su pasión al empleador: ese hombre estaba desesperado por encontrar la tumba de un faraón y estaba convencido de poder hacerlo.
El descenso a la tumba
Volvamos al Valle de los Reyes. El 26 de noviembre, por fin, arribó Lord Carnarvon. Descendieron juntos, pero el golpe final para retirar el último trozo de pared para poder mirar hacia adentro lo dio el patrón. Él tendría el privilegio de ser el primero.
- ¿Qué ve?- preguntó con ansiedad Carter.
- Cosas maravillosas. Cosas maravillosas- respondió Carnarvon con la voz quebrada.
Esa noche, Carvarnon, su hija, Carter y un asistente durmieron cerca de la tumba. Para ingresar debían esperar el arribo de las autoridades. De todas maneras, son muchos los investigadores que creen que los cuatro hicieron un paseo anticipado por el monumento mortuorio. En caso de haber sucedido, fueron los primeros en ingresar en más de 3.000 años.
Cuando se abrió la tumba se dieron cuenta que eran varios ambientes y recámaras. Había divanes, sillones, joyas, obras de arte, tronos, altares. Era más grande y mejor provista de lo que cualquiera hubiera imaginado.
El trabajo a realizar era muy grande. Carter pidió ayuda a especialistas que se sumaron con el correr de las semanas. Días después lograron ingresar a la sala del sarcófago. Ahí estaba Tutankamón, el faraón que había muerto a los 19 años. El impacto ante el hallazgo del cuerpo, muy bien conservado, fue enorme. También estaba la máscara mortuoria de oro. En esa sala, además, había alrededor de 5.000 piezas. El estudio, catalogación y preservación de todo el material llevó más de una década.
Carnarvon y Carter vendieron la exclusiva, con fotos impactantes, al The Times. La cifra fue altísima: 4.000 libras de la época, más de 2 millones y medio de Libras en la actualidad. Esas fotos recorrieron el mundo y fueron las iniciadoras del mito de Tutankamón y de su fama mundial. Se convirtió, pese a su escasa relevancia en la historia egipcia, en el sinónimo de faraón para occidente durante el Siglo XX. El que se perpetuó, el que consiguió la inmortalidad, fue el primero que apareció, el primero que estuvo a manos, sin importar su relevancia histórica.
Cuatro meses después del hallazgo, murió Lord Carnarvon. Un mosquito lo picó en la mejilla. Esa molestia, esa nimiedad, terminó en una infección, que finalizó de destruir la salud ya minada de Carnarvon, que hacía unos años había sufrido un terrible accidente automovilístico. Esa muerte no detuvo el proyecto. Pero sí dio a inicio a algo que todavía hoy tiene vigencia.
La muerte golpeará con su miedo al que molestes el descanso del faraón. Esa, dicen, era la sentencia, la maldición, que estaba inscripta cerca de la entrada de la tumba del faraón egipcio, en una de las antecámaras.
En al Antiguo Egipto, durante casi 900 años, se enterraba a los faraones en tumbas subterráneas, con varias cámaras. Se momificaban sus cuerpos y se los enterraba con muchas de sus posesiones. La admonición, además del factor religioso, de no molestar a los muertos, tenía también un fin práctico: alejar a los no creyentes, a los voraces y a los ladrones de las riquezas que rodeaban al muerto; evitar, desde el temor, que se profanara el sepulcro.
La Maldición de Tutankamón
Además de la historia del hallazgo arqueológico y de lo que se aprendió a partir de la información que se obtuvo del lugar y de sus piezas, hay una leyenda que corrió con fuerza durante décadas. La advertencia grabada en una de las paredes se iba cumpliendo. En cada muerte de un miembro del equipo parecía hallarse el enojo de los dioses.
Sin embargo, nadie pudo confirmar que Carter hubiera encontrada esa leyenda/amenaza en una de las paredes o de los frisos de la tumba. Los investigadores están convencidos de que se no existió nunca.
De las casi sesenta personas que ingresaron a la tumba y que participaron del descubrimiento, de la catalogación y hasta de la autopsia de Tutankamón, sólo ocho tuvieron muertes trágicas o prematuras en los siguientes doce años al hallazgo. Un ratio razonable para una época que no se destacaba ni por la seguridad ni por la longevidad.
Algunas dicen que Tutankamón tenía una cicatriz en la mejilla, en el mismo lugar en que el mosquito picó a Carnarvon. A la cuenta de la Maldición se endilgó cada pequeño accidente doméstico o enfermedad que padeciera cualquiera del equipo sin importar su importancia o jerarquía. Si Tutankamón, desde el más allá castigó a sus profanadores, a aquellos que no lo dejaron seguir descansando en paz después de más de tres milenios, lo cierto es que fue muy selectivo. Ya que no se encargó por ejemplo ni de Carter, ni del médico que práctico la autopsia. Se ve que la extensa distancia temporal afecta la puntería.
Carter murió en 1939. Tenía 64 años. Lo hizo tranquilo, sin ser perseguido por añejos fantasmas egipcios. No tenía mucho dinero aunque muchos lo acusaron de haber regalado algunos de los hallazgos arqueológicos contrariando las normas de conservación y anti expolio.
Uno de los grandes culpables de que la Leyenda de la Maldición de Tutankamón se esparciera fue Arthur Conan Doyle, el padre de Sherlock Holmes. Él estaba convencido que un castigo divino, una persecución perpetua divina, pesaba sobre los que habían ingresado al sepulcro y los que habían manipulado los restos mortales y los bienes del faraón. Pero con su método deductivo como bandera, le buscó una explicación racional. Conan Doyle dijo que las muertes fueron fruto de una lenta intoxicación por los gases retenidos en el lugar (y en el cadáver) durante más de 3.000 años. Aunque no hay ninguna prueba de que eso hubiera sucedido.
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