El hombre que jamás existió tuvo un nombre y un grado militar: era el comandante William Martin, de intachable carrera militar y tenía una misión secreta: llevaba en su poder los planes aliados para la invasión de Europa, que tendrían como playas de desembarco las de la isla de Cerdeña y las de Grecia. Y no Sicilia, que era lo que los nazis sospechaban.
El hombre que nunca existió era un joven, con una novia, llamada Pamela, Pam, que aguardaba, como Penélope a Odiseo, el final de la Segunda Guerra para casarse con el comandante, que tenía otras intenciones: Martin iba a proponerle matrimonio ya mismo, en cuanto terminara la peligrosa misión que le habían encomendado, y le entregaría el anillo que llevaba encima al mando de su avión, rumbo al norte de África.
Martin también tenía algunas deudas menores en Londres, según los recibos que llevaba encima, deudas que pagaría seguramente porque era un militar honesto, acaso algo atolondrado, pero intuitivo y responsable. La proa de su avión señalaba el norte de África, porque ese era el destino final de su misión: entregar esos papeles y una cartas muy importantes y reveladoras que solo podían entregarse en mano. Su misión iba a cambiar el destino de la guerra.
El hombre que jamás existió fue el más grande engaño de la Segunda Guerra Mundial, que ayudó a acelerar la victoria aliada sobre les huestes de Adolf Hitler.
Por razones que nunca se conocieron, el comandante Martin se estrelló con su avión en el Mediterráneo, frente a las costas españolas de Huelva, Andalucía. Y su misión se fue al diablo.
A las 7.30 de la mañana del viernes 30 de abril de 1943, José Antonio Rey María, un pescador que se ganaba el día en su bote, vio un bulto en el mar, se metió en el agua, se topó con el cadáver de Martin, lo subió a duras penas al bote donde faenaba su pesca diaria, remó hacia la costa y avisó a las autoridades españolas.
Pero como el hombre que nunca existió, nunca existió, todo lo anterior es una mentira grande como una catedral, salvo el hallazgo de Rey María, el cadáver hallado en el mar y el aviso dado a las autoridades. El cadáver de Martin era un cuerpo, nada más: Martin es el hombre que jamás existió. Y la historia de la gran mentira que cambió el destino de la Segunda Guerra es esta que sigue.
A inicios de 1943 la balanza de la guerra empezó a inclinarse hacia los aliados. Erwin Rommel, el famoso y aguerrido “Zorro del desierto”, se había quedado sin desierto, derrotado en El Alamein. África volvía con lentitud a ser un baluarte aliado. En Europa del este, el final de la batalla de Stalingrado en enero de ese año, la derrota del ejército invencible del general Friedrich von Paulus, ascendido por Hitler a mariscal horas antes de su derrota, había dejado miles de prisioneros alemanes en manos soviéticas y el Ejército Rojo había empezado a reconquistar territorio, con los ojos puestos en Berlín.
Los aliados en Europa occidental, Gran Bretaña, Estados Unidos, Francia, Canadá y Polonia, alistaban sus ejércitos para invadir el continente y avanzar también hacia Berlín. Italia, que estaba a punto de deshacerse de Benito Mussolini, había sido elegido como el país punta de lanza de la invasión aliada. Las tropas de Estados Unidos entrarían por Sicilia y, desde allí, avanzarían hacia Roma.
La gigantesca invasión por Normandía todavía estaba un poco verde porque los alemanes eran muy fuertes en Francia y dominaban gran parte de las costas y puertos franceses, y porque los británicos temían una masacre de sus fuerzas en la llegada a esas playas y en el posterior y lento avance hacia el interior de Europa.
La invasión a Sicilia tenía hasta nombre, Operación Husky y fecha, en los primeros días de julio de 1943. Restaba un detalle: había que engañar a los alemanes sobre el sitio exacto de la invasión. No era un detalle menor, tampoco era decisivo, nada podía alterar los planes aliados, pero engañar a los alemanes podía hacer que los nazis diversificaran sus tropas acantonadas en Italia, si era que estaban convencidos de que la invasión no sería por Sicilia. En todo caso, la campaña podía ser menos cruenta y acelerar el camino del ejército aliado hacia Roma.
Así fue como “nació” el comandante Martin. La inteligencia británica ideó una operación ya fracasada de antemano. Un militar inglés, en misión secreta con destino a África del Norte, aparecería muerto en las costas de España con una documentación secreta que confirmaba que los aliados entrarían a Europa por Cerdeña y Grecia. El plan incluía algo más arriesgado y sutil, en los papeles que llevaría Martin, que nunca existió, había unos documentos que aseguraban que los aliados pretenderían hacer creer a los alemanes que la invasión se produciría en Sicilia. El único dato verdadero de toda la trama, pero puesto al revés.
Para “matar” al comandante Martin hacía falta un cadáver. De todo se encargó el jefe de la inteligencia británica, Ewen Montagu. El hombre tenía un humor negrísimo y socarrón: de él fue la idea de llamar a la operación “Carne picada”, porque ese era el material esencial con el que iban a trabajar: un cadáver al que iban a ajetrear bastante.
Dos versiones se disputan la identidad del hombre que nunca existió. Una, la más creíble, habla de Glyndwr Michael, un galés vagabundo, alcohólico y sin familia, que había muerto por beber un líquido matarratas. Otra asegura que el falso William Martin fue un marino llamado John Steele, que había muerto el 27 de marzo de 1943 en el hundimiento del portaaviones Dasher, junto a otros cuatrocientos británicos. Esto, en el caso de que sea verdad algo de lo mucho que el servicio de inteligencia británico dijo en 80 años sobre este episodio de la Segunda Guerra. Ya se sabe que, donde hay espías…
Sin embargo, la de Glyndwr Michael parece la versión más creíble porque Montagu contó con la colaboración del célebre patólogo sir Bernard Spilsbury, quien de algún modo estuvo encargado de encontrar un “cadáver en buen estado”, que no hiciera sospechar a los alemanes de una patraña.
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Había que crear una vida para el comandante William Martin, a quien primero le habían encontrado una muerte y ahora le buscaban un cadáver. La neumonía provocada por el matarratas había dejado en los pulmones de Michael líquido suficiente compatible con una muerte por ahogamiento, o con una estancia en el mar de algunos días. La vida de Martin se armó en un soplo: lo hicieron nacer en Cardiff, Gales, en 1907, lo destinaron, ya oficial, al Cuartel General de Operaciones Combinadas, le dieron el grado de comandante para hacer creíble su grado con la responsabilidad de la misión que le habían endilgado y con los papeles que llevaría encima, aunque su falsa edad, treinta y seis años, lo hacía un poco joven para el cargo.
También le inventaron una novia, Pamela, “Pam”, que en realidad era una funcionaria del MI5, el servicio de inteligencia inglés dedicado a la seguridad interna, y que se prestó a tomarse una foto en traje de baño para recordarle sus encantos al comandante Martin, que nunca existió, y que llevaría la foto, y sus cartas de amor, en su maletín de piloto que jamás voló un avión.
Entre los papeles privados que los británicos metieron en el portafolios del comandante Martin, y para que los hallaran los alemanes, había algunas facturas sin pagar, una carta del Lloyds Bank por un descubierto en su cuenta de diecisiete libras, muchacho descuidado, y el anillo con el que el inexistente Martin pensaba pedirle matrimonio a la inexistente Pamela.
Mientras Montagu y su gente buscaban el cadáver en buen estado y creaban una vida para el hombre que jamás existió, otro departamento de la inteligencia británica preparaba los documentos imprescindibles para el gran embuste destinado a hacer creer a los alemanes que el desembarco aliado sería en Cerdeña y Grecia, y que los pérfidos ingleses procuraban engañar a la inteligencia del Führer con un desembarco en Sicilia, lo que era verdad.
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Los espías británicos decidieron evitar documentos oficiales y planos milimétricos. Crearon cartas personales. Por ejemplo, una del teniente general Sir Archibald Nye, segundo jefe del Estado Mayor General Imperial, dirigida al general sir Harold Alexander, comandante británico en el norte de África. En esa carta, Nye hablaba de dos operaciones: Alexander atacaría Córcega y Cerdeña, mientras que el general sir Henry Wilson lo haría en Grecia.
El desembarco llevaba el nombre en código de Operación Husky. Esto último era verdad, pero a medias: Operation Husky era el nombre del operativo de desembarco aliado en Sicilia, el verdadero.
La carta de Nye era auténtica. Lo que era falso era el contenido, que también indicaba que la inteligencia británica elaboraba planes para engañar a los alemanes y convencerlos de que el desembarco sería en Sicilia.
Si todo salía bien, las tropas de Hitler en Sicilia y en el sur de Italia, serían reubicadas en otros destinos, a ser posible, lejos de Sicilia, y más cercanos a las playas del falso desembarco.
Para sostener el plan, el espionaje inglés recurrió a lord Louis Mountbatten, una figura emblemática de la nobleza británica, último virrey de la India y muy cercano a la familia real; de hecho, Mountbatten fue el tío preferido del ahora rey Carlos, que no había nacido en 1943, hasta su asesinato a manos del IRA el 27 de agosto de 1979.
Mountbatten también escribió una carta auténtica, falsa de contenido, dirigida al Comandante en Jefe de la armada británica en el Mediterráneo, sir Andrew Cunningham, en la que elogiaba las cualidades militares y cívicas del comandante Martin, que nunca existió, y le confiaba que era portador de una carta “demasiado importante para ser enviada por los canales habituales”, lo que explicaba el vuelo en solitario de Martin hacia África del Norte, vuelo qué tampoco nunca existió. La carta importante decía, por supuesto, que la invasión aliada sería llegaría a las costas de Grecia.
Con todos los papeles de la Operación Carne Picada preparados, puestos en un maletín y listos para que cayeran en manos alemanas, el comandante Martin, en la piel del borrachín Michael o del marinero Steele, fue colocado en un contenedor estanco, sellado y en hielo seco, vestido con su uniforme de la Royal Marine y con el maletín con los documentos legítimos, pero falsos, amarrado con una cadena a su muñeca izquierda.
Montagu y su equipo alquilaron un coche para entregar el cuerpo en la base naval de Holy Loch, Escocia, donde fue embarcado en el submarino Seraph, al mando del teniente de navío Norman “Bill” Jewel. El Seraph zarpó el 19 de abril y navegó hasta una milla al sur de Huelva, España. A las cuatro y media de la mañana del 30, Jewell ordenó salir a la superficie, colocaron el contenedor en la cubierta del submarino, lo abrieron, vistieron el cadáver del falso comandante Martin con un chaleco salvavidas que de nada iba a servirle, rezaron el salmo treinta y nueve y deslizaron el cuerpo con suavidad para que la corriente y las olas lo llevaran a tierra. Tres horas después, el pescador Rey María vio el bulto que flotaba en el mar.
¿Por qué los ingleses eligieron la costa andaluza? Porque el generalísimo Francisco Franco, vencedor de la Guerra Civil española en 1939, se llevaba de maravillas con Adolf Hitler, aunque con la precaución de no meter a España en la Segunda Guerra. Franco daba apoyo logístico a buques y submarinos nazis y, además, en esa zona de Andalucía desplegaba su actividad una importante red de espías del Reich. Uno de ellos, Adolf Clauss, era muy activo, muy hábil y muy conocido por los británicos porque tenía contactos estrechos con el franquismo. Los ingleses pensaron que Clauss sería el primer interesado en saber quién era ese oficial de la armada británica que se había estrellado con su avión y cuál era el contenido del maletín que llevaba aferrado a su muñeca izquierda.
Eso fue lo que pasó. Clauss pidió de inmediato a los españoles que le dejaran ver qué contenía el maletín del comandante Martin. No le fue fácil, pero lo consiguió con la colaboración del gobernador civil de Huelva, Joaquín Miranda, falangista y germanófilo. Los alemanes abrieron el maletín, fotografiaron todos y cada uno de los documentos y objetos de su interior, volvieron a poner las cosas en su sitio, con sumo cuidado, y lo devolvieron a las autoridades españolas que tenían a los británicos montados en el hombro exigiéndoles la devolución del portafolios. Clauss envió las fotos a Berlín, para que las evaluara la inteligencia del Reich.
Mientras tanto, el cuerpo del comandante Martin, que era el del galés Michael que había bebido matarratas, o el del marinero Steele, muerto en un portaaviones, fue entregado al vicecónsul británico, F. Hazeldene y fue enterrado el 4 de mayo, con honores militares, en el cementerio de Huelva. Su falsa prometida, Pamela, envió una corona de flores. Y su familia, inexistente, también.
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Hazeldene se puso de acuerdo con el forense español Eduardo del Torno, para redactar el informe post mortem en el sanatorio de Huelva, vecino al cementerio, vaya alegoría.
El informe asegura que el hombre había caído al agua con vida, no era cierto, y que el cuerpo había estado en el agua entre tres y cinco días, que tampoco era verdad. Del Torno actuó con buena voluntad: la apariencia del cadáver de Martin, que no era Martin, era similar a la de un ahogado.
Sin embargo, los británicos, que habían logrado engañar a todos, y lo harían en días posteriores con los alemanes, no engañaron del todo al forense, que hizo una anotación que pudo tirar toda la operación por la borda.
El doctor Del Torno notó que el cadáver del comandante Martin no presentaba las típicas mordeduras de peces que tiene todo cuerpo que pasa en el mar varios días. Nadie tuvo en cuenta esa observación del forense, que tampoco había hecho una autopsia completa porque pensó que el comandante Martin era católico: llevaba una cruz de plata colgada del cuello, otro truco de Montagu.
La inteligencia británica decidió incluir el nombre del comandante William Martin, que nunca existió, en la lista de bajas británicas que cada mes publicaba el Times, a sabiendas de que los alemanes iban a leerla para confirmar esa baja.
Al mismo tiempo, el agregado naval británico en Madrid exigió a Franco le devolución de los importantes documentos hallados en el maletín de Martin. Todo les fue devuelto a los británicos el 13 de mayo, con la seguridad de que nada faltaba. Era verdad. Pero los británicos notaron que todo había sido abierto y vuelto a cerrar con sumo cuidado, y respiraron con alivio. Ahora, había que esperar.
Hitler quedó tan convencido de cuán auténticos eran los falsos documentos, y de su buena suerte, que discrepó con Mussolini sobre la probable invasión por Sicilia. Ordenó reforzar Córcega y Cerdeña y envió a Atenas al mariscal Rommel para formar un grupo de ejércitos. Los buques patrulleros, minadores y dragaminas, anclados en Sicilia, fueron derivados a otros puertos vecinos a Córcega, Cerdeña y Atenas. También ordenó quitar del frente soviético, para instalarlos en Grecia, a dos divisiones de los famosos tanques Tiger y Panzer, que estaban a punto de librar la decisiva batalla de Kursk, el más grande y famoso enfrentamiento entre blindados, que se decidió en favor de la URSS.
Montagu supo que había tenido éxito ni bien recibió los papeles secretos, que no lo eran, del comandante Martin, que jamás existió, enviados por los españoles que primero los habían dado a leer a los alemanes. Montagu y su equipo vieron que todo había sido cuidadosamente vaciado, y vuelto a colocar con sumo cuidado, del portafolio que el borrachín Michael o el marinero Steele llevaba atado en su muñeca la madrugada de su vuelo trágico que tampoco existió nunca.
Con su tradicional humor de artillero, Montagu envió un cable al primer ministro Winston Churchill, que entonces estaba en viaje oficial en Estados Unidos, para planificar el resto de la guerra con el presidente Franklin D. Roosevelt. Era un mensaje breve, conciso y esclarecedor, de sólo tres palabras: “Se tragaron toda la carne picada” (“Mincemeat swallowed whole”).
Y sí, Hitler se la había tragado toda entera y la había saboreado también.
La Operación Husky, la verdadera invasión a Italia, empezó el 9 de julio, cuando puso pie en Sicilia una formidable fuerza anfibia anglo-americana, al mando del mariscal Bernard Montgomery y del general George Patton. Hitler siguió en principio convencido de que se trataba de una trampa destinado a engañarlo, mientras se lanzaba la verdadera invasión por Cerdeña, Córcega y Grecia. En un mes, la isla era de los aliados y la invasión exitosa desató la destitución y el arresto de Mussolini por parte del Gran Consejo Fascista y del entonces rey Vittorio Emanuelle III. La invasión a Italia estaba hecha, aunque el avance hacia Roma y los desembarcos en Salerno y Anzio serían otra cosa, sangrientos y devastadores. La guerra empezó así a adentrarse en el continente, siempre camino a Berlín y en espera de la invasión a Normandía, que llegaría recién el 6 de junio de 1944.
El comandante Martin sigue enterrado en Huelva, con una placa de bronce en su tumba con su nombre y grado falsos y con flores siempre frescas que lo recuerdan como al héroe que no fue.
En 2002 se reveló quién colocaba las flores en la tumba del comandante. Era Isabel Naylor, hija de un trabajador inglés de la Rio Tinto Company Limited, adjudicataria entre 1873 y 1954 de la explotación minera de los yacimientos de Huelva. Isabel sólo había seguido durante décadas la tradición que su padre había iniciado cuando fue sepultado Martin y ella era una chica de catorce años. El gobierno británico la condecoró por esa fidelidad.
Así fue como el hombre que nunca existió, sepultado en una tumba a su nombre en la que descansa el cuerpo de otro hombre, ayudó a ganar una guerra.
(Una versión de esta nota se publicó en Infobae en 2022)
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