El suicidio de Hitler y Eva Braun: balas, cianuro, una foto de su madre en la mano y la “fiebre erótica” del búnker

El 30 de abril de 194, y menos de 40 horas después de casarse, el Führer y su esposa morían en el búnker de la Cancillería. La boda triste y el único disco. Las traiciones de los jerarcas nazis. El fiel perro que envenenó. El asesinato de los hijos de Goebbels. Cómo comunicó su decisión. Y los problemas para encender el fuego y quemar los cuerpos

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Hitler y Eva Braun en
Hitler y Eva Braun en el búnker de la Cancillería (Getty Images)

¿Estaba loco Adolf Hitler los días que precedieron al derrumbe del Tercer Reich, su sueño imperial que iba a durar mil años, y a su casamiento con Eva Braun, el 29 de abril de 1945, seguido del suicidio de ambos al día siguiente? La semana previa a los tres acontecimientos, caída del nazismo, casamiento y suicidio, celebración y muerte, afecto y destrucción, la actividad de Hitler fue intensa, disociada y extraña.

En esos días, encerrado en el bunker subterráneo de la Cancillería, Hitler osciló entre el fervor y la depresión; pensó que la guerra podía ganarse cuando sobre esa misma Cancillería del Reich caían las bombas del Ejército Rojo que ya había tomado los arrabales de Berlín; también cayó en la certeza irremediable que le decía que la guerra estaba perdida; ordenó contraofensivas imposibles y demandó los informes de aquellas operaciones militares que jamás se cumplieron; redactó su testamento; decidió que iba a morir allí, en los sótanos de su imperio y que iba a quitarse la vida; supo que su mujer iba a unirse a su destino y decidió entonces casarse con ella; ordenó qué hacer con sus cuerpos, que debían ser quemados hasta que quedaran de ellos solo cenizas; destituyó a Hermann Göring, a quien había nombrado su sucesor y heredero, y al poderoso jefe de las SS, Heinrich Himmler, a quienes acusó de traición; nombró a un nuevo gobierno entre los escombros; acusó a los gritos de traidores y cobardes a los generales y mariscales que habían seguido sus órdenes; vio conspiraciones por todas partes, sobre todo entre quienes eran sus más fieles, todos encerrados en el bunker y dispuestos a compartir su suerte; aconsejó a algunos de sus hombres qué hacer para huir de Berlín; supo que el matrimonio Goebbels había decidido también matarse para no caer prisionero de los soviéticos; que antes de su suicidio, los Goebbels, matarían a sus seis pequeños hijos, la mayor de 12 años y lejos de poner alguna objeción a semejante crimen, regaló a Magda Goebbels, la mujer del jefe de propaganda del nazismo, su propia insignia dorada del Partido Nazi; permitió el reparto de cápsulas de cianuro a quienes las pidieran, como si se tratara de golosinas en un día de fiestas; se encerró largas horas en su habitación sin hablar con nadie y con la mirada clavada en un retrato de Federico El Grande; como temía incluso que el cianuro del que disponía no fuese efectivo o fuese falso, ordenó administrarlo a su perra “Blondi”, si había un ejemplo de fidelidad era ella, y a sus cuatro cachorros. Por fin, se casó en la medianoche del 29 de abril con Eva Braun y se mató junto a su esposa a las tres y media de la tarde del día siguiente.

El Reich y sus máximos responsables no eran en esos días un ejemplo de disciplina, fidelidad, coherencia y obediencia: todo eso había terminado con el avance del Ejército Rojo por el Este de Europa y el de los aliados por el Oeste. Y como siempre sucede, la derrota inminente había desatado el canibalismo político. Del bunker de Hitler y con diferentes excusas, había huido ya la plana mayor del nazismo, Göring y Himmler entre ellos. Incluso los mariscales y generales del viejo ejército imperial, que se habían dejado llevar de las narices durante años por un tipo que nunca llegó a sargento, habían dejado el bunker para atender sus obligaciones militares: en muchos, esas obligaciones ya no existían, simplemente escapaban mientras los disparos de la artillería soviética hacían temblar los cimientos del nazismo.

Hitler conoció a Eva Braun
Hitler conoció a Eva Braun cuando ella tenía 17 años y él 40. En su mano, la chica tiene una cámara de fotos, elemento que los acercó (Getty Images)

La mayoría de los fugados pretendía dos cosas: huir de la casi inevitable aprehensión por las tropas de la URSS, que tenía muchas cuentas pendientes con el nazismo, y negociar una paz honrosa, esa vieja ambición de los derrotados, con los aliados occidentales. Se presentarían ante ellos como caballeros de la guerra, para hablar con esos otros caballeros de la guerra. No tenían conciencia de la decisión que habían tomado los “tres grandes”, Winston Churchill, Iósif Stalin y Franklin D. Roosevelt, de juzgarlos como criminales de guerra luego de una rendición incondicional de Alemania: no había negociación posible. Roosevelt había muerto el 12 de abril, un hecho que Hitler tomó en medio del desastre como de buen augurio para su estrella en decadencia, y su sucesor, Harry Truman, seguiría centímetro a centímetro los compromisos adoptados por el anterior presidente de Estados Unidos.

La noche del 21 de abril, ocho días antes de su casamiento y a nueve de su suicidio, Hitler estuvo a punto de morir por un infarto después de ordenar al general Félix Steiner, comandante de la 5ª División Panzergranadier de las SS, que atacara el flanco norte de Berlín. A esa hora los rusos ya habían roto las líneas alemanas y no había ninguna posibilidad siquiera de un contrataque. Después de sus febriles órdenes, Hitler quedó exánime y uno de sus médicos personales, el doctor Theodor Morell, quiso reanimarlo con un medicamento inyectable. Hitler volvió a estallar, convencido de que sus generales querían drogarlo con morfina, subirlo a un avión y enviarlo a Salzburgo, Austria, la patria a la que había renunciado cuando era un joven agitador en Múnich.

Al día siguiente, 22 de abril, Hitler pidió informes sobre el ataque de Steiner que jamás se produjo. Como no recibió noticia alguna, ordenó al general Karl Koller, jefe de Estado Mayor de la Lutwaffe, la fuerza aérea nazi, que enviara aviones de reconocimiento que comprobaran el avance de sus tropas. Lo que Koller informó luego eran datos confusos, difusos, falsos, destinados a aplacar la ansiedad de Hitler y no decirle la verdad: la aviación nazi no tenía ya combustible para hacer volar sus aviones. Días después, a la hora de quemar los cadáveres de Hitler y de Eva Braun, los encargados de hacerlo debieron reservar los bidones de nafta para cumplir la orden póstuma de su jefe. Hitler también llamó a Himmler para preguntarle si sabía algo, pero Himmler sabía nada: estaba ocupado en negociar una paz con los aliados a través del conde Folke Bernadotte, un militar y diplomático sueco, dirigente de la Cruz Roja de su país.

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La pareja en el Nido
La pareja en el Nido de Águilas, la residencia de verano de Hitler, donde podían estar juntos sin ser vistos (Grosbygroup)

El historiador Antony Beevor, autor de obras extraordinarias e íntimas sobre la Segunda Guerra, revela en “Berlín - La Caída: 1945″ las dudas que generaba la salud de Hitler; “El debate acerca del grado de cordura o locura de Hitler nunca se resolverá por completo. Con todo, el coronel De Maizière (se refiere a Ulrich De Maizière, que había tomado parte de la invasión a Polonia en 1939), lo había observado con atención aquella noche del domingo 22 y estaba persuadido de que “su enfermedad mental consistía en una identificación hipertrófica con el pueblo alemán”. Tal vez esto pueda proporcionar una explicación de por qué Hitler estaba convencido de que la población de Berlín debía compartir con él su suicidio. Sin embargo, también daba la impresión de que las muertes entre sus propios hombres le producían igual placer que las que se producían en el bando enemigo”.

Ese fue el Hitler que casó con Eva Braun el 29 de abril, hundidos ambos en los subsuelos de la Cancillería. El bunker de Hitler era una fortificación de treinta ambientes, con un sistema de ventilación subterráneo y paredes de hormigón de tres metros de ancho, algunas incluso blindadas. El Führer vivía en un living room, una sala de mapas y conferencias, un office y un dormitorio con baño privado. En la misma ala tenía su dormitorio Eva Braun, con un baño semiprivado. Un pasillo derivaba en un extremo a un salón de conferencias y, si se cruzaba ese pasillo, se llegaba a las oficinas y el dormitorio de Joseph Goebbels, de su mujer, Magda y de los seis hijos de la pareja, todos con un nombre que empezaba con H en honor a Hitler. Vecina a las oficinas de Goebbels había otra sala de reuniones, junto a una sala de primeros auxilio y a los despachos y dormitorios de los médicos de Hitler. Una puerta unía ese ambiente con la sala de comunicaciones y con el sistema de ventilación de la fortaleza. El resto de las comodidades, comedores, salas de té y de reuniones, estaban destinadas a las SS que custodiaban a Hitler, a sus secretarias personales, a sus edecanes y servidores, a sus médicos y a los jefes militares que quisieran compartir aquellos días finales.

Allí había entrado Hitler el 16 de enero de 1945 para no salir más al exterior de la Cancillería. El 20 de abril, día de su cumpleaños cincuenta y seis, se había animado a salir a los jardines para ser saludado por un grupo de adolescentes de las Juventudes Hitlerianas encargadas de la defensa de Berlín. Con su mano izquierda temblorosa, la sostenía con la derecha, Hitler pellizcó y acarició las mejillas y orejas de aquellos muchachos con una intensidad tal que Beevor no vacila en calificarla como “propia de un pederasta reprimido”. Luego regresó a las profundidades de su bunker para no volver a ver la luz del sol.

Otra imagen de Eva Braun
Otra imagen de Eva Braun y Hitler en el Nido de Águilas con sus perros. Para probar los efectos del cianuro, el Führer envenenó su perra Blondi y a sus cuatro cachorros (Grosbygroup)

Eva Braun había decidido unir su destino al de aquellos derrotados. Había conocido a Hitler en 1929 en el estudio fotográfico de Heinrich Hoffman, el fotógrafo personal de Hitler. Era rubia, usaba pelo corto, tenía ojos azules, aspecto nórdico y una sonrisa siempre lista, casi un ejemplo de la raza aria a la que Hitler quería perpetuar como dominadora del mundo. El Führer, que entonces aún no lo era, quedó cautivado por sus piernas. Eva eludía, sin embargo, el compromiso de la mujer alemana con el ideal nazi: no quería tener hijos, vestía a la moda, se maquillaba, fumaba, un desafío para la época, le gustaban las fiestas, el jazz, el champán y los viajes. Sus conocidos la llamaron alguna vez “la chica más hermosa de Múnich”.

Fue la pareja oculta de Hitler; sólo la intimidad del Führer conocía su existencia; Hitler había descartado su matrimonio porque decía que había consagrado su vida a Alemania: no había espacio para otra “esposa”. Y Eva había aceptado ese destino, el de ser un apéndice, un agregado, un suplemento en la vida de Hitler, estar allí cuando él quería y vivir el resto del tiempo bajo techo, guardada, escondida. Pero en esos días de derrota se había instalado en el bunker, había rechazado los ruegos de Hitler para que dejara Berlín y había decidido compartir su muerte mientras otros huían. A Hitler le daba ya igual casarse, lo hizo para complacer a Eva y lo puso por escrito. Llamó esos días a su secretaria, Traudl Junge y le dictó: “Al final de mi vida, he decidido casarme con la mujer que, después de muchos años de verdadera amistad, ha venido a esta ciudad por voluntad propia, cuando ya estaba casi completamente sitiada, para compartir mi destino. Es su deseo morir conmigo como mi esposa. Esto nos compensará por lo que ambos hemos perdido a causa de mi trabajo al servicio de mi pueblo”.

Horas antes del casamiento, Hitler acusó de traición a Hermann Fegelein, un oficial de las SS que era enlace de la Cancillería con Himmler. El Führer se había enterado por Radio Estocolmo que el jefe de las SS había iniciado tratativas de paz que se suponían secretas con los aliados. Apresaron a Fegelein, que estaba casado con Gretl Braun, hermana de Eva, con las valijas listas para marcharse del refugio de Hitler. Lo interrogó la Gestapo y lo fusilaron sin demasiados miramientos en los jardines de la Cancillería después de arrancarle del uniforme todas sus insignias. Después, Hitler se fue a casar con la cuñada del tipo que había ordenado fusilar. Destituyó a Himmler y, a sugerencia de Martin Bormann, lo mismo hizo con Göring, que le había enviado un telegrama en el que pedía hacerse cargo del Reich si era que Hitler estaba incapacitado, o había decidido abandonar sus funciones. Aquel era un mundo de rencores y traiciones finales.

Los jardines afuera del bunker
Los jardines afuera del bunker de Hitler en Berlín en 1947. Allí, su cuerpo y el de Eva Braun fueron rociados con combustible y enterrados (ADN-ZB/Archiv)

Eva supo que esa medianoche, la del 28 al 29 de abril, sería la de su boda. A las once y media, Hitler llamó a Traudl Junge, la más joven de sus secretarias que con los años daría un valioso testimonio sobre aquellos días, para dictarle su testamento en el que mencionó su matrimonio con Eva Braun y la decisión de su futura esposa de morir con él. Su legado político fue una auto justificación basada en los textos de “Mein Kampf”.

La pareja se casó en los primeros minutos del domingo 29, en una ceremonia breve que ofició Walter Wagner, oficial nazi y empleado del partido en la zona de Berlín. Wagner llegó en un vehículo blindado, en medio de las bombas soviéticas, sorprendido, perplejo e intimidado por la ceremonia que iba a oficiar y vestido con el uniforme pardo del Partido Nazi. Ante él se pararon Hitler, que vestía su saco de siempre y su pantalón negro, y Eva, con un vestido de tafetán negro que era uno de los preferidos del novio. Entre los estallidos cada vez más cercanos de la artillería soviética, que hacían temblar las paredes del bunker y caer desde los techos algo de polvo sobre los compuestos novios y testigos, Wagner no tuvo más remedio que cumplir con la ley y preguntó a Hitler y a Eva si eran descendientes de arios en un cien por cien y si estaban libres de toda enfermedad hereditaria. Después firmaron los testigos, Joseph Goebbels y Martin Bormann. Eva estuvo a punto de escribir su apellido en el acta: trazó la B, la tachó y corrigió: “Eva Hitler nacida Braun” La firma del Führer quedó ilegible dado el intenso temblor de su mano.

Siguió un breve “refrigerio nupcial”, sándwiches, champán, algo de música que emitía un aparato portátil alimentado por un único disco: una celebración austera y apagada. Se unieron al grupo los generales Hans Krebs y Wilhelm Burgdorf, los últimos generales que quedaron en el bunker. Las mujeres besaban en la mejilla a Eva Hitler que pedía, orgullosa: “Por favor, llámenme señora Hitler”. En medio de aquella alegría artificial, con los cañonazos rusos que atronaban la ciudad, con decenas de berlineses que perdían, o habían perdido, su vida, o sus casas, o sus familias; en medio de aquel disparate, una mujer se mantuvo aparte: la secretaria de Hitler, Gerda Christie, que no quiso asociarse al festejo. Meses después le diría a uno de los jueces encargados de preparar el juicio de Núremberg: “¿Cómo podía felicitarlos? En realidad, era el día de su muerte. No podía decirles que les deseaba lo mejor, si sabía que en breve estarían muertos. En verdad, aquella era una boda con la muerte. (…) Teníamos champán y yo me bebí tres copas seguidas. Le juro que, después, aquello ya no me parecía un funeral”.

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Una de las últimas cenas
Una de las últimas cenas de Hitler y sus hombres antes del final de la guerra

En los pisos superiores de la fortaleza subterránea, latía otra cosa. La secretaria de Hitler, Traudl Junge, que había trabajado hasta entrada la madrugada del 29 en la transcripción a máquina una serie de documentos oficiales, mientras Hitler y Eva descansaban, subió a las cuatro de la mañana a la planta alta para buscar algo de comida para los seis hijos de Goebbels. Lo que vio la horrorizó. No muy lejos del hospital de campaña subterráneo de la Cancillería donde curaban a los heridos en la batalla por Berlín, los habitantes de la fortaleza habían armado una fiesta salvaje, no por la boda reciente del jefe supremo, sino en celebración de la muerte inminente, de la derrota inevitable: “Daba la impresión de que todos se hallaban poseídos por una fiebre erótica. Por todos lados, incluso en el sillón del dentista, pude ver cuerpos fundidos en lascivos abrazos. Las mujeres habían dejado de lado cualquier sentido del decoro y mostraban sin reparos sus partes privadas”.

El gran temor de Hitler era ser capturado vivo por los rusos. El día antes de su casamiento, el 28, le habían llegado las noticias de la captura de Mussolini, su ejecución a manos de partisanos y de cómo él y su amante, Clara Petacci, habían sido colgados junto a otros dirigentes del fascismo italiano, boca abajo y por los pies, de una viga de hierro vecina a la Piazzale del Loreto, en Milán. La mañana del 30 de abril las noticias que le llegaron a Hitler sobre la batalla por Berlín fueron desastrosas: después del intenso bombardeo ruso al barrio gubernamental, la resistencia podía derrumbarse esa misma noche. Hitler no podía saberlo, pero ese 30 de abril era el día previsto por el Ejército Rojo para atacar la Cancillería: sus mandos estaban desesperados por ser los primeros en tomar la sede del Reich para celebrar la victoria al día siguiente, 1 de mayo, un día caro a la tradición soviética.

Como ya tenía decidido, Hitler ultimó los detalles previos a su suicidio. Eva Braun hizo lo mismo: llamó a Traudl Junge a su habitación y le regaló una capa de piel de zorro plateado que ya no iba a lucir nunca más. Antes del almuerzo, el Führer llamó a dos de sus más fieles oficiales a su servicio. Uno era el coronel Heinz Linge, de las SS, que era su ayuda de cámara, su jefe de Protocolo y su fidelísimo seguidor. Lo liberó de toda responsabilidad y le dijo que podía irse si quería. Linge, que tenía entonces treinta y dos años, le dijo que iba a quedarse en el bunker pasara lo que pasara. El otro convocado fue el coronel Otto Günsche, el edecán de Hitler, de veintiocho años, que pertenecía al Begleitkommando de las SS y era tan fiel como Linge. A los dos, por separado, Hitler les dijo que tenía pensado suicidarse junto a Eva Braun y que, cuando eso sucediera, ellos debían rociar sus cadáveres con combustible y darles fuego: “No permita bajo ninguna circunstancia –dijo a Linge– que mi cadáver o mis pertenencias caigan en manos de los rusos”. Ambos oficiales sobrevivieron a la guerra. Linge murió en Hamburgo en 1980 y Günsche murió en Bonn en 2003.

El saludode Hitler  a
El saludode Hitler a los niños de las Juventudes Hitlerianas. Fue la última vez que salió fuera del búnker

Investigaciones posteriores revelaron que Hitler había tomado más precauciones. Temprano en la mañana había hablado por teléfono con su chofer, Erich Kempka, y le ordenó enviar al bunker, desde el garaje de la Cancillería, varios bidones de combustible. Kempka también sobrevivió a la guerra y murió en Alemania en enero de 1975.

Después, cerca de la una de la tarde, Hitler almorzó con su dietista, Constanze Manziali, con sus dos secretarias, Traudl Junge y Gerda Christian. Estaba tranquilo y sereno, aunque de todas formas no hubo demasiada conversación. Eva Braun no participó del almuerzo y permaneció encerrada en el dormitorio. Luego Hitler se recluyó junto a su esposa. Al rato, el fiel Günsche dijo a las secretarias que el Führer quería despedirse de ellas y ambas se unieron al grupo íntimo de Hitler en el pasillo de la antecámara: allí estaban Martin Bormann, Joseph y Magda Goebbels y los generales Wilhelm Burgdorf y Hans Kreb: ambos se suicidarían el 2 de mayo luego de que los aliados les exigieron a ambos la rendición incondicional. Más encorvado que nunca, vestido con la chaqueta marrón de su uniforme y un pantalón negro, Hitler apareció junto a Eva Braun, ahora Eva Hitler, que vestía un traje azul con adornos blancos. El Führer murmuró unas palabras, estrechó la mano de cada uno y regresó a su estudio. Günsche quedó junto a la puerta de las dependencias de su jefe que debió abrir minutos más tarde para dejar pasar a Magda Goebbels, envuelta en lágrimas, que quería ver a Hitler. Es probable que la mujer le haya pedido que huyera de Berlín y que Hitler la despidió sin demasiadas contemplaciones. El coronel Günsche fue el último en ver con vida a Hitler. Diría luego que como a las tres y cuarto de la tarde Hitler estaba apoyado en la mesa de su despacho, frente al retrato de Federico El Grande. Eva Hitler estaba en ese momento en el baño, dijo, porque él oyó el ruido de la cisterna.

Frente a las puertas clausuradas del despacho y del dormitorio del matrimonio Hitler, el coronel Linge se unió a Günsche ambos en espera de la última tarea por cumplir. A las tres y media debatieron si habían oído o no un disparo porque era difícil distinguir el sonido de un balazo a través de las paredes amuralladas y en el fragor de la batalla y de las bombas soviéticas cada vez más cercanas. Poco antes de las cuatro de la tarde, los dos oficiales de las SS decidieron entrar. Hitler estaba en su sofá, con la cabeza apoyada en el respaldo. Tenía un rictus en la boca en la que eran detectables restos del fino vidrio de la cápsula de cianuro. También se veía un agujero en su sien derecha. Se había disparado y todavía surgía sangre de la herida. Su mano izquierda aferraba el retrato de su madre y la derecha colgaba hacia el suelo, donde había caído su pistola Walther 7.65. La señora Hitler, que lo había sido por menos de cuarenta horas, estaba descalza, con las piernas recogidas sobre el sofá, también con pequeños fragmentos de cristal en la boca. Tenía la cabeza apoyada en el hombro de su marido.

Mientras tanto, en la planta alta de la fortaleza subterránea, seguía la tenebrosa fiesta que había empezado en la madrugada del 29 y que mezclaba erotismo con suicidios con cianuro, bailes, borrachera y disparos en la sien. Günsche y Linge sacaron el cadáver de Hitler, con la cabeza envuelta en una manta de la Wehrmacht, y lo subieron por las escaleras hasta los jardines de la Cancillería. Bormann se encargó del cuerpo de Eva, que había quedado con los labios un poco fruncidos por acción del veneno.

Un soldado norteamericano llamado Richard
Un soldado norteamericano llamado Richard Blust revisa entre los restos del búnker luego de la rendición nazi en 1945 (Photo by Haacker/Hulton Archive/Getty Images)

Los dos cuerpos fueron colocados uno junto al otro en un foso cavado de apuro y no muy profundo. Günsche y Linge, que cumplían así la orden de Hitler, empaparon los cadáveres con el combustible que había hecho llegar Kempka. Goebbels aportó unos fósforos y se unió a Bormann, Burgdorf y Krebs que alzaron el brazo derecho en el clásico saludo nazi para despedir a Hitler. Los fósforos de Goebbels no sirvieron porque los proyectiles soviéticos que caían muy cerca hacían correr en los jardines un viento hostil y cargado de polvo y ruinas que hacía difícil encender la pira funeraria. Günsche pensó entonces en usar una granada, pero Linge logró encontrar en medio de aquel macabro escenario un trozo de papel para hacer una antorcha. Bormann la encendió y él y Linge la acercaron a los cadáveres. Cuando estalló la bola de fuego, todos corrieron hacia la entrada del bunker para estar a salvo de los proyectiles del Ejército Rojo.

Uno de los SS que estaban de fiesta en el comedor de la planta alta de la fortaleza, vio las llamas desde una puerta lateral y bajó a toda carrera las escaleras que llevaban al bunker para poder salir luego al jardín a verlo todo más de cerca. En el camino se topó con Rochus Misch, que era un suboficial del Leibstandarte Adolf Hitler de las SS y uno de los pocos miembros del personal de servicio de Hitler que quedaba en la Cancillería. De hecho, Misch fue el último soldado que dejó el bunker el 2 de mayo, antes de que llegaran los soviéticos. Sobrevivió a la guerra y murió en Berlín en septiembre de 2013. El SS que se topó con él, que corría un poco borracho hacia los jardines, le gritó:

-¡Hey, Misch! ¡El jefe está ardiendo! ¿Venís a darle un vistazo?

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