La ronda se fue haciendo. No fue un plan orquestado, una planificación exhaustiva. Fue una acción visceral, expulsiva. Obedeció a un impulso temerario, a un espasmo hijo del espanto. Si la cosa ni siquiera empezó un jueves. Si ni siquiera quiso establecerse un jueves. Si ni siquiera consistía en marchar. Si ni siquiera suponía una ronda. Era, tan solo, un espacio de encuentro, una convocatoria de mujeres desahuciadas que ya no sabían qué hacer ni a dónde ir. Su nombre, su periodicidad, su epicentro, la nobleza de su acto y la prenda de su identidad fueron situaciones fortuitas. Nadie planificó nada. Ignoraban estar construyendo un símbolo global en la defensa de los derechos humanos.
En algún momento, algún periodista -osado y extranjero- las interrumpió mientras caminaban en círculos para preguntarles desde cuándo, desde qué día. “Sabíamos que era invierno. Pero no sabíamos si era agosto o julio”, cuenta una de ellas, confundida por el frío impetuoso de ese otoño de la década del setenta. “Como todo el mundo nos lo preguntaba, empecé a recordar que el 5 de mayo había sido el cumpleaños de uno de los hijos de las madres”, se corrige. Hizo el cálculo: había sido el sábado previo. Volvió una semana en el calendario, ubicó la fecha en el almanaque y designó el 30 de abril de 1977. El descubrimiento lo narra Hebe María Pastor de Bonafini. Ese sábado no hubo marcha, no hubo pañuelos ni fue una presentación productiva, pero fue la primera ronda de los jueves: el nacimiento de las Madres de Plaza de Mayo.
Eran Azucena Villaflor de De Vicenti, Berta Braverman, Haydeé Gastelú de García Buelas, María Adela Gard de Antokoletz, Julia Gard, María Mercedes Gard, Cándida Gard, Mirta Baravalle, Kety Neuhaus, Raquel Arcushin, Antonia Cisneros, Delicia González, Pepa García de Noia y la señora de Caimi. Eran catorce. Eran catorce “locas” que habían caído en un laberinto de omisiones, de inacción, de cinismo. Eran madres de hijos que ya no estaban.
Las unía la desesperación y las congregaba la búsqueda incesante de respuestas. “Cierro mi casa y empiezo a caminar, a cruzar las calles, a golpear puertas, a buscar sitios donde alguien pudiera darme una mano”, relató Juana Meller de Pargament, que el 10 de noviembre de 1976 se enteró de que su hijo Alberto había sido secuestrado de madrugada por una patota civil. Recorrió comisarías, cuarteles, juzgados, iglesias, organismos oficiales, hospitales. Fue hasta a la morgue. Tocó puertas, llamó por teléfono, presentó hábeas corpus. Ella y todas. En esas historias halló el espejo de la suya. “Todo era negativo. No se sabía nada de ellos, no había ninguna acusación, no había ningún dato”, dijo Marta Ocampo de Vásquez, que el 14 de mayo de 1976 se enteró de que su hija María Marta había sido secuestrada de madrugada junto a su marido César Amadeo Lugones por una patota civil.
No se desprendieron. Todos los días encontraban a una mujer más que, como ellas, preguntaba por el paradero de sus hijos. En esas peregrinaciones a la caza de rastros, se encontraron. Ya no estaban solas. Tenían dónde respaldarse, dónde consolarse. Tejieron un código secreto. Advirtieron que no se trataba de sucesos aislados, en la coincidencia de los métodos descubrieron un mecanismo sistemático de desaparición de personas. Ellas que, en su mayoría, eran amas de casa dedicadas al hogar y a la familia desde el nacimiento de sus hijos -con un prontuario discreto o nulo de militancia social, sindicalismo o participación política- se enfrentaban, sin saber, al aparato represivo más imponente de la historia del país.
“Era la parte más dura, tan dura como la desaparición misma de nuestros hijos. Ir a ver al juez, a la policía y veías cómo todas las puertas se cerraban”, narró, en un documental de Canal Encuentro, Hebe de Bonafini, que el 8 de febrero de 1977 se enteró de que su hijo Jorge Omar había sido secuestrado de madrugada por una patota civil y que el 6 de diciembre de 1977 se enteró de que a su hijo Raúl Alfredo le había pasado lo mismo. Hebe, Juana y Marta identifican, en esa primera formación de un cuerpo de mujeres aunadas por la incertidumbre y la frustración, a una líder: Azucena Villaflor de De Vicenti, que el 30 de noviembre de 1976 se enteró de que su hijo Néstor había sido secuestrado de madrugada por una patota civil.
Azucena era parte de un linaje combativo: en Avellaneda, Villaflor era un apellido asociado a luchas políticas y sindicales. Provenía de una familia de obreros y Aníbal, uno de sus tíos, era un peronista con pasado anarquista. Ella comulgaba con la ideología heredada pero no era una militante orgánica: era una madre abnegada, dedicada a criar a sus cuatro hijos. Su vida viró el día en que Néstor desapareció. Una anécdota enseña su transformación. Es una noche de invierno de 1977 y Pedro, su esposo, la espera entre penumbras sentado en un sillón del living de la casa. Azucena había consumido su día en investigar el paradero de su hijo. Al llegar, recibe un reproche: “¡Basta, Azucena, si vos seguís buscándolo a Néstor yo me voy de casa!”. Parada en medio de la habitación, con la cartera todavía en la mano, mira a su marido a los ojos y le responde: “¿Querés que te prepare la valija?”.
Su genética militante y su preparación en la arena política sirvió de contención para el resto de las madres. “Azucena era quien nos movilizaba”, reconoció Juana. “Era una mujer de mucha fuerza, era la que nos daba ánimo, la que sabía domar nuestros desequilibrios”, reparó Marta. Harta de ser víctima de un acuerdo tácito, de una ley del silencio, había hallado un resquicio de información en un sacerdote: Emilio Teodoro Grasselli, capellán del Ejército, secretario del vicariato castrense. En la capilla Stella Maris, lindera con el edificio Libertad, era compasivo con el drama común. En un fichero juntó 2.500 nombres de desaparecidos. Preguntaba con preocupación y sensibilidad y contestaba con trascendidos e insinuaciones. A veces, daba respuestas sólidas. Preguntaba el nombre del hijo o hija, lo buscaba en una lista y si lo encontraba, les decía “no lo busques más”.
Azucena sospechó de su honestidad: presumió que sus falsas inquietudes escondían un interés macabro, funcional a otro menester. Grasselli resultó, en definitiva, otro callejón sin salida. “Siempre íbamos ahí porque decían que ese obispo sabía todo”, dijo Hebe, y tenía algo de razón. Una visita a la capilla fue la última y la que inspiró la movilización a la Plaza de Mayo. “Nos habían hecho sacar a todas los zapatos y dejar las carteras. Azucena se cansó y dijo ‘basta, no vengamos más acá, es todo una porquería, son peores que los milicos, vayamos a la plaza’. Cuando ella rompió con eso, creo que fue la verdadera creación de las madres”.
“Individualmente no vamos a conseguir nada. ¿Por qué no vamos todas a la Plaza de Mayo? Cuando vea que somos muchas, Videla tendrá que recibirnos”, dijo Azucena y las encomendó. “Tenemos que ser miles y entrar todas de golpe en la casa de gobierno, porque solo así nos van a responder”, insistió y las alistó. El propósito del encuentro en la plaza era despertar la atención de la Junta Militar. La primera reunión fue un fracaso. Ocurrió un sábado: en la Casa Rosada no había nadie que las atendiera. La segunda voluntad era propagar su voz, mostrarse ante la sociedad, pero en la Plaza de Mayo no había nadie.
“Un día quedamos en encontrarnos para ir a la Plaza de Mayo. El 30 de abril era. Un sábado. Yo trabajaba así que no fui a esa reunión. Pero fue María Ponce de Bianco y me dijo ‘quedate tranquila, yo después voy a tu casa y te cuento lo que resolvimos’. Ese día se encontraron catorce mujeres”, repasó María del Rosario de Cerruti, que el 10 de mayo de 1976 se enteró de que su hijo Fernando había sido secuestrado de madrugada por una patota civil. Ese sábado fue un día perdido: sin autoridades a quien instigar, sin gente a quien despabilar. Resolvieron regresar otro día de la semana siguiente. Consensuaron que el sábado no, mejor el viernes porque va a haber más personas merodeando el centro. “No, che, que viernes es día de brujas, vengamos los jueves”, reparó una madre. Jueves entonces. Y a las 15:30, para coincider con la salida de la gente de los bancos.
Empezaron pocas. Era un encuentro de pares. Se sentaban en los bancos. Querían ser visibles. Se reconocían por llevar un clavo en los abrigos. No les interesaban los apellidos, el pasado ni las historias personales. Se llamaban por los apodos. Muchas desconocían desde dónde provenía cada una. Pero ahí estaban, reunidas. Y eran cada vez más. Algunas llevaban tejido para disimular y justificar la permanencia en la plaza. “El nivel de ingenuidad que teníamos. Hacíamos esas huevadas pero teníamos unas caras que cuando íbamos por la calle todos ya sabían que nos faltaban los hijos”, contó Hebe de Bonafini en el documental.
Las manifestaciones públicas habían sido desterradas de la escena política por orden del autodenominado Proceso de Reorganización Nacional. En ese marco de hostilidad, un grupo de mujeres se instaló frente a la casa de gobierno para denunciar el terrorismo de Estado. “No teníamos sensación de peligro. Era jugarse todos los minutos de la vida porque teníamos dentro del cuerpo algo que nos empujaba a no parar”, dice Juana de Pargament. Ya no eran catorce: eran más de sesenta, eran ya una marea visible, incómoda.
“Señoras, acá hay estado de sitio, circulen”, les ordenó la policía. “¿Qué es esto? ¿Una reunión política? ¿No saben ustedes que está prohibida la política? De manera que ustedes tienen que circular, ¡circular! No pueden estar paradas acá”, las hostigaban. “Circulen, circulen que hay estado de sitio. No se pueden hacer reuniones. Circulen de a dos”, les exigieron. “Ellos nos empujaron a caminar”, dijo María del Rosario de Cerruti. “La marcha la creó la policía”, entendió Hebe de Bonafini. Había empleado el verbo perfecto. Las madres obedecieron y empezaron a caminar en círculos alrededor de la Pirámide de Mayo.
La policía les regaló la excusa perfecta. Las madres habían empezado a inventar artilugios para sostener su presencia en la plaza. Al terminar las marchas, los oficiales solían abordar a las más tímidas: les pedían los documentos como un gesto de intimidación. Decidieron, en conjunto, sortear ese acto de amedrentamiento entregándoles a las autoridades los documentos de todas cada vez que exigían el de una en particular. “En ese momento tenían un digicom en los autos -recordó Hebe de Bonafini-: era un aparatejo en el que debían meter documento por documento. Entonces en vez de tres minutos, nos quedábamos media hora más porque el tipo tardaba un montón en pasar cada documento. Eso nos hizo más unidas. Un día le dimos como 300 documentos y el policía se hartó”. Pero no se hartó: la reprimenda escaló. En vez de pedirles documentos, las llevaban demoradas. Las encerraban en celdas. La dinámica de las madres se repitió: cuando elegían a una para encarcelar, se presentaban todas.
Desde el primer jueves de mayo una de las madres ingresaba a la recepción de la Casa Rosada para saber si habían obtenido respuestas del pedido de audiencia que le habían solicitado al presidente de facto Jorge Rafael Videla. El 11 de julio de 1977, dos meses y varias de rondas después, hubo un acercamiento. Las madres habían logrado su primer cometido: ser recibidas por las autoridades de la dictadura. No podían entrar todas, solo tres. Fueron Azucena Villaflor de De Vincenti, en carácter de principal representante del colectivo, Beatriz “Ketty” Aicardi de Neuhauss, por ser quien más vínculos tenía con los órganos militares, y María del Rosario de Cerruti, por haber firmado la misiva.
Las admitió el coronel Ruiz Palacios y les dijo que Videla no podía recibirlas porque estaba muy ocupado. Les ofreció entrevistarse con el general Albano Harguindeguy, ministro del Interior de la dictadura. Allí fueron. “Cuando vio a Beatriz, la reconoció y le dijo ‘señora, ¿su hija todavía no apareció? ¡Qué cosa! Tengo esta agenda llena de nombres con los hijos de mis amigos: se van del país sin decir a dónde. Hay chicas que están ejerciendo la prostitución en México, ¿usted lo puede creer?’. Beatriz se puso loca y le dijo: ‘Las hijas de sus amigos estarán ejerciendo la prostitutición. ¡Nuestras hijas están desaparecidas!’”, relató María del Rosario de Cerrutti.
Harguindeguy sostuvo, con descaro, que no existían tal cosa de los desaparecidos: “‘Señoras, nosotros somos padres de familia”. “Un cinismo...”, sintetizó la madre en el material audiovisual. El ministro les ordenó que debían dejar de juntarse en la Plaza de Mayo porque era peligroso y porque regía el estado de sitio. “Si no nos da respuesta, de la plaza no nos vamos a ir. Aquí vamos a permanecer hasta que nos quedemos sin piernas”, respondieron. El encuentro fue un magro intento por persuadirlas. Cuando regresaron a la plaza ya era de noche. Había al menos sesenta madres esperándolas con la esperanza renovada. La desolación e indignación se esparcieron rápido. Era lo que precisaban para reforzar la tenacidad: resolvieron, ese día, que no iban a dejar de hacer la ronda de los jueves nunca más.
La misión pasó a ser, ahora, darse a conocer. La peregrinación a la Basílica de Luján era una de las convocatorias populares que no habían sido restringidas. Era el escenario ideal para enseñarle a la sociedad que el gobierno militar entraba de madrugada a las casas de los ciudadanos y secuestraba gente que desaparecía. No se conocían entre todas. No eran una organización mancomunada: eran un grupo de madres que no podían resistir la caminata desde San Cayetano hasta Luján. Algunas iban en tren, algunas partían desde Morón, desde Castelar o directamente en las inmediaciones de la basílica.
“¿Cómo nos reconocemos?, preguntó una de las madres. Querían ser vistas, identificadas. Alguien propuso llevar un bastón vestido con un moño rojo o azul. Temían que no fuese fácil de distinguir. Opción descartada. “Podemos llevar un pañuelo blanco”, propuso otra. La idea se consagró con una corrección casera: un pañuelo no, un pañal. Todas conservaban el pañal de tela de sus hijos. El primer pañuelo blanco de las Madres de Plaza de Mayo, símbolo iconográfico de su lucha, fue un pañal. Marcharon el domingo 9 de octubre de 1977. Tenían una tela blanca envuelta en sus cabezas, levantaban fotos impresas de sus hijos y gritaban por ellos. La gente las miraba con extrañeza. Mientras los concurrentes rezaban por el Papa y la pureza del cristianismo, ellas lo hacían por los desaparecidos. No fueron a ser acompañadas, fueron a hacerse escuchar.
“¿Ustedes piensan que el pueblo está al tanto de lo que pasa aquí?”, preguntó un corresponsal de la televisión neerlandesa a un grupo de mujeres con pañuelos blancos en la cabeza. El “no” estirado fue un grito a coro. Jean-Pierre Bousquet fue un periodista de France Press acreditado en el país entre 1975 y 1980. A menudo hablaba con los militares sobre esas madres de la plaza. “¿Por qué te interesan? No son nadie. Son cuentos, no existen realmente”, reconstruye la contestación el corresponsal. “Yo siempre tuve una postura muy sencilla: ‘No sé quiénes son pero existen, se manifiestan en Plaza de Mayo regularmente y preguntan por sus hijos. ¿Por qué ustedes no les contestan?’”.
Un coronel le respondió, sencillamente, “estas mujeres son unas locas de mierda”. Cruzó la calle Balcarce, se internó en la plaza, abordó a las madres y les dijo que allá adentro las estaban tratando de locas. “¿Nos dicen que somos locas? Probablemente tengan razón. Locas de angustia, locas de rabia por lo que está pasando con nuestros familiares. Está bien, nos quedamos con ese título. Somos las Locas de Plaza de Mayo y queremos que nos contesten”, parafrasea el periodista francés. Asumieron el seudónimo con hidalguía. “Empezamos a decir que estábamos locas de amor, de pasión. No nos importaba que nos llamaran así”, dijo Hebe de Bonafini. “Estábamos locas de dolor y locas por la pérdida de nuestros hijos. Tenían razón. Más de una vez decíamos que éramos las locas”, aceptó Marta Ocampo de Vásquez.
El resto es historia. Las locas que tenían razón llevan 2.350 marchas en la Plaza de Mayo desde ese sábado 30 de abril de 1977.
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