Hacía más de 10 años que estaban juntos y llevaban tiempo buscando el embarazo cuando se decidieron a probar con un tratamiento de fertilidad. Silvina no sólo era maestra jardinera sino que tenía una hermana melliza a la que adoraba así que no tuvo miedo de que un embarazo múltiple provocara un desborde familiar.
“Al contrario”, cuenta ella a Infobae desde Belgrano, donde vive, y la inocencia del recuerdo la hace sonreír. “Me moría de ganas de que fueran mellizas, era mi sueño”. Nada, sin embargo, se iba a parecer a eso que había imaginado.
Le transfirieron dos embriones y los dos “prendieron” en el primer intento. Silvina por fin estaba embarazada y de mellizas, así que la familia entera celebró. Ella, que entonces tenía 36 años, hizo planes mentales: “Van a nacer en tal lugar, al principio me va a ayudar mi mamá, después van a ir al jardín en el que trabajo yo”.
A medida que la gestación avanzaba algunos preguntaban cómo se iban a llamar, otros repetían una frase hecha: “Lo único importante es que sean sanitas”. ¿Y si no?
Lo que sigue lo cuenta Silvina Rey Merodio, una maestra jardinera que había imaginado una maternidad y se encontró con otra. Es la mamá de Sofía y de Anita, las mellizas de dos años y medio. Anita es la que tiene una discapacidad severa y su vida -la que creen que podría haber tenido y la que tiene- es el motor que impulsó a la familia a interponer una demanda por mala praxis.
El nacimiento
El embarazo arrancó con pérdidas, por eso Silvina tuvo que dejar de trabajar con indicación de hacer reposo. “Un día me levanté y había sangre en la cama, imaginate: no había llegado ni al sexto mes de gestación”.
Silvina no había roto bolsa pero una se había fisurado y fue el contexto lo que tensó todavía más la situación: era fines de junio del 2020, invierno, uno de los peores momentos de la pandemia.
La internaron en un reconocido sanatorio de la Ciudad de Buenos Aires (prefiere no publicar el nombre para no entorpecer el juicio). “Éramos primerizos, no entendíamos bien qué estaba pasando, y encima tuvieron que aislarnos”.
Una enfermera que había entrado a su habitación había dado positivo de COVID, el protocolo indicaba que Silvina y Alberto, su marido, tenían que pasar los siguientes 14 días aislados.
“Nos pasaron a un piso de COVID, casi nadie entraba a la habitación. Yo no me podía parar así que mi marido me lavaba el pelo, me higienizaba, me ponía la chata. Yo lloraba, me dolía la panza: había sido un embarazo tan buscado... y de repente todo era horrible”.
El mismo día en que cumplía 28 semanas de gestación un médico entró, la revisó y le dijo “nacen hoy”. Silvina, que en algún momento había pensado qué música iba a poner en la sala de partos para recibirlas, quién iba a ser la partera y quién la obstetra, volvió a chocar contra la realidad: recién estaba de seis meses y las mellizas estaban obligadas a nacer.
Sofía y Anita Ezcamendi nacieron el 13 de julio del 2020 y fueron, por supuesto, directo a Neonatología. “Eran prematuras pero los valores estaban bien”, sigue ella. Eran “sanitas”.
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“Dos días después y mientras seguían aislados en la habitación “nos llamaron para decirnos que Anita había tenido una apnea, que les había costado sacarla de ese cuadro, pero que estaba bien”.
Anita había tenido una pausa en la respiración. Silvina y su marido se calmaron: les habían dicho que la beba estaba bien.
“Pero pasaban los días y cada vez que íbamos a verlas notábamos que algo pasaba con Anita. Nosotros éramos primerizos, pero igual nos dábamos cuenta de que hacía movimientos raros, nunca logré darle el pecho, incluso fue difícil hasta darle una mamadera. Nos decían ‘no comparen’, ‘es como un cachorrito que está soñando’”.
Las mellizas pasaron 108 días en Neo. “Cuando nos dieron el alta, a Anita le hicieron una resonancia. Y nos dijeron ‘bueno, miren, le quedó una pequeña lesión cerebral por la apnea’”. Nadie dijo “hipoxia”, nadie dijo “no llegó suficiente oxígeno al cerebro” así que “pequeña lesión” -sumado a la negación de los padres- sonó a poco.
“Me dijeron ‘en vez de caminar al año tal vez le cueste un poco y camine a los dos’”, sigue Silvina, que supuso que hablaban de un retraso madurativo.
“Pensé ‘va a mejorar, a su tiempo, con terapias, con rehabilitación. Tal vez cuando tenga 5 años va a parecer de 2, pero irá avanzando’. Me equivoqué, esto que le pasa a mi hija es otra cosa”.
La vuelta a casa
Anita llegó a casa con una sonda nasogástrica por la que había que alimentarla, pero en aquel momento sus padres creyeron que sólo había que darle tiempo a que aprendiera a comer. Hay daños que son evidentes cuando los niños son más grandes, pero más difíciles de ver en bebés, especialmente cuando todavía no comen, no rolan o no hablan.
Pero Anita empezó a tener convulsiones, y cada vez más severas. Y por eso la llevaron a Fleni (el instituto de patologías neurológicas).
“Nos dijeron que el daño era muy grande, nosotros no caíamos: nos parecía que nada de eso que decían podía estar pasándole a nuestra bebé”, sigue ella. “En esa época nos peleamos con mucha gente, incluso con familiares, porque pensaban que nosotros estábamos ocultando lo que le pasaba por vergüenza”.
De aquel matrimonio armonioso que habían sido ya no quedaba nada. Había cuatro enfermeras conviviendo con ellos, Silvina había tenido que renunciar a sus trabajos para cuidar a sus hijas, su marido había empezado a trabajar el triple, habían tenido que mudarse. “Una pesadilla”, resume.
Lo que Anita tenía era una parálisis cerebral irreversible.
Un año después del nacimiento de las mellizas, un tío de Silvina, abogado, dijo: “No entiendo qué le pasó a Anita”. Silvina no tenía resto para pensar en eso, pero el abogado igual habló con colegas para pedirles que investigaran, junto a un médico, la historia clínica.
“Para que se entienda fácil: una de las cosas que señaló es que el día en que Anita tuvo la apnea le pusieron demasiado oxígeno de golpe. Eso le provocó, entre otras cosas, un colapso de los pulmones”, explica Silvina.
El informe de sus abogados señala varias deficiencias en la atención - “fallas en los controles desde el nacimiento, intentos fallidos de intubación”- y hace énfasis en lo mismo: el exceso de presión le habría ocasionado un neumotórax bilateral (colapso de los pulmones) con enfisema subcutáneo. Sostienen, además, que la lesión cerebral se produjo por falta de oxígeno en el cerebro.
Con esa información la familia de Anita inició un juicio civil por mala praxis. Ya se cerró la etapa de mediación sin acuerdo, lo que habilitó a la familia a interponer la demanda.
La vida así
A medida que fue creciendo el daño de Anita empezó a ser más notorio. Tuvo crisis epilépticas muy severas: “Llegó a tener 50 convulsiones en un día”, dice su mamá. “Mi marido me decía ‘no quiero que viva así, la está pasando mal’”.
Anita tenía un año cuando le hicieron una traqueotomía para que pudiera respirar; ahora tiene dos años y medio y se alimenta a través de un botón gástrico. No se mueve y apenas abre los ojos, igual su mamá la viste linda todos los días, la abraza, la besa, le trenza el pelo, le saca fotos.
“Pero también sé que no es vida lo que está teniendo, si bien nosotros le damos todo el amor que tenemos y hacemos todo lo que está a nuestro alcance y más, esa no es la vida que uno quiere para una hija tan chiquita”.
¿Qué es la vida? ¿Qué no es vida? “Anita se mueve con ayuda de alguien, come con la ayuda de alguien, si no le das de comer tal vez ni llora. No sonríe, abre apenas los ojitos pero vos le ves la mirada perdida. Está casi en estado vegetativo, ya me lo confirmó el neurólogo. Para mí vivir es otra cosa: es sonreír, es estar jugando en el jardín como su hermana”.
A veces Silvina la lleva a la plaza por pedido de Sofía, la hermana melliza de Anita. “O tal vez por mis ganas de que pueda ir a una plaza como los otros chicos”, confiesa. Pero no es fácil moverse con ella: las veredas están rotas, las rampas tapadas, hay subtes sin ascensores, Anita traga mal, se ahoga con su saliva y Silvina tiene que asistirla para que pueda seguir respirando.
“A veces veo a otros chicos con discapacidad y veo cómo logran comunicarse con sus mamás. Hay discapacidades y discapacidades. Yo siento que Anita no se comunica conmigo. No siente que yo entro al cuarto, yo le digo ‘Anita te amo’, y no es que ella me abre los ojos como diciendo ‘yo también, mamá”.
De afuera le dicen de todo: “Tené fe, creé en los milagros, ella sabe que vos sos la mamá', ‘andá a terapia’. Pero yo soy realista, siento que Anita no va a vivir mucho tiempo, para ella hasta un resfrío puede ser grave”.
En vez de agarrarse de falsas promesas, Silvina se lo preguntó al médico: ¿Cuánto puede vivir una nena en sus condiciones?
“No hay una respuesta concreta, pero creo que yo ya empecé a hacer el duelo, tal vez para no chocarme después contra otra pared”, cuenta, y toma aire para poder completar la oración.
“No deseo su muerte, no es eso, Anita es parte de nuestra familia. Pero sí siento que ella puede llegar a ser más feliz no sé… en otra vida, y no teniendo que pasar por todo esto”.
El futuro es una incógnita imposible de planificar: “¿Cómo la voy a bañar, si ya no puedo casi moverla, porque tiene ‘peso muerto’?, ¿Cómo la voy a alzar? Por ahora pude, no sé cómo. Pero a veces me da miedo no poder”.
En ese día a día, el afuera a veces suma y otras veces cuesta: “La gente te dice ‘venite a comer a casa, traela a Anita’, o ‘tienen que descansar, váyanse de viaje’. Sólo el que está acá entiende. ¿Cómo la llevo? ¿en un avión sanitario?”.
El futuro, además, está impregnado de temores: “No poder”, “no volver a tener una vida como la que teníamos”, “‘no poder volver a salir”, “que la familia se vaya destruyendo”. Mientras tanto, lo único que tienen es lo que pasa en el presente:
“Eso es algo que también aprendí de esta maternidad. En vez de estar deprimida o enojada me sale una sonrisa. Te juro que no sé de dónde, pero me sale. Prefiero vestirlas como si fueran a un cumpleaños que quedarnos en pijama y decidí no enojarme, porque cuando me enojo siempre es peor para mí”, se despide Silvina.
“Eso: aunque muchas cosas sean una mierda, salió un amor de mi cuerpo que yo ni siquiera sabía que tenía”.
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