Fue 10 de hándicap de polo, campeón de Palermo en cinco ocasiones, ganador en el TC, alcanzó un podio en la Fórmula 1, ganó los 1.000 kms de Buenos Aires en tándem con Stirling Moss, llegó al sexto puesto del ranking del tenis argentino, scracht de golf, buen jugador de fútbol, pelotari eximio.
No es un personaje de ficción. Fue Carlos Menditéguy. Un bon vivant, un playboy cabrón pero encantador, pertinaz y algo fanfarrón que fue una leyenda de su tiempo. Se dedicó al deporte y descolló en las disciplinas más diversas. Un ejemplo fue tapa de El Gráfico en cuatro ocasiones. Pero es el único en la historia de la legendaria revista en representar a dos deportes distintos: apareció en los cuarenta como polista de El Trébol y en las décadas siguientes en su calidad de piloto de carreras. Su vida está llena de logros, hechos insólitos y, por supuesto, grandes historias.
El bigote finito, perfecto, como si fuera fruto de un ejercicio de geometría colegial, el pelo peinado, engominado, la ropa deportiva que parecía (y casi seguro lo fuera) cortada por un sastre. La mirada recia pero pícara, la sonrisa ladeada, el porte distinguido. Charly, como lo llamaban, siempre parecía salido de un póster.
Hubo una época en que existía una categoría particular de deportista, una categoría de unos pocos, exclusiva: la de los Sportmen. Hombres (el deporte era cosa de hombres en esos tiempos, las mujeres tenían acceso a unas pocas actividades) que siguiendo modelos anglosajones se dedicaban a varias disciplinas deportivas. Dúctiles y competitivos, eran polideportistas. El primer gran exponente argentino de esa clase fue Jorge Newbery, introductor de varias prácticas y actividades que se consideraban deportivas (aunque algunas hoy ya no): esgrimista, boxeador, corredor de autos, aviador, pionero de los viajes en globo.
Carlos Menditéguy nació el 10 de agosto de 1915, un año después de la desaparición de Jorge Newbery. Nació en una familia acomodada. Entre los apellidos paternos y los maternos se cubría un gran porcentaje de la alta sociedad porteña: Menditéguy, Estragamou, Leloir. Desde muy chico se volcó a los deportes. En el secundario fue el goleador de su equipo que se consagró campeón del intercolegial. Dicen que era un centrodelantero elegante y eficaz, fuerte pero algo displicente. En la adolescencia, casi como una obviedad, como una obligación por su clase social, se dedicó al tenis. Jugaba con Adolfo Bioy Casares y Drago Mitre en el Buenos Aires Lawn Tennis. Llegó a ser el sexto del ranking nacional. Pero luego dejó el tenis y se dedicó de lleno al polo.
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Junto a su hermano Julio y los hermanos Luis y Heriberto Duggan integró El Trébol , uno de los equipos míticos de la historia del polo nacional. Fue 10 de hándicap en una época en que eran muy escasos los que lograban esa calificación. Los especialistas lo colocaron durante décadas entre los mejores polistas de la historia. Después de obtener cuatro Abiertos Argentinos consecutivos, de 1940 a 1943, y coincidiendo con su actividad automovilística fue dominado once años por Venado Tuerto. Pero lo siguió intentando hasta que lo consiguió. Decían que antes de cada partido en su mirada estaba la llama de la ilusión de la victoria, de la posibilidad de triunfar. Cuentan que antes de cada final apostaba desaforadamente por su equipo, aunque racionalmente las chances fueran escasas, él siempre creía que iba a ganar. Lo volvió a lograr en 1954. Era un jugador dúctil y al mismo tiempo aguerrido. Entrenaba él mismo sus caballos.
La siguiente historia tiene varias versiones. Lo que cambia en cada relato son las circunstancias de su desarrollo. Pero el resultado siempre es el mismo. Charly Menditéguy se convierte en scracht de golf en tiempo récord.
En uno de los primeros años de la década del 40, en el Golf Club de Mar del Plata, una mesa repleta de bon vivants, hombres de la alta sociedad, ganaderos y herederos, tomaban unos tragos después de haber jugado una vuelta y discutían sobre una nota que había salido en el diario La Nación ¿Cuál era el deporte más difícil de practicar? Empezaron las disquisiciones, los argumentos airados, hasta que unos cuantos sostuvieron que el deporte más difícil era el golf. Charly Menditéguy que hasta allí era uno más de los que revoleaba opiniones, se puso firme. Estaba habituado a monopolizar conversaciones. Su personalidad tenía vocación imperativa, solía imponerse. Todos creyeron que él iba a inclinarse por el polo, ya era campeón del Abierto Argentino y 10 de hándicap; pocos le habrían discutido. Charly que no había jugado, hasta ese momento, más que recreativamente al golf, gritó: “¡Cómo va a ser el golf! Si lo puede jugar un petiso, un gordo, un alfeñique de 60 kilos, un pibe de 20, un tipo de 50. El más difícil es el tenis que requiere estado físico, técnica, mentalidad, precisión”. La discusión elevó su tono. Hasta que alguien supo cómo terminarla. Una apuesta: Charly debía convertirse en scracht, llegar al 0 de hándicap. Acá las versiones difieren en el plazo otorgado. Algunos dicen un año, otros hablan de un año y medio. Mil dólares: era mucha plata en ese momento. Menditéguy se obsesionó. No lo movía el dinero (no lo necesitaba) si no el desafío. Contrató de manera exclusiva a Emilio Serra, el mejor profesor disponible, lo obligó a dejar a sus otros alumnos. Y entrenó diariamente. Un día antes de cumplirse el año de aquella reunión, Menditéguy ganaba el torneo de Mar Del Plata y conseguía ser Scracht.
Con sus pruritos de clase, siempre fue un cultor de los deportes amateurs. Siempre renegó del profesionalismo. Para Menditéguy el deporte era un hobby, un entretenimiento desafiante. Tenía la visión de los viejos sportmen que pensaban que los deportistas debían desarrollar el físico y el espíritu sin dinero de por medio. Cobrar por jugar, por competir para él era prostituirse. Esto, claro, porque las necesidades económicas ya las tenía resueltas. El polo, el golf, el tenis eran practicados en esos años por una elite.
La gran paradoja de la carrera de Menditéguy es que su gran pasión, a la actividad que le tuvo un amor desbocado fue el TC, la categoría más popular del automovilismo. Y probablemente, la actividad deportiva más popular y masiva durante décadas después del fútbol. La otra paradoja es que fue la disciplina que más disgustos y desazón le produjo.
Fangio antes de la Fórmula 1, los Gálvez, los Emiliozzi, De Álzaga, Perkins, Marimón y muchos otros. Y estas leyendas lo respetaron como a un igual. Fangio dijo que “Menditéguy podría haber sido campeón del mundo si se lo hubiera propuesto”. Oscar Gálvez dijo que tenía un talento enorme al volante y un gran coraje. Charly que no era de repartir elogios afirmó que sólo se sintió disminuido frente a Fangio, que era inalcanzable como piloto, que nadie podía comparársele. Tuvo prestigio y fama pero nunca logró ser el favorito del público. Su carácter difícil lo impidió.
En el Turismo Carretera ganó seis competencias y fue gran protagonista durante varios años. Los grandes triunfos, las Grandes Premios, se le escaparon por fatalidades. “A veces a algunos deportes se los debe abandonar cuando la suerte no acompaña” dijo alguna vez.
En muchas grandes ocasiones estuvo muy cerca de ganar pero el azar (la mala fortuna) se interpuso. La primera fue en 1960 cuando había ganado las tres primeras series y dominaba la última hasta que el auto se rompió.
La más famosa es la del Gran Premio de 1963. Menditéguy volaba. Había ganado varias etapas. Había batido el récord de velocidad promedio. Al empezar esa última jornada le llevaba 16 minutos de ventaja al segundo. No importó. Siguió pisando el acelerador y la ventaja se amplió cuando el otro desertó. Un joven Carlos Pairetti quedó en segundo lugar.
Después de cuatro jornadas y miles de kilómetros recorridos, Carlos Menditéguy se acercaba a la meta. Faltaban 16 kilómetros. El resto del recorrido parecía una mera formalidad. El público al costado del camino de tierra felicitaba al seguro próximo campeón. Pero una explosión detuvo el auto. Empezó a salir humo negro del capot. Él y Linares, su experimentado copiloto, se bajaron enseguida. Linares, hábil mecánico, se abalanzó sobre el motor. De atrás, Menditéguy inspeccionaba la situación. Cuando comprendió lo que había sucedido, que el motor estaba roto y que el auto no iba a volver a arrancar, sin perder la calma, habiendo perdido la esperanza, se alejó y le dio una orden a su compañero: “Saque un poco de nafta del tanque”. El otro pareció no entender. Lo miró. De nuevo: “Saque un poco de nafta del tanque”. Cuando el copiloto se disponía a cumplir la orden, Menditéguy se acercó, encendió un cigarrillo, le entregó su encendedor y le dijo, con una rara mezcla de hidalguía, soberbia, bronca y resignación: “Quémelo, Linares, quémelo”.
Se convirtió en una de las grandes frases célebres del deporte argentino de los años sesenta. Sus rivales en el podio son el “Toco y me voy” de Pentrelli y el “Aire, aire, penal bien pateado es gol” del árbitro Nai Foino después de la atajada de Roma a Delem.
En la Fórmula 1 corrió 11 grandes premios. Obtuvo un podio. En esa categoría también se le cruzó la mala fortuna cuando una rotura de motor le quitó la posibilidad de una victoria en Buenos Aires cuando iba al frente.
En un Gran Premio de Montecarlo se despistó y estuvo a centímetros de caerse al Mediterráneo.
Eran tiempos en los que el automovilismo se cobraba muchas vidas. Los pilotos debían tener el más alto índice de mortalidad de cualquier actividad. Sin embargo, él no tenía miedo. “Ojo que si te chocan de frente a 40 km por hora también te matás”, repetía.
En la carrera de Sebring de 1957 tuvo un accidente gravísimo. Alguien se le cruzó, un despiste, vuelco y un paredón. Doble fractura de cráneo, pronóstico reservado y tres meses de internación. Apenas se enteró, Juan Manuel Fangio fue a acompañarlo y consiguió que recibiera la mejor atención médica. La amistad con el Chueco fue una de las más profundas que tuvo. Año después, Menditéguy devolvió el gesto. Mientras jugaba al polo en Inglaterra le informaron que Juan Manuel Bordeau había tenido un grave accidente en Silverstone. En medio del partido, Charly habló con uno de los rivales, el Duque de Edimburgo que dio la orden que trasladaran a Bordeau y lo atendieran en el mejor hospital inglés.
Pero hay una carrera que se convirtió en leyenda. Muchos dicen que fue su mejor actuación. Una en la que no se presentó. Estaban de nuevo en Montecarlo. Desapareció dos días antes y no acudió a los últimos ensayos, ni a la clasificación, ni a la carrera. Todos estaban preocupados. Cuando estaban por dar aviso a la policía, Menditéguy regresó. Lo que había sucedido era que el día viernes Briggitte Bardot y su representante habían pasado por los boxes de Fangio. Saludaron al campeón y la despampanante actriz de 22 años lo invitó a cenar. Fangio declinó pero le presentó a Menditéguy. La cena se extendió tres días en los que visitaron Saint Tropez y otros lugares de la Costa Azul. Maseratti lo expulsó y Fangio lo reconvino con su tono sereno. Menditéguy lo miró y con una sonrisa respondió: “No era una oportunidad para desaprovechar”.
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Su fama de Playboy se extendió por el mundo. Algunos dicen que mantuvo una relación con Ava Gardner, después de que se separara de Sinatra. Actrices, modelos, integrantes de la realeza europea y muchas más se encuentran entre sus conquistas.
Después del retiro del polo y de las pistas, junto a su hermano Julio, con el Haras El Turf se volcó a los pura sangre. Tuvo una seguidilla notable a fines de los años sesenta y principios de los setenta en la que sus caballos se quedaron con varios Premios Carlos Pellegrini y Nacional.
También fue un gran jugador de paleta, de billar (dos ámbitos en los que también solía haber grandes apuestas) y entrenó boxeo bajo el mando del medallista olímpico Raúl Landini.
Casi no hay entrevistas con él. Al principio de su trayectoria pública habló con un periodista y vio impresas, en una revista, volcadas y tergiversadas, sus palabras. Prometió no alimentar más al periodismo.
Era altanero y malhumorado. Sus explosiones infundían temor en los que lo rodeaban. Paseaba su seguridad por cada lugar que transitaba.
Carlos Menditéguy murió joven. Fue el 27 de abril de 1973, hace 50 años. Tenía 58 pero algunas enfermedades que lo habían debilitado en el último tiempo: parkinson, diabetes y otras que habían quedado como secuelas del accidente de Sebring.
Hacía mucho tiempo que se convertido en leyenda. El deporte cambió. Se hiperprofesionalizó, se especializó, ahora la dedicación exclusiva, la preparación exhaustiva, son las que se imponen y hacen que sepamos que nunca aparecerá un personaje similar.
Para cerrar, una anécdota que cuenta Diego Lucero en una semblanza que está incorporada en uno de sus libros que recopilan sus columnas periodísticas. Después del cierre de la edición de un diario, los periodistas se juntaron en un bar a seguir con sus charlas, a tomar algo. Inmersos en la bruma de los cigarrillos, alguien contó que se había cruzado con Menditéguy. Comenzaron las anécdotas relatando sus hazañas deportivas. Mientras bajaba los whiskies, ginebras y cervezas, el mozo escuchaba a estos hombres definir al protagonista de esas historias como fenómeno, superdotado, crack, gran campeón. Hablaban de hazañas, campeonatos, partidos, desafíos superados. Cuando puso el último vaso sobre la mesa, el mozo los miró y les preguntó a los hombres de prensa: “Díganme, este fenómeno ¿de qué trabaja?”.
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