No solo fue una de las fake news más escandalosas de Siglo XX sino también una estafa y un intento de manipular la historia para blanquear la imagen del máximo responsable del Holocausto. Todo eso ocurrió hace cuarenta años cuando, el 25 de abril de 1983, la revista alemana Stern anunció que había encontrado los diarios personales de Adolf Hitler y que se disponía a publicarlos por entregas.
Ese día, en una conferencia de prensa realizada en Hamburgo, a la que asistieron más de dos centenares de periodistas y fue transmitida por decenas de canales de televisión, el periodista Gerd Heidemann y el redactor jefe de la revista, Peter Koch, presentaron una serie de cuadernos de tapas negras, con el águila alemana lacrada sobre ellas, donde supuestamente el führer había volcado de puño y letra el relato de sus actividades cotidianas y sus reflexiones entre 1932 y 1945.
Según los responsables de la publicación, esos diarios habían sido rescatados de un avión que se había estrellado en lo que después se convertiría en Alemania Oriental al final de la Segunda Guerra Mundial. También explicaron que estaban autenticados por tres expertos de prestigio internacional.
Stern había pagado diez millones de marcos –la moneda alemana de la época-, lo que en la década de los ‘80 equivalía a unos cuatro millones de dólares.
Para garantizar la autenticidad de los cuadernos, en la conferencia de prensa también estaban presentes los expertos Hugh Trevor-Roper, Eberhard Jäckel y Gerhard Weinberg, quienes habían revisado a fondo el material.
“Ahora puedo decir con satisfacción que estos documentos son auténticos; que la historia sobre su paradero desde 1945 es cierta; y que la forma en la que se narran actualmente los hábitos de escritura y la personalidad de Hitler, e incluso quizás algunos de sus actos públicos, deben ser, en consecuencia, revisados”, dijo Trevor-Roper cuando le dieron la palabra.
La última parte de su declaración contenía una bomba, porque en el texto de los diarios Hitler no había promovido nunca la persecución y el asesinato en masa de los judíos, ni en Alemania ni en los territorios ocupados por los nazis. Por el contrario, estaba preocupado por la suerte de los judíos.
“Las medidas iniciadas desde el primer día en contra de las instituciones judías son demasiado violentas para mí. He advertido inmediatamente a los hombres responsables. Algunos también tuvieron que ser expulsados del partido”, se podía leer en uno de los cuadernos.
En otra parte, Hitler supuestamente escribía: “Me han informado de desagradables ataques por parte de algunos uniformados, y en algunos lugares también de judíos asesinados y suicidios de judíos. ¿Se ha vuelto loca esta gente? ¿Qué dirán los otros países al respecto?”.
Por cosas como esa, para Trevor-Roper, algunos de los actos adjudicados al dictador alemán debían ser mirados desde otra óptica.
Stern era por entonces una de las revistas de mayor circulación en Alemania Occidental y su credibilidad quedaba fuera de duda. Por eso, tras el anuncio, los principales medios Europa y los Estados Unidos quisieron comprar los derechos para publicar los diarios.
En la lista estaban, entre otros, las revistas estadounidenses Time y Newsweek, el diario británico The Sunday Times, el semanario francés Paris Match, y los diarios españoles Tiempo y El País.
Tres días más tarde, la revista salió a la calle con el título “Se descubren los diarios de Hitler”.
El engaño duró unos pocos días y el hallazgo del siglo se convirtió en un escándalo.
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La historia del “hallazgo”
Stern llevada casi tres años trabajando en el tema. Todo había comenzado en 1980, cuando uno de los periodistas del staff, Gerd Heidemann, entró en contacto con Konrad Kujau, un ilustrador que también se dedicaba a rastrear todo tipo de objetos relacionados con la Segunda Guerra Mundial, para venderlos en el mercado de antigüedades o entre nostálgicos del Tercer Reich. Lo que nadie sabía era que la mayoría de esos objetos eran falsificados.
Si Heidemann lo supo o no desde un principio es algo difícil de saber. Lo que les contó a los directivos de Stern es que tenía noticias de la existencia de un coleccionista que había vendido a otro un supuesto “diario personal” de Hitler.
El coleccionista no era otro de Kujau, que en el primer encuentro le aseguró que había varios tomos de esos diarios que estaban en poder de un oficial del Ejército de Alemania Oriental, que ofrecía vendérselos, pero que costaban mucho dinero.
Los diarios, según el relato que Kujau, eran parte de una colección de documentos recuperados de entre los restos de un accidente aéreo en Börnersdorf, cerca de Dresde, sucedido en abril de 1945 donde se había estrellado un avión de transporte de la Luftwaffe que trasladaba documentos reservados del régimen nazi en los últimos días de la Segunda Guerra Mundial.
Heidemann logró que los directivos de Stern financiaran la compra de los diarios, que iban llegando a cuentagotas a través del muro. Todo se hizo en el más riguroso de los secretos, hasta que se decidió validarlos y publicarlos.
Para entonces la revista había desembolsado, a través de su reportero Heidemann, alrededor de diez millones de marcos para que Kujau obtuviera los cuadernos. Lo que nunca imaginaron es que el periodista se quedaba con parte del dinero.
No fueron pocos los periodistas que asistieron a la conferencia de prensa que dudaron de la autenticidad de los documentos. No porque los hubieran visto, sino porque el relato sobre el “hallazgo” estaba lleno de huecos.
Ante las dudas, Stern entregó tres de los cuadernos a los Archivos Federales de Alemania para que los analizaran sus especialistas en grafología y expertos sobre documentación de la época que supuestamente databan los textos.
“Totalmente falsos”
El dictamen no demoró en llegar: los cuadernos eran “totalmente falsos”, pero además eran producto de una falsificación muy burda.
El contenido de los tres cuadernos examinados era una mezcla de los textos de algunos discursos de Hitler con supuestos hechos de su vida cotidiana, desde supuestos reproches que le hacía Eva Braun por sus flatulencias y la necesidad de cambiar su dieta hasta un embarazo histérico que había sufrido Eva.
Por otra parte, los expertos no encontraron ninguna mención sobre la Solución final ni la obsesión de Hitler por exterminar a judíos, gitanos y otras minorías. Al contrario, según los diarios, parecía preocuparse por ellos.
La letra se parecía a la de Hitler, pero no pasaba de tener un parecido, y las firmas que insólitamente el führer supuestamente ponía en sus cuadernos privados –no había necesidad alguna de que los firmara– era falsa.
La sola existencia de los diarios llamaba la atención. Era un hecho conocido que Hitler odiaba escribir a mano.
Y había más: el papel sobre el cual estaban escritos los diarios no había empezado a fabricarse hasta 1946, cuando ya Hitler había muerto, y el falsificador había intentado disfrazar su antigüedad humedeciéndolo con té. La tinta tampoco era de la época.
Más tarde se sabría que los cuadernos los había escrito el propio Kujau y que los iba entregando a cuentagotas no por la dificultad de contrabandearlos desde el otro lado del muro sino porque le llevaba su tiempo ir “fabricándolos”.
Otro descubrimiento fue que Heidemann se quedaba con buena parte –generalmente un tercio– del dinero que Stern le daba para comprar los supuestos diarios.
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Final de una farsa
Stern debió retirar los ejemplares de la revista que quedaban en la calle y pedir públicamente disculpas. No era sólo que su credibilidad periodística se había derrumbado como un frágil castillo de naipes, sino que sus directivos corrían el riesgo de ser procesados por apología del nazismo, al publicar textos falsos que mostraban favorablemente a un Hitler contrario al de la verdad histórica.
Las ventas de la revista cayeron de manera estrepitosa y sus dos editores jefes, Peter Koch y Felix Schmidt, fueron invitados amablemente a renunciar.
Habían demostrado haber aceptado la autenticidad de los cuadernos con una ingenuidad asombrosa, sobre todo teniendo a mano el antecedente de otra falsificación famosa, la de los “diarios” de Benito Mussolini.
Se los había “descubierto” ya dos veces, en 1957 y en 1967, para venderlos a editoriales interesadas en publicarlos. En las dos ocasiones, los editores habían tenido la precaución de hacerlos examinar por expertos, que rápidamente dictaminaron que se trataban de falsificaciones insostenibles.
Heidemann y Kujau fueron procesados y condenados a cuatro años y medio de cárcel por estafar a Stern y por falsificar los diarios. Fueron liberados a mediados de 1987.
Una vez en libertad, el periodista se encontró sin un marco, porque debió devolver el dinero que había obtenido con la estafa y debió buscarse otra ocupación, porque no hubo un solo medio que quisiera contratarlo.
En cuanto a Kujau, cuando salió de la cárcel se dedicó a copiar obras de pintores famosos y a venderlas con su propia firma.
Cuatro décadas después
Al cumplirse cuarenta años del escándalo, el grupo de medios Bertelsmann, propietario de Stern y de los diarios falsificados de Adolf Hitler que la revista había comprado, decidió entregarlos al Archivo Nacional de Alemania.
El grupo mediático también encargó al Instituto de Historia Contemporánea una investigación sobre la revista Stern para analizar el escándalo de los diarios y establecer “cómo y por qué fue posible que se publicaran las falsificaciones”.
Al recibir los cuadernos, el presidente del Archivo, Michael Hollman, recordó que fue allí donde se descubrió su falsedad y dijo: “Los diarios falsificados de Hitler están en buenas manos en los Archivos Federales como peculiares testimonios de la historia alemana contemporánea. Muestran un descarado intento de dar un barniz humano a los brutales crímenes del nacionalsocialismo”.
En Alemania, el negacionismo del genocidio cometido por los nazis es un delito.
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