La verdadera historia del ataque de un tiburón en Miramar: un dolor “de fuego”, un pueblo convulsionado y un hombre de yeso

Alfredo Aubone tenía 18 años cuando el 22 de enero de 1954 protagonizó un hecho inédito en el país: el feroz ataque de un tiburón. La movilización espontánea de una ciudad, la intervención de cirujanos que estaban de vacaciones y la sobrevida de la víctima que le regaló una medalla a todas las personas que lo asistieron

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Alfredo Aubone y Luis Ángel
Alfredo Aubone y Luis Ángel Fulco en una postal del verano de 1955, un año después de que un tiburón atacara al primero y obligara el rescate del segundo

María Alejandra Oliden pasó sus vacaciones sentada. Su familia disfrutaba de la playa de Mar del Sur. Ella los vigilaba desde el parador Coco Loco, aburrida, ocupada en su nuevo propósito: sumergir su pie izquierdo en una palangana llena de agua y de desinfectante DG-6. La tarea le consumía el día. Lo hacía durante varias horas, varias veces. No supo nunca por qué se rehusó a operarse, qué obstinación la convenció. Prefirió una curación natural, amparándose en la seguridad de una mera intuición. El guardavidas, con quien gestó una relación en esas visitas higiénicas a la playa, le dijo que estaba bien que no la hayan cosido en el hospital.

Es domingo de cambio de quincena en el balneario bonaerense. El reloj marca las 9:50 del 16 de enero de 2005. El sol ya calienta, oblicuo, la arena. María Alejandra Oliden, una psicóloga oriunda de la localidad 9 de Julio, camina con un diario apretado por su brazo sobre el canto del mar. Distingue una lancha a lo lejos. Ve cómo dos pescadores depositan un pez grande en la orilla. Se acerca. Teme lo que presiente. Lo comprueba al instante: los pescadores lo cazaron mar adentro, lo remataron de un disparo y lo abandonaron en la arena para que no molestara en el bote. Volverán después a llevárselo.

Ella conoce a los pescadores: son amigos de su familia, que veranea en la ciudad hace décadas. No le gusta lo que presencia: le embarga un sentimiento de asco y rabia. No comulga con esas técnicas de pesca. Se detiene y lo contempla. Advierte que no es un pez. Le sorprende el tamaño del tiburón. Aunque lo imagina muerto, procura no acercarse. La marea los despabila. A ella que se había quedado apenada por la caza, angustiada por la conducta y absorta por las dimensiones; y al tiburón, que lastimado en la mandíbula por el anzuelo y con un disparo en la cabeza, no está muerto y sí enojado.

A María Alejandra Oliden la mordió un tiburón esa mañana de enero de 2005. Su pie izquierdo quedó al descubierto: huesos, tendones, carne, todo a la intemperie, roto, suelto, con impulsos propios. “Era una fuerza inimaginada, como si hubiera pisado una trampa para osos. El dolor era insoportable, salía mucha sangre”, le contó al periodista Facundo Di Genova, autor del libro En el lejano sudeste, un compendio de historias curiosas en Mar del Sur.

No quiso que la intervinieran en el hospital de Miramar. La guió un presentimiento. Debió firmar un consentimiento y preguntó si existía una curación alternativa. Le recomendaron agua y desinfectante por horas. Vio cómo de las entrañas de su pie emergían granos de arena y pedazos de algas. Pidió no interrumpir las vacaciones familiares. Nadie regresó a 9 de Julio. Permanecieron en la ciudad balnearia. Cumplió las sugerencias médicas con tenacidad. Pasó sus vacaciones de verano sentada y leyendo. Se hizo amiga del guardavidas, que le dijo que las mordeduras de tiburón no deben coserse y que la curación tiene que hacerse de adentro hacia afuera.

Lo sabía porque se lo había enseñado su padre, Luis Ángel Fulco, el guardavidas que 51 años antes había rescatado del mar a Alfredo Aubone, víctima del primer ataque de un tiburón en el país.

"Hasta que lo vi nunca
"Hasta que lo vi nunca pensé que realmente hubiera un tiburón por acá. Después, cuando vi que el chico Aubone se hundía y se desplazaba como arrastrado por una gran correntada, lo único que pensé es que debía salvarlo”, contó el guardavidas

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Susana Trimarco camina por la arena mojada de regreso a la carpa de su balneario. La acompaña Carlos Alberto Espotorno, su novio. Ella tiene 14 años, él 15. Es un recorrido que repiten cada tarde: el paseo consiste en alcanzar la desembocadura del arroyo El Durazno de Miramar y volver. Es viernes. Es el 22 de enero de 1954. El sol calienta, perpendicular, la arena. Carlos sabe nadar muy bien y sabe, además, cómo actúa una persona que no sabe nadar. “Ese que está ahí se está ahogando”, le indica a su novia. Señala mar adentro. Es fácil identificar a la persona: no hay nadie más moviéndose en el agua. Solo él. Es un hombre joven. Hace aspamento. Golpea la superficie. Desaparece. El mar se embravece. Algo pasa. Pero Susana desconfía: “No, no puede ser”.

Carlos insiste con su presentimiento. Mientras caminan se acercan. “Hay un tiburón”, dice él. Susana refuerza su escepticismo: “No puede ser”. Un guardavidas entra al mar corriendo. Es la confirmación de la primera sospecha de Carlos: efectivamente alguien se está ahogado. Acelera la marcha para ganar un espacio de privilegio en la platea de curiosos que rodea la escena. “Cuando lo sacaron fue una cosa espantosa, estaba todo ensangrentado. Pusieron una lona, lo acostaron en la arena y lo llevaron al hospital”, relatará 69 años después.

La playa está en estado de convulsión. Ella, aún atónita, le pide al doctor Buschiazzo, un médico cirujano amigo de su familia de vacaciones en Miramar, que vaya a ver al paciente. “Debe haber un montón de médicos ya”, contesta. La insistencia de Susana y otros testigos lo convencen. Interrumpe sus días de ocio y acude al centro de salud de la ciudad balnearia. En el hall de entrada hay un quirófano improvisado.

"Ese día el tiburón vino
"Ese día el tiburón vino detrás de un barco, seguro. Después se encontró perdido y con hambre, y entonces se acercó a la costa a conseguir comida", supuso Fulco

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“Las vacaciones, que para el médico deben ser sagradas, como decía Ricardo Finocchietto, consiste en olvidar que se es médico y pensar en cualquier otra cosa. Es decir, salir de la rutina diaria”, escribió Julio Vicente Uriburu en la página 340 de su autobiografía Recuerdos de tiempos pasados. El título del capítulo es “El médico en vacaciones”. En él desmenuza, justamente, el recuerdo de un tiempo pasado: la vez que en enero de 1954, un mes antes del nacimiento de su hija mayor, un tiburón interrumpió su descanso.

La coyuntura política de la década del cincuenta se confabuló para dotar a la costa argentina de profesionales encumbrados. El gobierno argentino de Juan Domingo Perón y el gobierno uruguayo de Andrés Martínez Trueba, afín al ideario de Luis Batlle Berres, mantenían un vínculo erosionado. Las relaciones bilaterales castigadas por ideologías contrapuestas habían afectado la invasión de los turistas argentinos en las playas uruguayas. Uriburu sí solía vacacionar en Miramar. Como él, había otros cirujanos de primer nivel asistiendo, casualmente, a la emergencia de un joven de 18 años atacado por un tiburón.

“Lo llevaron al hospital, lo vieron los médicos de guardia y pidieron que, en vista de las heridas múltiples, se llamara a cirujanos veraneantes para actuar en la intervención. Lo operamos un cirujano de la localidad y veraneantes como Mario Padilla, Jorge Sánchez Zinny, otros que no recuerdo y yo. A mí me tocó operar las heridas de una de las piernas. Mario le operó la otra; otros dos los brazos y otro las heridas del tórax y abdomen; actuamos simultáneamente para no provocar una situación muy grave”, relata.

En esa pierna, el doctor Uriburu encontró que el músculo estaba contundido hasta la tibia e incrustado en el hueso halló un diente del tiburón. Nadie le pagó por su acto de generosidad. Recibió, el 30 de noviembre de 2000, la más alta distinción de la Academia Nacional de Medicina: fue designado presidente de honor. El séptimo y último en ser honrado por su dignidad académica: el primero había sido Bernardino Rivadavia, el primer presidente argentino. El académico -fallecido el 9 de febrero de 2008- también presume de otra distinción, acaso más modesta: una medalla de oro macizo que al reverso dice “al doctor Julio Uriburu, en agradecimiento”, firmada por Alfredo Aubone Muñiz, fechada en Miramar, 22 enero 1954.

La medalla que conservan los
La medalla que conservan los hijos del célebre médico Julio Vicente Uriburu: un obsequio de agradecimiento de Alfredo Aubone

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Viernes 22 de enero de 1954, Miramar, provincia de Buenos Aires. El diario La Capital de Mar del Plata tiene en su tapa un título en letras mayúsculas: “Un oleaje de extraordinaria altura y violencia sorprendió ayer a los millares de bañistas que se hallaban en las playas”. El nivel del mar había crecido un metro en seis minutos. La marejada, alimentada por tres olas consecutivas, invadió la playa, barrió toldos, sombrillas y sillas. “Se registraron verdaderas escenas de pánico y se produjeron casos de principio de asfixia”, dice el artículo. Al menos once personas tuvieron que ser atendidas. No hubo ninguna víctima fatal. Fue apenas un susto, una historia para contar. Incluso hubo quienes se vieron beneficiados. “Pescadores de parabienes” reza un subtítulo de la tapa del diario. La nota habla de tiburones de más de dos metros de largo pescados luego de que la marea retrocediera y los desnudara.

El día en Miramar está como ayer: soleado y disponible. La bandera de los guardavidas flamea celeste. Hace suficiente calor para entibiar el frío del mar argentino, que además contribuye con una cadencia serena. Alfredo Aubone está con su familia. Tiene 18 años por haber nacido el 13 de febrero de 1936. Es hijo de Matilde Muñíz Aguirre y de otro Alfredo: Alfredo Eduardo Aubone Quiroga, flamante cónsul de Argentina en San Francisco, California. Es hermano de Matilde y de Juan Agustín, amigo de Guillermo y de José María. Todos comparten la playa ese mediodía de jueves. Un asado los espera.

“El calor era insoportable. El viento se había calmado y el mar parecía un lago de aguas quietas y azules”, retratará Mariano Magnussen, director científico del laboratorio paleontológico del Museo de Ciencias Naturales de Miramar, en una investigación publicada en diciembre de 2006. Luis Ángel Fulco es el guardavidas asignado a ese área, la continuación de la calle 15 de la ciudad. En las inmediaciones del balneario Gallina, a las trece horas suena la sirena que anuncia el retiro de los guardavidas de la playa. Tiene por delante dos horas y media para descansar y almorzar antes de regresar a su puesto de trabajo. A Fulco lo retiene una charla encendida con su amigo Hugo Villamil.

Don Ángel, voy a nadar un rato”, le dice Aubone, intrépido y seguro. El guardavidas lo autoriza: lo reconoce un nadador avezado y responsable. Un veraneante que puede renunciar a sus servicios y que se hace cargo de su propia audacia. Lo acompaña Guillermo. José María se demora con la preparación del almuerzo. Minutos antes, un fotógrafo ambulante les había tomado una postal profética. Se interna con su amigo a setenta metros de donde rompen las olas. Calcula que debajo de sus pies hay dos metros y medio de profundidad. Se entrega al candor de las olas, al vaivén de la corriente. Boya. Casi no bracea.

El 21 de enero de
El 21 de enero de 1954, el día anterior al ataque del tiburón, los bañistas de Mar del Plata fueron víctimas de un tsunami: en seis minutos el nivel del mar creció un metro

Él no lo ve. Guillermo lo percibe. Es el primero en advertir en la calma de un mar deshabitado que una criatura marina los estudia. Es una sombra gris que se aproxima a gran velocidad en dirección a la superficie, hacia donde Alfredo flota. “Fue entonces que me sentí atacado”, narrará 27 días después recostado en una camilla, con gran parte de su cuerpo vendado, en diálogo con el diario Crónica. Son las 13:10 del viernes 22 de enero de 1954, y José María, afectado por las tareas culinarias del asado del mediodía, es el rezagado que recién está entrando al mar. No irá muy lejos.

“La historia auténtica de mi accidente ha sido ampliada y distorsionada muchas veces. Algunos de los que estaban en la playa ese día vieron cómo era rescatado de las aguas. Lo que pasó allí todavía no lo sabe nadie. Creo que ni yo mismo podría hacer un relato exacto”, dirá antes de incursionar en un repaso cronológico de la vez en que un tiburón lo atacó en la costa argentina.

“De pronto sentí un golpe terrible que me lanzó el brazo derecho hacia atrás con una fuerza tremenda. Y casi de inmediato un dolor vivo en las piernas… Es difícil de explicar lo que ocurrió de inmediato. Me hundí en las aguas y con el brazo izquierdo di una fuerte brazada y volví a la superficie. Recién entonces pude comprender que me atacaba un tiburón. Lo vi. A ocho metros. Estaba dándose la vuelta para atacarme. Le vi la panza blancuzca y la boca, y traté en toda forma de alejarme hacia la costa. Volvió a pasar a mi lado y volví a sentir un dolor como de fuego en la pierna derecha… Seguí con mis esfuerzos aunque me sentía más débil y alcancé a gritar pidiendo socorro”.

El tiburón toma primero su hombro derecho. Lo sumerge en el fondo del mar. “Sus pulmones se llenaron de aire. Cuando trató de mover su brazo, no pudo. Estaba desgarrado, le faltaban pedazos y su sangre se volvía negra al entrar en contacto con el mar”, escribirá el periodista Agustín Bottinelli en su crónica publicada en Gente, 21 años después del hecho. El segundo ataque es en la pierna izquierda. Siente el desgarro, los dientes hundiéndose en su piel y destrozándole los músculos. Pero el dolor no lo invade. Lo que lo mueve es el pánico. Grita por ayuda mientras Guillermo aborda a Fulco para avisarle que algo que nunca pasó en el país está ocurriendo mar adentro. “Es un tiburón… se lo está comiendo un tiburón”, le dice, desesperado. Otra versión de los hechos difiere de esa advertencia: el pavor y desconcierto de Guillermo es tal que huye del tiburón en dirección opuesta a la orilla. Lo terminarán rescatando por la escollera.

La primera esposa de Alfredo
La primera esposa de Alfredo Aubone cuenta que el hombre dejó de usar remeras de manga corta y bermudas: no le gustaba mostrar su cuerpo lleno de cicatrices

Fulco va sin pensarlo. Va porque desconfía, va porque es su trabajo. Nada con furia hasta descubrir a Aubone envuelto en una extraña mancha negra. Su conciencia descarta la existencia de un tiburón y prioriza la teoría de que está atrapado en un banco de algas. Un nuevo ataque, esta vez en la pierna derecha de la víctima, contradice la versión del guardavida. Fulco lo ve: los tiburones no se parecen a los bancos de algas. Otro grito de horror espabila a la multitud que ya se concentra en la orilla. Susana Trimarco y Carlos Alberto Espotorno están entre los curiosos de turno. La tercera agresión concluye rápido, y es la última. Fulco, temerario, toma a Aubone que le informa algo que todos ya saben: “Es un tiburón”. El mito dice que el guardavidas le responde una frase que procura serenarlo: “El único tiburón acá soy yo”.

Una movilización espontánea y coordinada los espera en la playa. Una pareja se acerca al tumulto. Quieren ver lo que todos están viendo. Ven que al que están sacando maltrecho del mar es su hijo. Pasan de la curiosidad al espanto. Fulco lo asiste, Aubone camina. Está adormecido, shockeado. Su brazo derecho cuelga de su cuerpo por un tendón vivo, su pierna derecha exhibe los huesos y su pierna izquierda no tiene músculos. Un rastro de sangre lo persigue. Una lona improvisa una camilla, lo salva de las infecciones y de convertirse en milanesa. Un bañista ubica su auto en la entrada de la rambla. Son dos héroes anónimos que Aubone buscará el resto de su vida.

Alfredo Aubone viaja en el vehículo de un desconocido al hospital de Miramar. Lo siguen sus familiares. Lo escoltan médicos de vacaciones dado la gravedad del caso y la ausencia de cirujanos de guardia en el centro de salud del municipio. “Cuando llegó, tuvo dos paros cardíacos y lo resucitaron. Él decía que estaba lúcido, pero no creo que haya estado lúcido”, recuerda, siete décadas después, su primera esposa Rose Marie Brown Miller. Se conocieron en las calles de Vicente López en los años cuarenta: él era amigo del hermano de ella. Fueron amigos hasta que el reencuentro casual y las horas libres en otro país activó el romance.

El hall de entrada es la sala de shock room. No hay otro lugar mejor para hospedar a todos los cirujanos que en simultáneo lo limpian, cosen y suturan. A sus padres les dicen que la única manera de que sobreviva es cortándole las piernas y el brazo derecho. “La madre, una ferviente practicante católica, se negó. Les dijo: ‘Tiene 18 años, está en manos de dios, yo no autorizo nada’”, rememora Rose Marie, con quien Aubone tuvo tres hijos: Michele, Solange y Alfredo. Su único hijo, heredero del nombre que comparte con su abuelo y su papá, recupera un comentario que alimenta el folclore familiar. “Su mamá no quería que lo amputaran: decía que no quería andar paseando un busto”.

Alfredo Aubone Muñiz nació el
Alfredo Aubone Muñiz nació el 13 de febrero de 1936 en Buenos Aires y murió el 3 de junio de 1989 en La Paz, Bolivia, a los 53 años

La guerra de Corea había terminado el año pasado. El 27 de julio de 1953 se firmó el armisticio entre Corea del Sur, apoyada por el gobierno estadounidense y el régimen capitalista, y Corea del Norte, respaldada por la Unión Soviética, China y el orden comunista. Rose Marie narra la coincidencia: “Un médico jovencito que venía de hacer la residencia en Estados Unidos, que acababa de salir de la guerra de Corea, dijo que allá estaban enyesando a los chicos que volvían destrozados por las granadas porque no los podían coser. Juntaban la carne y los enyesaban”. Aubone parece una momia: lo único que muestra piel y no yeso ni vendas son la cara y el brazo izquierdo. Hasta una aleta había atravesado su torso. Sus órganos vitales están intactos.

Lo operan los doctores Oris de Roa, Uriburu, Schavenson, Peña Méndez y Buschiazzo. Después llega el doctor Bracco con otro equipo de profesionales: médicos del Malbrán y personal interno del hospital. El intendente de Miramar es Marino Cassano, ex director del hospital municipal que asumió su hombre. Aubone necesita plasma sanguíneo con urgencia. El intendente pide colaboración a la policía. Solicita por radio a Mar del Plata. Un motociclista cubre los 46 kilómetros de distancia en 18 minutos: arriesga su vida para salvar otra.

La comunidad acude al llamado de las autoridades: se necesita sangre de cualquier tipo y factor para compensar las pérdidas del joven atacado por un tiburón. No hay tiempo para procesar las muestras. La gente hace fila en el hospital bajo el calor de un enero agobiante. El caso Aubone ya pertenece a la ciudad. “Fue una locura en Miramar. Eran colas y colas para donar sangre. Hasta mi marido, que tenía 15 años por entonces, donó. La gente estaba enloquecida y la playa quedó destruida. Nadie se metía al agua. Estábamos todos tan aterrorizados que solo nos metíamos hasta los tobillos”, repara Susana, testigo del hecho, hoy con 84 años y residente activa del balneario bonaerense desde 1968.

La sobrevida de Aubone es
La sobrevida de Aubone es un gran interrogante. Razones laborales lo obligaron a dejar el país a finales de la década del setenta

Nadie en Miramar quería ser la segunda víctima del tiburón. “La gente tenía miedo. Me acuerdo que en cuanto los rozaba algo, un papel, un pedazo de alga, salían corriendo del agua a los gritos”, contará Fulco en una nota publicada en 1975 por la revista Gente. El guardavidas tenía, para entonces, 61 años y recordaba que el recelo público guardaba una justificación. “Al otro día, volvimos a ver al tiburón más adentro, a unos cien metros de la orilla. Anduvo dando vueltas y después desapareció. Nunca más lo volvimos a ver”. Ese día, el sábado 23 de enero de 1954, el diario Crítica tituló “En brava lucha con un tiburón, un bañista enfrentó la muerte” y La Razón publicó en su tapa “Impresionante episodio en Miramar: un bañista ha sido acometido por un tiburón”. El ataque sacudió la dinámica natural de la ciudad. La hipótesis de su aparición se concentra en un evento extraordinario: el tiburón habría seguido la estela de desperdicios de un portaaviones norteamericano. El dato es un mito sólido e incuestionable.

Aubone quedó compensado en el hospital de Miramar por tres días. Un avión sanitario lo trasladó a Buenos Aires y durante nueve meses vivió internado en el sanatorio Bosch. Era ya un sobreviviente. Las cicatrices le dibujaron el cuerpo. Las operaciones le dejaron 250 puntos de sutura. Conservó el colmillo del tiburón y un agradecimiento infinito. Volvió al verano siguiente a saludar a Fulco y a celebrar el primer aniversario de su sobrevida. Ensayaron juntos una inmersión en el mar para honrar la gesta. “Las cicatrices que tenía... Era como si lo hubieran hecho de nuevo. Cuando lo saqué del agua y lo vi bien, creía que no podía salvarse. Se le veían hasta los huesos en las piernas y el brazo le colgaba de un tendón. La gente que se acercó para verlo salió corriendo”, recordará el guardavidas.

Aubone le regaló una medalla a Fulco, a los médicos y “a todos los que tuvieron una acción directa con su rescate”, cuenta su hijo. “Se encargó de perseguir a toda esta gente para agradecerle. A la mayoría los encontró, pero al dueño del auto y al piloto del avión que lo llevó a Buenos Aires no, nunca los pudo ubicar”, consigna. Meses después, al padre del sobreviviente lo nombraron cónsul general en San Francisco. Aprovechó su estadía para analizar la recomposición de su brazo derecho, que le había quedado inválido. En la Universidad de Stanford lo operaron para que recuperara su utilidad y le hicieron un injerto en el nervio para que pudiera mover el dedo pulgar y el índice. “Los otros tres dedos los tenía inmovilizados. Pero lo disimulaba muy bien. Incluso su renguera la disimulaba muy bien. Pero apenas se podía mover. Era el hombre de yeso”, relata Rose Marie, su primera esposa.

Lo único que subsisten de
Lo único que subsisten de la historia del primer ataque de un tiburón en el país son los recortes de los diarios de época. Luego del hecho de enero de 1954 solo se repitió una vez más: en el verano de 2005

Aubone concluyó su tratamiento de rehabilitación en la Academia de Ciencias de California. Allí, el doctor Walter Follet estudió el colmillo que había quedado incrustado en su tibia: se trataba de un tiburón tigre de seis años de vida y tres metros de longitud. Allí se enamoró de Rose Marie, allí se casó, allí nacieron Michele y Solange. Allí vivieron hasta 1963: sus vidas estaban arraigadas en Argentina, donde nació Alfredo, su tercer y último hijo.

“Se había acostumbrado a caminar como podía -recuerda su primera esposa-. Veías que era una persona que caminaba raro. Tenía un leve balanceo. Pero no se le notaba la renguera salvo que le vieras la pierna que era puro hueso. No tenía músculos en la pierna izquierda y en la derecha, cicatrices y heridas, pero nada más”. Sus lesiones eran evidentes. Dejó de ser un nadador eximio el día que lo atacó un tiburón. No le gustaba meterse al mar ni enseñar sus heridas: evitaba las remeras y camisas de mangas cortas; no usaba bermudas, pantalones cortos ni trajes de baño. Su hijo cree que, aunque no le gustaba abordar su trauma, tampoco estaba acomplejado con su físico: “Simplemente no quería ser un monito de circo, pero cuando éramos chicos mis amigos le pedían que les mostrara las cicatrices y eso le divertía, le causaba gracia”.

De la vida que le siguió a Alfredo Aubone solo se saben recortes. Su familia agradece el recuerdo y prefiere el hermetismo. No hay fotos ni detalles: todo es reserva estricta. La superficie de tu derrotero rescata fragmentos: que estudió ingeniería mecánica, que se convirtió en un empresario próspero y en un fotógrafo aficionado. Que en la década del setenta se instaló en Bolivia, que persiguió emprendimientos en la industria agrícola y farmacéutica. Que se volvió a casar. Que no volvió a tener hijos. Que murió joven, a los 53 años, el 3 de junio de 1989 en La Paz.

* Con colaboración de Agustín Meilan.

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