Adolf Hitler lo fulminó. Furioso, de un plumazo lo destituyó de todos sus cargos. Y de todos sus honores. Hermann Göring, mariscal del Reich, mano derecha de Hitler, jefe de la Luftwaffe, la otrora poderosa fuerza aérea del nazismo, sucesor de Hitler por designio del propio Führer que le había dado plena autoridad para actuar en su nombre si él perdía “capacidad de acción”, se convirtió en un minuto en un pelele, un muñeco casi sin vida y sin futuro. Hitler lo acusó de alta traición, lo despojó de sus cargos salvo que renunciara a todos, ordenó a las temidas SS que lo arrestaran en su residencia de Obersalzberg, lo expulsó del NSDAP, el Partido Nacional Socialista Obrero Alemán, y lo acusó de “intentar ilegalmente tomar el control del Estado”. Todo ocurrió, en segundos, el 23 de abril de 1945, hace setenta y ocho años, cuando el Ejército Rojo se acercaba a Moscú y el Reich que iba a durar mil años se consumía en su propia hoguera.
Terminaba así una alianza de hierro nacida dos décadas antes, cuando Hitler se convenció de que él era el salvador de Alemania, cuando la burguesía alemana perdió su fe en la frágil democracia de la República de Weimar y cuando el nazismo empezó su lento al principio, veloz después, ascenso al poder y a la destrucción y cuando Göring se unió al futuro Führer y ató a él su destino.
Había nacido el 12 de enero de 1893 en una familia de la alta burguesía alemana, padre diplomático del káiser Guillermo, que a los dieciséis años refugió su infancia descarriada en la Academia Militar de Berlín, donde egresó con honores. En la Primera Guerra Mundial fue un oficial del prestigioso regimiento Príncipe Guillermo que dejó de lado las trincheras para trepar a un avión de guerra porque estaba convencido de que el futuro de las batallas estaba en el aire.
También estaba convencido de que Alemania había perdido esa guerra por un feroz complot de marxistas, judíos y republicanos que habían liquidado la monarquía y el imperio, luego de la derrota, y de que su país necesitaba un nacionalismo fuerte, duro, capaz de devolver a la nación el honor perdido y el esplendor del pasado. Cuando el joven Adolf Hitler aparece en Múnich como un agitador de oratoria brillante, Göring se une a él con fervor: “Voy a seguir a Hitler en cuerpo y alma”, dice. Y lo hace. En el intento de golpe de estado conocido como el putsch de la cervecería, una chambonada de Hitler que le cuesta la cárcel, Göring es herido en la ingle. Un balazo que pudo cambiar el mundo porque estaba dirigido a Hitler, pero que cambió para siempre la vida de Göring. Huye de la represión al golpe y se refugia en Innsbruck donde lo curan y calman sus dolores… con morfina. Mientras Hitler escribe en la cárcel su plataforma política, “Mein Kampf – Mi Lucha”, Göring se convierte en morfinómano, viaja por Europa, conoce a Mussolini, le promete presentarle a Hitler y lucha contra su adicción.
En 1925, en Suecia, es catalogado como un drogadicto peligroso y violento. Lo envían al asilo de Langbro, donde usan un chaleco de fuerza mientras dura la abstinencia de morfina. Sale al cabo de un tiempo, pero regresa para un tratamiento adicional. Las heridas, el estrés, sus excesos en el vino y las comidas, la morfina y sus tratamientos contra la adicción modificaron su carácter y su apariencia: tornó a ser más agrio y agresivo; y su anterior esbeltez derivó en una obesidad difícil de controlar, esparcida entre abdomen, cadera y muslos.
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Al tomar el poder como canciller, en enero de 1933, nombra a Göring ministro sin cartera, el primer paso de una sociedad que prometía ser inquebrantable. Göring funda la Gestapo, la policía del Estado, pone al frente a Heinrich Himmler, estrecha relaciones con el mundo católico y en el Vaticano visita al cardenal Eugenio Pacelli, futuro papa Pío XII. Viudo de su primera esposa, se casa con la actriz y bailarina Emmy Sonnemann con quien tiene una hija, Edda, que nació en 1938.
A menos de un mes del ascenso de Hitler al poder, un incendio destruye el Reichstag, el parlamento alemán, que presidía Göring: un incendio fraguado del que Göring se jactó de haber iniciado con sus manos. De allí en más, el gobierno de Hitler ya es dictadura, Göring fue el cerebro organizador del rearme alemán, limitado por el Tratado de Versalles que impedía cualquier esfuerzo de guerra de un país que cifraba en la guerra, y en la expansión hacia el Este, su futuro que imaginaba brillante. Impulsó y vio nacer a la Lutwaffe, la fuerza aérea nazi y Hitler lo hace ministro de Aviación y comandante.
Fue más que eso. Creó el programa de trabajo esclavo que incluyó a millones de personas en el desarrollo de la industria y el poderío militar del nazismo. Primero fueron los opositores al régimen, y luego fueron los prisioneros de guerra y miembros de etnias, religiones y comunidades juzgadas como “enemigas de la arianización” de Alemania. Göring fue juzgado y condenado en Núremberg por haber creado el programa de opresión contra los judíos, obligados a vivir en guetos o a emigrar de Alemania que de paso confiscaba sus propiedades y sus bienes: Göring se hizo millonario en los años de la guerra y saqueó museos y colecciones privadas para apropiarse de obras de arte, muebles y tesoros artísticos y culturales.
Como hombre de guerra fue un fiasco. Convertido en héroe por los éxitos militares nazis en los primeros años de la Segunda Guerra, fue derrotado en la ya legendaria “Batalla de Inglaterra”, en la que sus aviones fueron diezmados por la Royal Air Force (RAF). El primer ministro británico Winston Churchill honró a aquellos pilotos británicos con una frase también de leyenda: “Nunca tantos debieron tanto a tan pocos”. No eran tan pocos: en Londres, no muy lejos del Palacio de Buckingham, un monumento recuerda a los caídos en aquellos días: son más de cincuenta y cinco mil. El fracaso de Göring echó por tierra los planes de Hitler de anular el poderío aéreo británico para invadir luego la isla. Göring fracasó también en impedir que los aliados bombardearan Alemania. Con su particular estilo altanero y burlón, había proclamado: “¡Si un avión enemigo vuela sobre suelo alemán, mi nombre es Meier!”. Pero el 11 de mayo de 1940, cuando la RAF empezó a bombardear ciudades alemanas, Göring no cambió su apellido. Tampoco lo hizo el 30 de mayo de 1942 cuando la primera gran incursión aérea de más de mil bombarderos devastó la ciudad de Colonia.
Su tercer fracaso fue Stalingrado. Cuando los soviéticos dieron vuelta el sitio nazi a la ciudad, cuando dieron vuelta las ambiciones de Hitler de conquistar la ciudad que llevaba el nombre de su enemigo y sitiaron a su vez al ejército del mariscal von Paulus, y cuando de esa forma también dieron vuelta el curso de la guerra, Göring prometió hacer llegar a las tropas nazis un mínimo de trescientas toneladas diarias de suministros, municiones y alimentos. Era un alarde sin sentido. Su Lutwaffe no disponía sino de apenas mil aviones para el resto de la guerra y Göring no pudo suministrar más de veinte toneladas diarias de alimentos y municiones a un ejército sepultado en la nieve rusa. Von Paulus se rindió en enero de 1943 y el Ejército Rojo inició entonces su marcha imparable hacia Berlín.
Dos años después, cuando los rusos ya rodeaban los barrios periféricos de la capital del Reich, Hitler festejó su cumpleaños cincuenta y seis en el bunker de la Cancillería, que sería también su ataúd de concreto. Allí y entonces admitió que la guerra estaba perdida y desoyó los consejos de su estado mayor que le sugirió trasladarse a su refugio, el “Nido del Águila”, en Berchtesgaden: contestó que no podía pretender que sus tropas pelearan la batalla final por Berlín, si él se ponía a salvo. De ese día son las conocidas escenas del Hitler que pasa revista en los jardines de la Cancillería a veinte chicos de las juventudes hitlerianas, acaricia las mejillas de dos muchachos y luego los manda a morir frente a los tanques rusos. “¿Son estos chicos toda la defensa de Berlín?”, se preguntó entonces una de las secretarias del Führer.
Hitler se reunió esa tarde con la jerarquía nazi, al menos con los que estaban cerca de Berlín. Göring llegó para saludarlo con noticias de catástrofe: lo único que estaba despejado era una carretera que llevaba al sur. Si el Führer decidía dejar Berlín... Además de Göring saludaron a Hitler el almirante Karl Dönitz, el general Wilhelm Keitel, el ministro de Asuntos Exteriores Joachim von Ribbentrop, el arquitecto del Reich, Albert Speer, el general Alfred Jodl, el poderoso jefe de las SS Heinrich Himmler y el artífice del Holocausto, Ernst Kaltenbrunner, entre otros. Muchos de ellos, los que no se suicidaron, terminarían ejecutados en Núremberg. También acechaba en las sombras el poderoso Martin Bormann que tenía un plan maestro: reorganizar el NSDAP y ponerse al frente de la Alemania de posguerra.
Todos creían que era posible una paz negociada. No era posible. Los aliados, en especial los soviéticos, querían una rendición incondicional de Alemania y ajustar cuentas con sus máximos dirigentes. Sólo Hitler estaba convencido de que él mismo lucharía hasta el final y luego se quitaría la vida. Por eso reafirmó y convirtió en permanente su testamento político: Göring era su sucesor y quien ocuparía su lugar si el Führer se veía incapacitado para actuar. Hitler creía que Göring era el más indicado para negociar la paz con los aliados.
Göring, en cambio, pensaba otra cosa. Dos meses antes del encuentro en el bunker de Hitler, había enviado a su mujer y a su hija Edda a un lugar seguro en las montañas bávaras. En febrero había escrito su testamento. En marzo había enviado hacia el sur de Berlín cajones colmados de los tesoros artísticos saqueados a los museos y a los judíos enviados a la muerte en los campos de concentración y que eran ahora suyos. Había transferido a su cuenta medio millón de marcos y el resto de sus pertenencias eran embaladas en ese instante para llevarlas en camiones a su residencia en Obersalzberg.
Cuando terminó la reunión de la jerarquía nazi, Göring dijo que necesitaba salir de inmediato de Berlín, esa misma noche del 20 de abril, para viajar al sur y dirigir desde allí a la Lutwaffe. No era verdad. La Lutwaffe estaba hecha pedazos, restaban pocos aviones capaces de despegar, pocos pilotos que pudieran hacerlo y, en el mejor de los casos, ya no había combustible para hacerlos volar. Göring no fue el único en dejar Berlín. La mayoría de los jerarcas nazis hicieron lo mismo, hacia el norte, el sur y el oeste, que del este llegaban los rusos, y por cualquier camino que estuviese abierto.
El 22 de abril, cando el ejército soviético arrasó el cordón interno de defensa y entró a los arrabales de Berlín, Hitler dijo que la guerra estaba perdida. Quienes lo escucharon, lo decía por primera vez, lo vieron pálido desfalleciente, apático, hundido en su sillón. Ordenó quemar sus archivos del bunker, dijo a todos que podían marcharse, que él iba a quedarse en Berlín, que iba a suicidarse junto a su mujer, Eva Braun, dio órdenes para que incineraran los dos cadáveres y dijo que ya no tenía órdenes para dar a la Whermacht.
Su jefe de estado mayor, Karl Koller se estremeció: ¿quién iba ahora a dar las órdenes? Cuando Berlín cayera, porque iba a caer, ¿adónde quedaría instalado el cuartel general de la Whermacht?, ¿quién iba a negociar un alto el fuego con los aliados?, ¿quién iba a ordenar el retiro de las tropas? Estas dudas y el ánimo de Hitler fue lo que Koller informó a Göring: al parecer, Hitler había renunciado a la jefatura del estado y de la Whermacht. Era hora de que entrara en vigor la ley que, el 29 de junio de 1941, había nombrado a Göring sucesor en caso de que Hitler estuviese incapacitado para actuar.
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Göring no estaba convencido de reemplazar a Hitler. Lo conocía, sabía que al día siguiente podía cambiar de idea, estar de mejor ánimo y volver a la ofensiva. Además, temía a Bormann que era su enemigo declarado y quien en verdad quería suceder a Hitler una vez que el Führer estuviese muerto y la paz firmada. Koller convenció entonces a Göring para que enviara un telegrama a Hitler con una especie de plazo, hasta las diez de la noche del 23 de abril, para que él se hiciera cargo del Tercer Reich. Göring aceptó y ese fue su final. Envió a Hitler un conceptuoso telegrama, meloso, casi servil y redactado con extremo celo. Decía:
“Mein Führer: El General Koller me dio una sesión informativa basada en comunicaciones suministradas por el Coronel General Jodl y el General Christian, según la cual Usted refirió ciertas decisiones tomadas en relación conmigo, y subrayó que en caso de que fuera necesario entrar en negociaciones, yo estaría en mejor posición que Usted en Berlín. Esa posibilidad ha sido tan sorprendente y grave para mí que me siento obligado a asumir que, si no hay respuesta hasta las 22:00 horas, Usted ha perdido su libertad de acción. Siendo así asumiré que las condiciones de su decisión han sido satisfechas y tomaré acciones en beneficio de la población y de la patria. Usted sabe que no puedo expresar con palabras cuáles son mis sentimientos hacia Usted en estas las horas más difíciles de mi existencia. Dios lo bendiga a Usted y espero que le permita llegar pronto aquí. Su fiel servidor Hermann Göring”
Es difícil entrever en esas líneas un asomo de deslealtad. Al principio, Hitler le restó importancia. Pero Bormann empezó a interpretar el texto a su manera y a tratar de convencer a Hitler de la traición de su antiguo aliado. Bormann hizo algo más: aportó otro telegrama de Göring a von Ribbentrop en el que lo citaba a una reunión inmediata si es que no había antes instrucciones o novedades desde el bunker de Hitler. Sí que las hubo. El Führer, de mejor humor que el día anterior, fulminó a Göring a través de un telegrama redactado por Bormann y lo puso bajo arresto en su residencia, a la que rodeó de tropas de las SS. Después nombró al almirante Karl Donitz como presidente del Reich y jefe de lo poco que quedaba de la Wehrmacht. Seis días después se suicidó junto a su mujer, Eva Braun. Como suele suceder, las derrotas inminentes impulsan el canibalismo político.
Göring fue liberado de su prisión el 5 de mayo, con la guerra a punto de terminar de manera oficial, por tropas de la Luftwaffe que no permitieron que su antiguo jefe siguiera preso, mientras corrían a entregarse a las fuerzas americanas antes de caer prisioneros de los rusos. El ex mariscal del Reich hizo lo mismo. El 6 de mayo, dos días antes del final oficial de la guerra en Europa, lo detuvieron las tropas de la 36ª División de Infantería estadounidense. Fue a parar al Palace Hotel de Mondorf les Bains, en Luxemburgo. Los americanos lo sometieron a una dieta estricta y a una privación total de la morfina, que Göring consumía, entre tres y cuatro gramos por día, gracias a un derivado suave de la droga, la dihdrocodeína. Perdió veintisiete de los ciento dieciocho kilos que pesaba al ser detenido y se declaró no culpable de los graves delitos de los que fue acusado en el célebre juicio de Núremberg.
Entre esos delitos figuraban conspiración, librar una guerra de agresión, crímenes de guerra, saqueo, traslado a Alemania de obras de arte y otros bienes, torturas, asesinato, esclavitud de civiles y prisioneros de guerra, entre ellos opositores al nazismo, judíos, comunistas, gitanos, homosexuales y Testigos de Jehová, todos confinados en los campos de concentración de la Alemania nazi. En su defensa, Göring dijo que había sido leal a Hitler, lo que era casi verdad, que no sabía nada de los campos de concentración, lo que era una enorme falsedad, y que había sido un pacificador y diplomático antes de la guerra y un militar intachable en los años de conflicto.
Las sentencias contra los jerarcas nazis juzgados en Núremberg se leyeron el 30 de septiembre de 1946. Göring fue hallado culpable y condenado a la horca: “Su culpabilidad es única en su enormidad. No hay registro que revele excusa alguna para este hombre”, dijeron los jueces.
La fecha de ejecución fue fijada para el 16 de octubre de 1946. La noche anterior, Göring se suicidó en su celda. Aún hoy es un misterio, pero le habían hecho llegar una píldora de cianuro.
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