Maxi había cumplido 33 años, ya era médico y acababa de confirmar la sospecha que lo había perseguido desde la infancia: era cierto, sus padres no eran sus padres biológicos. Desesperado por saber más, los sentó uno al lado del otro para que no pudieran acordar una nueva mentira: ¿Cómo habían hecho para conseguir un bebé? ¿De dónde lo habían sacado?
El nexo -le juraron ellos, aterrorizados ante la posibilidad de perderlo- había sido su madrina.
Maxi, entonces, fue directo a ella. “La historia fue así”, arrancó la mujer, como si llevara años segura de que ese momento algún día llegaría.
“Yo tenía un compañero de trabajo que era pediatra, su esposa también era pediatra. Querían tener hijos pero no podían. Dos años antes de que vos nacieras esta pareja conoció a una chica embarazada que quería dar a su bebé. Ellos se ofrecieron a quedarse con la criatura, decidieron acompañarla y le pagaron los estudios pero a último momento la mujer se arrepintió y se quedó con la beba. Fue en 1977″.
¿La beba? ¿Qué tenía que ver eso con él?
A pesar de la devastación emocional en la que había quedado y de la ilegalidad que significaba fraguar la identidad de un bebé, la pareja de pediatras decidió volver a intentarlo. Esta vez con recaudos: “Decidieron entonces hacerlo con dos embarazadas a la vez, por si una se arrepentía”, siguió la madrina de Maxi.
El lado B de aquel reaseguro era evidente: si ninguna de las dos embarazadas se echaba atrás, había que ocuparse de ubicar al segundo bebé que naciera: “El bebé de repuesto”.
“Cuando yo me enteré de esto les comenté que conocía a una pareja que también quería tener hijos y no podía”, siguió ella. El primer bebé nació y lo llevaron con el matrimonio de pediatras. Vos naciste cinco días después: yo misma te fui a buscar y te llevé con los que fueron tus padres”.
Maxi la miró extrañado. Su madrina acababa de darle un montón de información y nada al mismo tiempo. ¿Quién era su mamá biológica entonces? ¿Lo había regalado? ¿Vendido? ¿Y quién era su papá?
La mujer juró que no sabía más nada, habían pasado más de tres décadas de todo aquello. Pero Maxi Jiménez no se quedó con eso, y durante los 9 años que siguieron se convirtió en el detective de su propia historia.
“Era como estar excavando para encontrar un tesoro y excavar cada vez más fuerte; yo tenía hijos, una compañera, un trabajo, pero no podía parar”, dice ahora a Infobae. Así, excavando, llegó a lo que parecía imposible.
Atrás
“Nací en el 79 y a medida que fui creciendo empecé a dudar”, cuenta él, que es médico toxicólogo y trabaja en el Hospital Fernández. “Cuando era chico un amigo me había dicho que éramos adoptados y aunque yo no le di cabida en ese momento me recuerdo buscando fotos de mi madre de crianza embarazada de mí, y recuerdo no haberlas encontrado”.
En esa casa de San Isidro la duda fue haciendo metástasis pero Maxi jamás se animó a preguntarle a sus padres -ingeniero él, docente ella- si era o no su hijo.
“Recuerdo haberme sentido muy conflictuado: ‘Si fuera cierto me lo habrían dicho: la verdad y la honestidad siempre fueron valores que nos inculcaron’, o ‘si voy con una acusación así y estoy equivocado, ¿cómo va a quedar mi relación con ellos? Sólo hacerles la pregunta indicaba que yo creía que ellos eran capaces de haberme engañado toda la vida”.
La respuesta a esa pregunta muda llegó cuando Maxi tenía 33 años y estaba en el epicentro de una crisis vital. Acababa de separarse -”no era feliz en ese matrimonio, sentía que estaba viviendo una mentira”, dice y sonríe, consciente de que en esa oración Freud guiñó un ojo desde la tumba. “Tampoco había querido tener hijos”, dice después, seguro de que guiñó el otro.
La revelación del secreto vino de un personaje secundario en la historia, alguien a quien nadie se había ocupado de silenciar: la mamá de una amiga. ¿Qué tenía que ver esa mujer en la trama? Nada, salvo que acababa de enterarse de que ella también había sido adoptada ilegalmente y había sentido la necesidad de hacer “causa común”.
“Supongo que sintió cierta fraternidad con todos los que habían sido engañados sobre sus orígenes biológicos”, piensa él. Por eso se ocupó de que Maxi se enterara de lo que muchos en el barrio sabían.
En vez de derrumbarse, cuando Maxi se enteró sintió que “me liberaba del peso del mundo, un peso que yo siempre había llevado sobre los hombros”. No estaba mal de la cabeza por dudar, no era un mal hijo que los estaba acusando falsamente.
De todas las preguntas que les fue haciendo durante los años que siguieron, Maxi recuerda especialmente una respuesta. “Cuando le pregunté a mi mamá de crianza por qué habían hecho algo así me dio una respuesta que la hizo un poco más humana”, dice él. “Algo así” es, concretamente, el delito de sustracción de identidad.
La respuesta fue “todas mis amigas estaban teniendo hijos y yo no podía”.
Maxi se fue enojando a medida que le fueron cayendo las fichas -“entiendo el deseo de tener un hijo, ¿pero más de tres décadas engañándome?”-, y pasó los siguientes tres años sin dirigirles la palabra.
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La investigación había comenzado, lo que Maxi no sabía era que todos los primeros caminos iban a llevarlo a callejones sin salida. Como había nacido en el 79, lo primero que hizo fue ir a la CONADI (Comisión Nacional por el Derecho a la Identidad) a ver si era hijo de desaparecidos. Negativo.
Se puso entonces a atar cabos hasta que encontró al hijo que se habían quedado los pediatras.
“Me dijo que era cierto todo, aunque los pediatras se lo habían negado a muerte siempre. De hecho él ya había encontrado a su familia biológica”, cuenta. De la madre del “bebé de repuesto”, sin embargo, no sabía nada. Tenía el nombre del “contacto” -el hombre que Maxi cree que pertenecía a la red de tráfico de bebés-, pero había muerto.
Siguieron 9 años así, girando en falso, tratando de pegar en cada vuelta los pedazos rotos de la relación con sus padres de crianza. Maxi se había puesto en pareja y había sido padre, lo intentaba porque quería que sus hijos tuvieran abuelos.
La ficha que empujó a las otras
A comienzos del año pasado Maxi empezó a leer, una tras otra, las historias que estaban contando en Infobae otras personas que habían vivido situaciones parecidas. Llevaba años atascado en el punto ciego y fue por eso que decidió copiar el método que había ayudado a muchos, y se hizo el llamado “Family Tree”.
Era un análisis privado de ADN, y se lo hacía no porque hubiera alguien con quien cotejar. Como el sistema guarda los datos en un banco de Estados Unidos, si tenía la suerte de que alguien lo estuviera buscando y hubiera dejado su ADN en el mismo lugar, el match iba a saltar. Y saltó.
“Pero no era alguien que estaba buscándome sino un primo que estaba reconstruyendo el árbol genealógico familiar por hobby”. El primo primero dudó y dejó de contestarle, hasta que Maxi le escribió con firmeza: “Mirá, yo voy a seguir buscando y voy a encontrar, si vos no me ayudás sólo voy a tardar más tiempo”.
El primo, entonces, abrió el juego. Si habían tenido el mismo abuelo había un dato clave que tenía que saber: ese abuelo había tenido una familia oficial, con esposa e hijos, y otra paralela, con esposa e hijos.
Estudiaron uno por uno a los hijos que ese abuelo había tenido en su familia oficial a ver si alguno podía ser el papá o la mamá de Maxi. No parecía venir por ahí. La clave parecía estar en los tres hijos que el hombre había tenido con la familia paralela.
Maxi encontró la dirección del mayor y fue a tocarle el timbre a Mataderos. Se encontró con un hombre que claramente tenía Alzheimer. Le quiso contar, fue difícil, así que sólo le dejó su teléfono. “Me terminó llamando la hija furiosa, convencida de que yo quería aprovecharme de la enfermedad mental de su papá para estafarlo. ‘No vuelvas a llamar nunca más’, dijo, y cerró otra puerta”.
Consiguió entonces el teléfono del hermano del medio. “Lo agendé. Cuando miré su foto tuve la sensación de que se parecía a mí, que podía ser mi papá, pero de verdad yo ya estaba fuera de la realidad. Ya no sabía que era cierto y qué estaba imaginando”. Respiró profundo, lo llamó.
“¿Y sabés que pasó? Lo mismo: pensó que le quería robar, que era un engaño, que lo estaba llamando desde la cárcel, y me bloqueó”.
Quedaba una sola posibilidad: la hija menor de los tres hermanos. “Era un número fijo. Llamé y me atendieron de un estudio de abogados. Me dijeron que era todo muy raro, que no le iban a pasar el mensaje”.
A punto de bajar las persianas, Maxi hizo un último intento y encontró el celular de esa mujer. ¿Podía entonces ser su mamá? ¿Cómo se lo iba a preguntar?
“Imposible”, le respondió ella. “Yo no puedo ser tu mamá, nunca estuve embarazada”.
Si ninguno de los tres era su mamá o su papá Maxi parecía haber vuelto al punto de partida. Pero algo inesperado estaba por pasar.
“Ella llamó a su hermano del medio, el que me había bloqueado pensando que lo llamaba desde la cárcel”, cuenta. Le dijo: “Jorge, hay un muchacho que nació en el 79 que dice que busca a sus padres”. Jorge escuchó, ahora sin la desconfianza de escudo, y su vida entera empezó a tambalear.
Jorge había tenido un hijo en el 79: un hijo que, se suponía, había nacido muerto.
La revelación
¿Cómo un hijo muerto? ¿Cómo “supuestamente” muerto?
A comienzos de 1979, Jorge Jiménez había conocido a Mirta, una chica que había venido a Buenos Aires desde Corrientes y trabajaba como empleada doméstica. Habían salido unos meses cuando se enteraron de que ella estaba embarazada.
“Se separaron, y ella cursó todo el embarazo sola”, sigue Maxi. Un año después volvieron a encontrarse y la mujer le contó lo que había pasado: “El chico -le dijo- nació muerto”. Jorge le había creído, no había tenido ningún motivo para no hacerlo.
Ahora, 43 años después y con el teléfono todavía en la oreja, se dio cuenta: “La engañaron, le mintieron, se lo robaron”. Tenía a quien preguntarle porque esa mujer no había sido una amante pasajera: seguía siendo su mujer.
Cuando vio una foto de Maxi, a Jorge no le hizo falta demasiado para darse cuenta del parentesco: era muy parecido a la otra hija que él había tenido con Mirta. Igual fue a conocerlo, y recién dos días después se atrevió a contárselo a su esposa. Fue en esa charla que Mirta se desmoronó y le contó la parte que le faltaba a la historia.
“Resulta que cuando se quedó sola empezó a trabajar de doméstica en la casa de la viuda de un militar, una señora que le ofreció ayudarla con el embarazo. En todos los estudios le dijeron que el bebé estaba mal y no tenía ninguna posibilidad de vivir”, sigue Maxi.
“Un día la sedaron y le hicieron una cesárea. Dijo que pasó varios días sedada y cuando se despertó le dijeron ‘no hay bebé, el bebé murió’”. Le dieron plata para que se fuera. “Nunca esa viuda volvió a abrirle la puerta”.
El 27 de diciembre del año pasado, temblando y aún antes de hacerse el estudio de ADN, Maxi se abrazó con su papá en una plaza de Avellaneda. Se abrazó con su hermana, la chica idéntica a él. Dos días después se desarmó frente a su mamá.
La mujer abrió la puerta, lo miró y le dijo: “Yo sabía que te había escuchado llorar”.
Se miraron, lloraron, se tocaron las caras: se reconocieron. “Hasta ese día yo me llamaba Juan Giorgi, así me conocían todos”, se despide él.
Mirta, que había sido empleada doméstica hasta jubilarse, le contó todo lo que su memoria no había bloqueado para sobrevivir, le juró “hijo, no te busqué porque no supe cómo”. Y le contó que le había puesto un nombre: Maximiliano Ezequiel.
“En ese momento me di cuenta de que yo no puedo desconocer esta parte de la historia: Juan era el nombre que me habían puesto después de haber sido robado. ¿Yo? Yo soy Maxi”.
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