El tren provenía del Gueto de Cehei, ubicado al norte de Transilvania. La gente viajaba, como siempre, hacinada en esos vagones pensados para el traslado de animales. Fueron cuatro días terribles. De frío, hambre, sed, hedor. Y de muerte. Muchos ni siquiera llegaron a salir del vagón. En la estación los esperaban los soldados alemanes, armados y alerta. Gritos, gestos destemplados, algún disparo al aire, golpes y patadas. Los soldados nazis dividían a la gente en grupos. Por un lado los que estaban en condiciones de trabajar; por el otro, las mujeres, los niños, los enfermos, los lastimados, los débiles: los que no les eran de utilidad, los que de inmediato serían asesinados en la cámara de gas.
En ese contingente estaba la familia Mozes. Eran seis. El padre se paró frente al resto, en un intento de oficiar como escudo. Detrás, la madre abrazaba a sus cuatro hijas. A Alexander, el padre, lo arriaron a culatazos hacia donde estaban los hombres activos. En una punta del andén, un hombre refulgía con su delantal blanco impecable, guantes blancos y una vara estrecha y larga en una de sus manos. Con un sólo movimiento de vara, un latigazo al aire, dio una señal. Uno de los soldados entendió de inmediato y se acercó a Jaffa Mozes. Le preguntó si sus dos hijas menores eran gemelas. La mujer dudó en responder. No sabía cuál era la respuesta correcta, cuál le daría más posibilidades de sobrevida a sus hijas. Al mismo tiempo se sintió culpable: las habían reconocido por su costumbre de vestir siempre igual a las gemelas Eva y Miriam. Jaffa alcanzó a balbucear: “¿Es bueno que sean gemelas?”. “Muy bueno” respondió el soldado mientras se las arrancaba de las manos. La mujer corrió tras ellas pero se detuvo cuando dos soldados se pararon frente a ella y la amenazaron con golpearla con la culata de las armas.
Eva y Miriam pasarían en ese momento a integrar el catálogo de gemelos que Josef Mengele utilizó como conejillos de indias, en experimentos pseudo científicos, en Auschwitz. Experimentos atroces y crueles que utilizaban a los niños para estudiar y probar sus teorías estrambóticas en busca de la raza superior, del linaje perfecto.
Mengele inoculó tifus en pacientes, inyectó sustancias en los ojos de varios niños para intentar cambiarles el color, extirpó ojos de personas vivas para ver cómo eran por dentro, para intentar entender su funcionamiento, mató niños para extirparles órganos, mató hijos delante de sus madres y hasta cosió a dos gemelos entre sí para recrear el comportamiento de los siameses: las costuras se infectaron y la gangrena consumió a los hermanos. Por estas cosas a Mengele se lo conoció como El Ángel de la Muerte.
Eva Mozes Kor nació en un pequeño pueblo rumano en 1934. Lo hizo junto a su hermana gemela, Miriam. Su padre trabajaba la tierra. Su madre se encargaba de las cuatro hijas. Edit y Aliz eran las hermanas mayores.
Te puede interesar: La liberación de Auschwitz: el espanto del primer hombre que entró y descubrió el lado más miserable de la humanidad
Los Mozes eran la única familia judía de su pueblo que en 1940 debido a la invasión nazi se convirtió en territorio húngaro. En 1944 la familia fue encerrada en el Gueto de Cerhei. Pocas semanas después, los trasladaron a Auschwitz.
Esa tarde en que fueron separadas de sus padres, Eva y Miriam no podían imaginar que sería la última vez que verían a su familia. “Si existiera el infierno en la tierra, para mí tendría la forma de Auschwitz. En menos de 30 minutos mi familia se esfumó. Nos quedamos huérfanas, desnudas, hambrientas, siendo torturadas. Y sin saber qué iba a ser de nosotras”, contó Eva muchos años después.
Las desinfectaron, las raparon, las tatuaron. Eva fue el A-7063 y Miriam el A- 7064. Luego las dejaron desnudas en un cuarto despoblado y precario durante horas, hasta que dos personas con delantales blancos las examinaron y tomaron todas las medidas del cuerpo. Desde el peso y la altura hasta el largo de los lóbulos de las orejas o la distancia entre la punta de la nariz y el labio superior.
Pasaron a ser parte del experimento demencial de Mengele. Se calcula que tuvo como víctimas alrededor de 3.000 niños, es decir 1.500 parejas de gemelos.
La rutina era estricta. Se alternaban las revisiones con los procedimientos. Un día las medían y examinaban de manera exhaustiva, al siguiente le sacaban sangre de un brazo mientras que en el otro recibían varios pinchazos.
Eva, a raíz de esos pinchazos, por algo que le inocularon, enfermó muy gravemente. Tanto que se alteró la rutina. Ya no era parte de las mediciones y tampoco, en las jornadas intermedias, de las extracciones y sesiones de pinchazos. La revisó Mengele y la desahució; dijo que no le quedaban más de dos semanas de vida. La enfermera en jefe dejó de prestarle atención, ya no valía la pena gastar esfuerzos en esa chica de 10 años sentenciada.
Eva supo que Mengele no mentía, que el diagnóstico era acertado. Pero se propuso contradecirlo, no dejarse vencer. En los pocos meses que había pasado bajo el poder de Mengele, en ese laboratorio macabro, Eva se había dado cuenta de algo: cuando uno de los gemelos moría, el otro desaparecía a las pocas horas. Era algo de lo que no se hablaba entre los chicos (con el tiempo supo que al otro lo mataban así Mengele podía realizar las autopsias de manera simultánea y comparar los cuerpos y los órganos). Eva decidió vivir, no se iba a entregar porque hacerlo implicaba la pena de muerte para su hermana. No podía caminar pero se arrastraba hasta el lugar en el que había agua. Luego de beber quedaba desvanecida en el suelo durante horas. Pese al diagnóstico fatal de Mengele, Eva sobrevivió.
Un día de enero de 1945, los nazis que quedaban en Auschwitz escaparon ante la proximidad del Ejército Rojo. En el campo sólo quedaron los que no podían trasladarse por enfermedad grave y los niños, la mayoría de ellos eran los gemelos de Mengele.
Eva y Miriam fueron trasladadas a una especie de orfanato y luego a dos campos de refugiados. Tardaron nueve meses en regresar a Rumania. Fue posible porque en uno de los campos se cruzaron con una amiga de la madre que se hizo cargo de ellas; a la mujer le habían asesinado a sus hijos en Auschwitz.
En Rumania, bajo el influjo comunista, la vida tampoco era sencilla. En 1950, las hermanas lograron salir hacia Israel. Allí se radicaron y se alistaron en las fuerzas armadas israelíes. En 1960, Eva conoció a Michael Kor, un sobreviviente de los lager que se había instalado en Estados Unidos y estaba de visita en Israel. Se casaron y se radicaron en Terre Haute, un pequeño pueblo de Indiana. Tuvieron dos hijos, Alex y Rina.
Eva adoptó el apellido de casada. Ni ella ni su marido hablaban de su pasado, de lo vivido en Auschwitz. Eva se convirtió en alguien peculiar en su pueblo. No era muy querida. Sus reacciones extemporáneas, su carácter agrio y explosivo ahuyentaba a los vecinos. Alguna vez hizo un escándalo en la escuela de sus hijos porque habían pintado y decorado, para Pascuas, huevos de verdad con temperas y fibras. Su objeción no era religiosa: no podía concebir que se desperdiciara la comida. El hambre de Auschwitz seguía habitando su cuerpo. En el pueblo sufrió ataques antisemitas. El dolor sólo aumentaba. Con su marido tampoco hablaban del pasado. Él decía que había que mirar hacia adelante, sin volver la cabeza.
La vida de Eva cambió en 1978 cuando se emitió la miniserie Holocausto. Se convirtió en un fenómeno. Pese a sus imprecisiones y simplificaciones, la miniserie logró instalar el tema y difundir las atrocidades. Eva volvió a conectarse con su pasado y necesitó salir a contar su historia.
Fundó CANDLES (Children os Auschwitz Nazi Deadly Lab Experiments Survivors), una asociación que agrupaba a los niños que fueron objeto de los experimentos de Mengele. También montó un Museo del Holocausto y de su asociación en Terre Haute, el pueblo en el que vivía. Una noche de 2003 sucumbió a las llamas; alguien lo incendió intencionalmente, se supone que fueron blancos supremacistas. Eva trabajó dos años hasta poder reconstruirlo y reabrirlo.
Cuando se difundió la muerte de Mengele, Eva no lo creyó y pidió que se siguiera investigando. En un acto en el Capitolio frente al vicepresidente Bush y Elie Wiesel expresó su descontento en una irrupción inesperada. Saco un cartel con una consigna y empezó a gritar. Debió ser desalojada por personal de seguridad. Pero esa actitud contestaría y furiosa no iba a durar mucho más. Se produjo en ella una nueva transformación.
Te puede interesar: El “Ángel de la muerte” nazi que experimentó con seres humanos, Perón lo protegió y murió libre en una playa
El gran cambio se produjo recién en 1993, cuando viajó a Alemania. Se encontró con Hans Münch, un doctor nazi que había trabajado en Auschwitz y había sido juzgado por crímenes de guerra. A pedido de Eva, Münch aceptó ir a Auschwitz junto a su antigua víctima y firmar un documento en el que afirmaba que las cámaras de gas habían existido y señaló el lugar en el que estaban instaladas. Fue en un momento importante: los negacionistas habían ganado terreno. Esa fue la primera vez que perdonó a alguien públicamente. “En el mismo momento que perdoné sentí que un peso gigantesco, un dolo enorme, dejaba de agobiarme por primera vez en casi medio siglo”, dijo Eva Kor.
A partir de ese momento, ella habló permanentemente del perdón. Para ella el perdón no significaba que los criminales debían quedar impunes ni que merecieran la absolución. El perdón era, para ella, un gesto individual que no influía en terceros, ni siquiera en los perpetradores. Era una vía que ella había encontrado para la sanación, que le había resultado pero que no pretendía extrapolar al resto. “El perdón no es para terceros. Es de auto sanación, para empoderarme, para liberarme”. Ella le sacaba al perdón el cariz religioso. Decía que una vez que pudo perdonar recuperó el poder sobre sus victimarios. “No lo hago por ellos, lo hago por mí”, insistía.
Cuando la convocaron a declarar en el juicio de Oskar Groening, conocido como el Contador de Auschwitz, ella dudó. La tuvieron que convencer.
Después Eva valoró la experiencia. Era una sobreviviente de Auschwitz que solía ser llamada “Judía sucia” por los alemanes. Ahora estaba en un juzgado alemán, tratada con gran respeto por jueces, fiscales y abogados alemanes. “Era como una experiencia surrealista para mí. Me tenía que pellizcar para creérmelo”. Fue escuchada y su testimonio tuvo valor.
Pero eso no fue todo. Al terminar de declarar se acercó a Groening y habló con él. Le agradeció por reconocer los crímenes. El hombre, ya muy anciano, estaba en una silla de ruedas. Ella, mientras dialogaban, tomó una de sus manos. Groening tiró de ella y le dio un beso en la mejilla y un abrazo a modo de gratitud. La foto recorrió el mundo y fue muy criticada.
Pero sus palabras y sus gestos muchas veces fueron malinterpretados, tergiversados. Algunos dijeron que lo que ella pretendía era que no hubiera más juicios contra los criminales nazis. Eva Kor respondió con firmeza: “Al contrario. Yo quiero que todos los nazis enfrenten a la justicia. Que se sienten y escuchen los testimonios de las víctimas, que rinden cuentas. Y que principalmente nos ayuden a nosotros y al mundo con la verdad”.
Luego aclaraba que si ella fuera quien tuviera que decidir, si fuera la jueza, no mandaría a Groening a prisión. “No tiene sentido poner tras las rejas a alguien de 93 años. Lo haría viajar por todo el país para hablar con los jóvenes, con los neonazis para que les contara lo que vio y para que diera testimonio de que el régimen nazi y sus similares nunca debieran volver” declaró.
Las críticas no se acallaron. La acusaron de montar gestos mediáticos y de faltarle el respeto a las víctimas con cada uno de sus perdones. Eva tuvo que recordar que además de su padecimiento físico y el de Miriam (y sus secuelas físicas), ella había perdido a su padre, a su madre y a sus dos hermanas mayores. “Si se llegara al extremo de que todos los nazis fueran encontrados, juzgados y colgados, mi vida seguiría siendo igual. Siempre sería una huérfana, una sobreviviente de experimentos monstruosos, alguien que por lo que sufrió tuvo que pagar precios altísimos”.
Su hermana Miriam tuvo secuelas de esa temporada bajo el poder de Mengele. Sus riñones no desarrollaron más, quedaron con el tamaño y la funcionalidad de los de una nena de 10 años. Años después, Eva viajó desde Estados Unidos a Israel para ser la donante de Miriam, lo que permitió alargar la vida de su hermana seis años. Miriam murió en 1993 a causa de un cáncer de riñón.
Eva siguió luchando contra el olvido. Consiguió luego de promoverla durante años, que su estado, Indiana, dictara una ley en la que se considera obligatoria la enseñanza de lo ocurrido en el Holocausto en todas las escuelas secundarias.
Eva murió en su ley. Lo hizo fuera de su casa, lejos de dónde vivía, pero haciendo lo que quería, cumpliendo con su vocación tardía.
El 4 de julio de 2019, con sus 85 años, estaba en Cracovia al frente de un grupo de visitantes y alumnos que recorrían los campos de concentración nazis.
Seguir leyendo: