En esa mañana del domingo en el aeródromo de Cappy, en el norte de Francia, el piloto miró al cielo y enseguida intuyó que la niebla pronto desaparecería y podría volar. Desde que el 6 de julio de 1917 había sido herido en la cabeza por una bala perdida, había dejado de ser ese muchacho jovial y entusiasta. Era taciturno, distante, aunque temerario e implacable en los combates aéreos.
La noche anterior se había acostado tarde porque estuvo festejando con otros pilotos su derribo número 80, una cifra increíble que lo había colocado en el tope de los héroes de guerra alemanes.
Esa mañana del 21 de abril de 1918 Manfred von Richthofen, 25 años, quien se había ganado el apodo de “Barón Rojo”, a bordo de su triplano Fokker Dr. I pintado completamente de ese color casi a propósito, en una actitud desafiante para que el enemigo lo reconociese, protagonizaría uno de los misterios más atrapantes de la Primera Guerra Mundial, el de su propia muerte.
Había nacido el 2 de mayo de 1892 y desde niño lo atrajo todo lo que significase un peligro. En su autobiografía que escribió en 1917 mientras se reponía de sus heridas, destaca que en una oportunidad trepó al campanario de la iglesia de Wahlstatt y llegó hasta la punta del pararrayos, donde ató un pañuelo que quedó por años.
Empezó a combatir en la Primera Guerra en el cuerpo de caballería, pero la modalidad de enfrentamientos entre trincheras hizo casi inútiles los combates con animales y él buscaba acción. Luego de cumplir tres meses de instrucción entró en el cuerpo de aviación, cuando los aviones recién llevaban una década de vida.
El 1° de septiembre de 1915 participó del primer combate aéreo, el 10 del mes siguiente fue su primer vuelo en solitario y el 17 de septiembre de 1916 su primer derribo. Tal era su letalidad en el combate que los ingleses habían armado un escuadrón especialmente para darle caza.
Ese día el 209° escuadrón británico, acantonado en Bertangles, al mando del canadiense capitán Arthur Roy Brown, 25 años y nueve derribos, recibió la orden de patrullar el sector alemán entre Albert y Amiens. Tres grupos de quince aviones despegaron a las 10.
A cierta distancia, en Morlancourt Ridge, vigilaba la zona la 53ª batería antiaérea australiana. Allí se encontraba Robert Buie, un artillero de infantería, listo con sus ametralladoras Lewis. Esta acompañado por William James Evans, 27 años, un hombre muy rubio que se había ganado el apodo de Snowy.
Cuando los alemanes se enteraron del vuelo de la patrulla enemiga, se dispusieron a despegar. A Richthofen no le gustó que le tomasen una fotografía saludando a su perro Moritz. Era de mala suerte hacerlo antes de volar. Varios de sus mejores amigos habían perdido la vida en misiones en los que les habían tomado fotos. Estaba por demás sensibilizado porque muchos de sus más cercanos camaradas habían muerto.
Lo que ocurrió ese día fue descripto con lujo de detalles en la biografía del aviador alemán escrita por Eduardo Caamaño. En la patrulla de Richthofen volaría su primo Wolfram, en lo que sería su primera misión. Despegaron media docena de Fokker divididos en dos grupos.
Media hora después tuvieron un encuentro con aviones australianos de reconocimiento, que lograron escapar del asedio alemán. La patrulla de Richthofen continuó hacia la línea del Somme. Una batería australiana, al verlos, comenzó a dispararles. El humo de las ametralladoras llamó la atención de la patrulla aérea británica y fue hacia la zona.
Las máquinas de ambos bandos se trenzaron en combate. Las maniobras y los fuertes vientos fueron llevando a los aviones sobre la tierra de nadie del lado aliado, lo que era peligroso para los alemanes, que quedarían a merced del fuego de tierra.
En medio del combate Wilfrid May, un novato piloto británico que había recibido la orden de mantenerse al margen de la acción, decidió por su cuenta atacar el avión del primo de Richthofen. Cuando sus ametralladoras se le trabaron, decidió regresar a la base.
No se percató de que era perseguido por el triplano del propio Barón Rojo, quien le disparaba.
May se desesperó por el acoso y maniobró enloquecidamente en zigzag, rozando las copas de los árboles. El jefe de la escuadrilla británica trató de captar la atención del piloto alemán para que May pudiese escapar.
Vio cuando la máquina de Richthofen giraba sorpresivamente a la derecha y empezó a caer casi en forma vertical. El inglés dedujo que el avión había sido alcanzado por disparos o que el piloto estaba herido, se desentendió y volvió al combate.
Pero el alemán pudo dominar el avión y continuar la persecución, ya que contaba con un avión mucho más veloz. Estaba tan enceguecido por lograr su derribo 81 que no tomó en cuenta de que surcaba territorio enemigo.
En tierra, las baterías aliadas seguían atentamente la persecución y esperaban el momento oportuno para dispararle al alemán. Buie y Evans con sus ametralladoras dieron en la cola del Fokker rojo.
Intentó virar para huir del lugar y recibió una segunda ráfaga. Su avión se volcó hacia la derecha y empezó a descender casi en picado. Richthofen estaba seriamente herido. Se quitó las gafas, apagó el motor para evitar un incendio y se aferró con sus dos manos a la palanca de dirección para lograr aterrizar de la mejor manera posible. Se estrelló en un campo de remolachas.
Cuando una media docena de soldados australianos llegaron, lo vieron volcado hacia el panel de instrumentos. Le salía sangre por la boca, estaba herido en el rostro, tenía los ojos abiertos y sus dos manos aún se mantenían sobre la palanca de dirección. El primero en llegar para arrestarlo, lo escuchó murmurar algo y falleció.
Tres soldados lo sacaron del habitáculo y lo depositaron en tierra. En su bolsillo izquierdo guardaba un libro, que tenía un impacto de bala y que impidió que diera en su corazón.
“¿Saben quién es?”, preguntó el capitán Donald Fraser. “Este hombre es Richthofen, el famoso aviador alemán”. Le encontraron un reloj de plata, una cadena de oro y un par de guantes de piel. Les llamó la atención de que llevase un pijama debajo de su uniforme.
En cuestión de minutos el avión fue literalmente saqueado por los soldados que buscaban souvenirs o elementos para vender, a tal punto que muchas de sus partes se exhiben en diversos museos del mundo.
Su cadáver fue llevado al aeródromo de Poulainville, donde fue examinado por médicos y se le tomaron fotografías. A las 5 de la tarde del día siguiente se realizó el funeral con todos los honores militares. El ataúd, hecho con restos de maderas de aviones, fue llevado en un vehículo y en la entrada del cementerio de Bertangles, a unos 25 kilómetros de Vaux-sur-Somme, dos filas de soldados australianos permanecían formados, con sus fusiles en funerala, en señal de respeto.
El reverendo capitán George Marshall encabezó el cortejo hacia la fosa y rezó un responso. Detrás seis oficiales británicos condecorados llevaron sobre sus hombros el ataúd. Cuando lo depositaron en la fosa, los australianos dispararon al aire. Dejaron varias ofrendas florales.
Colocaron una cruz hecha con las aspas de la hélice de un avión. En su centro tenía una chapa con la leyenda en inglés y alemán el nombre, la edad del fallecido y la fecha.
En dos semanas el muerto hubiera cumplido 26 años.
El 23 de abril aviones británicos arrojaron sobre las líneas alemanas fotografías del cadáver del piloto y de su sepultura.
Su muerte disparó una controversia: ¿quién lo había matado? ¿Fue el piloto Roy Brown quien había tratado de llamar su atención cuando el alemán perseguía a May? Tenía un disparo con orificio de salida en su torso, cerca de su axila derecha con salida por debajo de su tetilla izquierda. Por su ubicación, los médicos descartaron que los disparos hayan sido hechos desde tierra, como también se adjudicaron los australianos.
Sin embargo, esa polémica entablada por historiadores y especialistas en aviación lleva más de un siglo.
En 1920 sus restos fueron trasladados al cementerio alemán de Fricourt. Cinco años después el gobierno alemán los reclamó para llevarlos a Berlín para que descansaran junto a otros héroes de guerra. Y desde 1975 están junto a los restos de su madre, hermanos y sobrina en la ciudad de Wiesbaden.
De cada uno de sus derribos Richthofen guardaba recuerdos que conservaba en la habitación de su casa familiar. Luego de su muerte se transformó en una suerte de museo de ese joven as alemán que fue el terror de los aviadores aliados, cuya marca quedó por años en el tope del pararrayos de la iglesia, demostrando que podía llegar más alto que cualquier otro.
Fuentes: El avión rojo de combate, por Manfred von Richthofen; Manfred von Richthofen El Barón Rojo, de J. Eduardo Caamaño.
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