Se contaban 51 días desde que un grupo de agentes de la Oficina de Alcohol, Tabaco y Armas de Fuego (ATF) de los Estados Unidos había intentado allanar la casa de los “Davidianos de la Rama” en Mount Carmel, a 16 kilómetros al este de Waco, Texas, cuando todo explotó.
Durante todo el tiempo que duró el sitio – porque la casa estuvo rodeada por las fuerzas federales – los medios de comunicación estuvieron presentes con sus cámaras, transmitiendo muchas veces en vivo y en directo un conflicto que, pese a las negociaciones casi permanentes, iba escalando de manera alarmante, hasta que el 19 de abril de 1993 estalló en un incendio que costó la vida a 82 miembros de la secta, entre ellos 23 niños.
Entre los muertos estaba David Koresh, el líder de la secta, un hombre de 33 años, la edad de Cristo al morir, y que también se creía el hijo de Dios destinado a morir también a sus 33 años.
El hecho pasó a la historia como “la masacre de Waco” y fue el resultado de un cóctel explosivo cuyos ingredientes principales se aportaron de los dos lados: de uno, un fanatismo religioso que no encontraba límites; del otro, una cadena de malas decisiones políticas y de impericia por parte las fuerzas federales que actuaron en el lugar.
Porque durante esos 51 días pasó de todo: desde un intento de asalto improvisado que se llevó la vida de cuatro agentes federales y de seis integrantes de la secta, pasando por un insólito cambio de negociador cuando se estaba atravesando la mitad del diálogo, la salida de algunos niños pero de otros no e, incluso, disputas internas entre el FBI y la ATF, hasta la incapacidad de evaluar correctamente el fanatismo y la decisión de resistir de Koresh y sus seguidores.
Lo que debió ser una operación federal eficaz se transformó así en un espectáculo seguido por millones de personas en todo el país y el resto del mundo hasta que terminó en tragedia.
De todos esos errores, el primero y más grave fue tomar decisiones sin saber en profundidad quién era el líder de esa secta que había transformado su sede en una fortaleza y que contaba con un arsenal en su poder.
El “Hijo de Dios”
David Koresh nació como Vernon Wayne Howell, el 17 de agosto de 1959, en Houston, Texas, hijo de la quinceañera Bonnie Sue Clark y de Bobby Howell, un joven apenas mayor que dos meses después de la llegada al mundo de quien se pretendería sucesor de Cristo abandonó a Bonnie por otra adolescente.
Bonnie tampoco quería quedarse sola, por lo que pronto se unió a un alcohólico violento, con el que su hijo debió convivir durante cuatro años, hasta que su madre decidió huir de él. Pero la huida de Bonnie fue completa: en sus planes no estaba llevarse al pequeño Vernon, a quien dejó al cuidado de su madre, Earline Clark.
Fue un abandono que se prolongó durante tres años, hasta que volvió a Houston con el carpintero Roy Haldeman, con quien se había casado durante su ausencia. Cuando Vernon tenía 9 años, nació Roger, su hermanastro.
La infancia de Vernon fue cuanto menos sufrido: abandonado y recuperado por su madre, se sentía sapo de otro pozo en su casa, además sufría de dislexia, lo cual le traía problemas en la escuela, donde sus compañeros se burlaban de él.
Así y todo, demostró tener una habilidad sorprendente: a los 11 años era capaz de recitar de memoria el Nuevo Testamento, cualquier fuera el libro que le pidieran y el versículo por el cual lo invitaran a empezar.
Con La Biblia en la mano o en la cabeza, en la adolescencia empezó a deambular por diferentes iglesias, hasta que recaló en la Adventista del Séptimo día, donde se enamoró de la hija del pastor. Para entonces, había encontrado una revelación en el Libro de Isaías, donde creyó entender que todo hombre debía tener una compañera. La suya, creyó, era la hija del líder de la congregación, a la que acosó hasta que terminaron expulsándolo.
Después de eso se mudó a Waco, donde se unió a la secta de los Davidianos - formada por expulsados de la Adventista del Séptimo Día, como él -, liderada por Lois Roden, una mujer de 76 años que se decía profetisa.
Tal vez por el mandato de tener una compañera, el veinteañero que ya se llamaba a sí mismo David Koresh empezó una relación sentimental con la lideresa Lois, lo cual provocó un entredicho con el hijo de ésta por la sucesión del comando de la secta. Lo resolvieron a los tiros dentro del rancho y terminaron los dos detenidos.
Cuando Koresh fue liberado se convirtió en el líder de los Davidianos. Ya se consideraba profeta e hijo de Dios. Se hizo también dueño y señor del rancho de Monte Carmelo, con más de cien adeptos que lo seguían y un incipiente arsenal en su poder.
Corría 1984 y fue entonces cuando empezó a predecir el inminente apocalipsis que ocurrió nueve años después.
El harén y las armas
En ese momento, Koresh le dio una nueva vuelta de tuerca a su lectura del Libro de Isaías y entendió que no debía tener una compañera sino, en su carácter de líder de la secta, varias o, mejor aún, todas.
Dentro de sus seguidores había matrimonios con hijos, pero eso no fue obstáculo para el profeta, que empezó a casarse una por una con las mujeres, a quienes además obligó a no tener más relaciones sexuales con sus maridos.
Frente a esa alternativa, algunos matrimonios abandonaron Monte Carmelo, en otras el hombre o la mujer abandonó la secta mientras su pareja se quedaba, mientras que la mitad aceptó la situación.
Por las afirmaciones de quienes se habían ido, los rumores de poligamia y de fanatismo religioso comenzaron a correr por Waco y llamaron la atención de la prensa. “¿Qué ocurre dentro de Monte Carmelo?”, se preguntaba un diario local, mientras que otro planteaba las cosas de manera más directa y acusaba a Koresh de poligamia y abuso de menores.
Eso fue el principio del fin. Además de denunciar las prácticas sexuales de Koresh, algunos de los antiguos miembros de la secta advirtieron a las autoridades que el profeta tenía un verdadero arsenal en Monte Carmelo.
En enero de 1993, el FBI ya conocía el caso, pero no podía intervenir porque la cuestión correspondía a la Oficina de Alcohol, Tabaco y Armas de Fuego (ATF) y no era cuestión de invadir su campo de acción.
El primer asalto
El 28 de febrero de 1993 un grupo de agentes de la Agencia de Alcohol, Tabaco, Armas de Fuego y Explosivos (ATF), pretendió allanar el rancho de Monte Carmelo, pero Koresh y sus seguidores le impidieron la entrada.
Entonces, los federales prepararon un asalto sorpresa para el día siguiente, pero le avisó a un periodista para que cubriera los hechos. La agencia quería que su accionar en el combate del crimen quedara registrado para que lo conociera todo el país.
Eso fue fatal. La mañana del 1° de marzo, el periodista al que le habían filtrado el dato quiso llegar a Monte Carmelo, pero se perdió. Para orientarse, pidió indicaciones a un cartero, sin saber que el hombre era integrante de la secta.
-¿Para qué quiere ir? – le preguntó el cartero al periodista.
-Porque la ATF está preparando algo grande ahí – contestó el hombre de prensa.
Apenas lo perdió de vista, el cartero abandonó su reparto y corrió a avisarle a Koresh.
Cuando el grupo de asalto de la ATF llegó al rancho, los miembros de la secta lo estaban esperando con armas largas, distribuidos por todas las ventanas de la residencia y en otros lugares estratégicos.
Los recibieron a los tiros y los obligaron a retroceder. El saldo fue de cuatro agentes y seis sectarios muertos, y varios heridos de uno y otro lado. Entre los que habían recibido una bala dentro de la casa se contaba Koresh, pero la herida no era grave, podía seguir liderando.
51 días de tensión
Lo que siguió fue un tire y afloje de más de un mes y medio, durante el cual la ATF, el FBI y el gobierno de Bill Clinton cometieron un error detrás del otro.
El rancho quedó sitiado, con francotiradores que apuntaban las 24 horas contra las ventanas, aunque con la indicación de no disparar sin una orden expresa del comando.
Mientras tanto, el negociador de la ATF se comunicada varias veces al día con Koresh o con alguno de sus lugartenientes.
-Si quieren pelear, pelearemos – le advirtió el líder de la secta.
Para calmar los ánimos, el negociador aceptó la demanda de Koresh para transmitir por la cadena CBS un mensaje de 57 minutos. A cambio, el líder de los Davidianos permitió que salieran 21 niños del rancho. Sus padres se quedaron adentro, a excepción de una mujer que salió días después.
La situación seguía lejos de la solución, pero parecía encaminada hasta que se resolvió que el FBI reemplazara a la ATF en el caso.
A partir de entonces, los hechos se desarrollaron con rapidez. El FBI desembarcó en Waco con un equipo de rescate de rehenes y un negociador que reemplazó al de la ATF. En un primer momento, acordó con Koresh que liberaría a dos niños cada vez que la estación de noticias de radio de Dallas KRLD reprodujera un mensaje sobre la llegada del Apocalipsis.
La grabación se transmitió, pero el falso mesías incumplió su promesa.
Como respuesta, el grupo de asalto – sin consultar al negociador – cortó la electricidad del racho y los Davidianos respondieron colgando un cartel que decía: “Dios nos ayude, queremos a la prensa”.
A partir de entonces, los sitiadores iluminaron el rancho con potentes reflectores y mantuvieron música a todo volumen irradiada por altavoces para desgastar a los miembros de la secta.
La situación pareció tener un principio de solución cuando, el 4 de abril, un grupo de abogados se reunió con Koresh y éste prometió que se rendirían después de la Pascua. Sin embargo, la ilusión duró poco. Días más tarde, el líder de la secta publicó dos cartas en las que hablaba de “terremotos y desastres”.
Todo parecía estancado, hasta que el FBI – con autorización del gobierno de Bill Clinton - decidió actuar el 19 de abril sin conocer cuántas armas tenían los miembros de la secta y ni imaginar que tenían granadas.
La masacre
El operativo comenzó a las cinco y media de la mañana, luego de una exigencia de rendición. El grupo de asalto esperó una respuesta durante media hora y exactamente a las seis, un tanque M-728 avanzó avanzó hasta el complejo y perforó una de las paredes mientras se arrojaban granadas de gas lacrimógeno a dentro.
“El tanque entró por la puerta delantera y simplemente volaron todo. Fue increíble verlo entrar”, diría después David Thibodeau, uno de los pocos sobrevivientes de la masacre.
Durante cinco horas los davidianos respondieron el ataque con balas, pero era evidente que tarde o temprano serían detenidos. Entonces Koresh dio la orden de hacer volar todo y la casa comenzó a prenderse fuego en tres puntos diferentes. Eran las 12:07 cuando el fuego alcanzó la pólvora y las municiones y todo estalló.
Para peor, como el FBI había cortado el agua, los bomberos – que demoraron 45 minutos en actuar porque nadie les había avisado – no pudieron combatir el incendio.
Una vez sofocadas las llamas, el grupo de asalto encontró los cadáveres – muchos de ellos calcinados – de los miembros de la secta que habían resistido el ataque. Minutos después se toparon con otro horror: en un bunker subterráneo vieron los cuerpos de 18 niños y nueve mujeres. No habían muerto bajo las balas de los atacantes sino que habían sido ejecutados por los propios Davidianos.
En total se encontraron 82 cuerpos: los de 59 adultos y los de 23 niños. Los restos de Koresh fueron identificados sin lugar a dudas por los forenses.
La masacre de Waco estaba consumada, pero nadie imaginaba que iba a tener otra trágica secuela.
Mc Veigh y la semilla de Waco
El sitio montado sobre la residencia de los Davidianos en Monte Carmelo atrajo durante esos 51 días a miles de personas que quisieron asistir al espectáculo más allá de lo que mostraban las cámaras de televisión. Algunos eran simples curiosos; otros – y no pocos – fanáticos de todo tipo.
La masacre del 19 de abril tuvo así una multitud de testigos presenciales.
Entre ellos, desde principios de mes, se contaba un joven de cabeza rapada y ropas de corte militar, veterano del ejército estadounidense, que no se alejaba casi nunca del lugar, al punto de dormir en su vehículo. Cuando debió presentar su identificación ante los policías locales que, cada tanto, controlaban a los curiosos, mostró un carnet de conducir a nombre de Timothy McVeigh.
Dos años después, más precisamente el 19 de abril de 1995, McVeigh armó un camión-bomba y lo estrelló en la entrada del edificio de la Oficina de Alcohol, Tabaco y Armas (ATF) en Oklahoma.
La explosión mató a 168 personas, en lo que fue el atentado más sangriento hasta entonces de la historia de Estados Unidos.
La semilla de Waco había germinado.
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