Rosa Rotenberg no tiene ni una sola foto de su madre. No recuerda su cara, sus manos ni sus ojos: la última vez que la vio era una beba de apenas 5 meses. Ni siquiera podría intuir si alguno de sus hijos o nietos se le parecen. Pudo reconstruir su historia -los últimos meses de su historia-, recién en 2015, 70 años después de su muerte. Pero Rosa sí tiene una certeza que le acaricia el corazón: su mamá la cuidó siempre, aún en los momentos que había perdido todas las esperanzas de volver a verla.
En el invierno europeo de 1945, las cartas estaban echadas para los nazis. El ímpetu del avance aliado hacía estragos en sus filas. El campo de exterminio Bergen Belsen, para esa época, era un desfile de espectros. Allí, en el lapso de cuatro años, asesinaron a 500 mil judíos. Entre los hombres y mujeres que deambulaban por aquellas lúgubres barracas estaba Regina Seywacz, la madre de Rosa. Tenía apenas 26 años y la piel hundida entre los huesos. Estaba enferma y su palidez auguraba el cercano final. Un oficial alemán la interrogó con violencia: “¿Usted tiene hijos?”. La mujer, en un susurro, le respondió: “No”.
Sólo unas semanas después, el 15 de abril, la 11° División Armada del ejército británico liberó a los condenados. Pero la salud de Regina no resistió más: dos meses después del final de la Segunda Guerra Mundial, murió. Su hija, que hoy tiene 81 años, ignora las causas. Pero se sabe que hacia el final del confinamiento en Bergen Belsen, 35 mil personas fallecieron a causa del tifus, la tuberculosis, la fiebre tifoidea y la disentería. Los rigores del horror mataban como las cámaras de gas.
Habrá sido duro para Regina decir que no tenía una hija, negarla. Era la segunda vez que la salvaba. Cuando la respondió que “no” al oficial nazi, Rosa ya tenía 4 años y vivía con un nombre falso, el de Wanda Darlewska, en el orfanato Kzendza Boduena (Sacerdote Buena), ubicado sobre la calle Leszna de Varsovia, la capital polaca. No la veía desde que era una beba de cinco meses.
Nacer en el horror
Regina se casó con Salomón Rubén Rotenberg en Varsovia, en 1939, casi al mismo tiempo que Polonia se rendía ante el fulminante ataque del ejército del Tercer Reich. El hombre, que sobrevivió a la guerra y se radicó en 1950 en la Argentina, escribió un libro llamado Abi Vaiter (Sigamos adelante). Allí relata que cuando su madre, Rosa Gita Wolar, conoció a Regina, les dijo “no esperen, estamos en tiempo de guerra, nadie sabe lo que nos deparará el mañana. Cásense ya mismo, tienen mi bendición”. De inmediato, en cuestión de minutos, hubo boda. Un vecino trajo dos anillos y bendijo el matrimonio. Y ellos usaron un mantel blanco como jupá. Mientras afuera crecía el espanto, en su casa hubo fiesta y gritaron “¡Mazel tov!” (¡Buena suerte!). Apenas cuatro días después, Rosa Gita Wolar murió.
El gueto adonde estaban confinados los judíos era la antesala del infierno. En sus memorias, Salomón escribió que en 1941, por orden de los nazis, los alimentos en Varsovia estaban racionados. Los arios recibían 2600 calorías diarias por persona, los polacos 700 y los judíos apenas 180.
En medio de ese siniestro panorama, Regina y Salomón tuvieron a su hija: Rosa Rotenberg nació el jueves 19 de junio de 1941. Salomón, con su memoria prodigiosa, relata que la partera, un minuto después, estaba extrayendo una muela. Así era la vida.
Todos en el gueto sabían que los alemanes eran impiadosos con los judíos. No importaba que fueran hombres, mujeres, ancianos o niños. La hermana de Salomón había sido asesinada junto a sus dos pequeñas hijas de 3 y 5 años porque se resistió a desnudarse frente a un comandante alemán. Lentamente, la semilla de la resistencia del gueto se nutría del dolor y la bronca de esas historias. Y este fue un caso. Escribió Salomón: “Juré vengar esas muertes aunque me costara la vida. Y cumplí. Con mi hermano Mailej escapamos del gueto y nos citamos en Kaloszyn. El traía un revólver calibre 22 y la familia consiguió otro para mí. Nuestros familiares conocían a los asesinos, sabían que eran dos hermanos volk-deutsch (alemanes nativos) y dónde vivían. Nos alojamos cerca del molino espiando a los culpables día y noche hasta que al final los mandamos a ‘su paraíso’”.
Pero el peligro acechaba a cada segundo, y ni Regina ni Salomón querían ese espantoso final para Rosa. Fuera del gueto, en la zona aria de Varsovia, vivía Stefa, la hermana mayor de Regina. Y decidieron enviarla a vivir con ella, aunque eso significaba no volver a verla jamás.
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No todos los habitantes del gueto tenían prohibido salir. Algunos hombres jóvenes poseían una autorización para trabajar fuera de allí. El primer paso fue rastrear a Stefa. El segundo, conseguir a una persona de confianza que se atreviera a llevarle a la niña. Si lo atrapaban con una beba, significaba una muerte instantánea para los dos.
Cuando lo consiguieron, fijaron la fecha de la partida: el 23 de diciembre de 1941. Salomón relata los dolorosos últimos instantes que pasaron los tres juntos: “¿Cómo preparar y despedirse de la criatura en sólo horas? Era casi imposible, bañarla, vestirla con la ropa adecuada, que no abultara pero lo suficientemente abrigada para que no se resfriara en el viaje, porque ya hacía bastante frío. Además había que prepararle algo para comer. Temblamos de miedo ante la decisión tomada, sin saber cuándo volveríamos a verla… No puedo expresar siquiera nuestros sentimientos encontrados en la noche del 22 al 23 de diciembre. Fue desgarrador. A la mañana siguiente se presentó Kalmen con un bolso de mano y una pequeña mochila para cargar a su espalda. La nena ya estaba preparada, la apretamos sobre nuestro corazón y sin pérdida de tiempo la acomodamos en el bolso, con su mamadera. Le deseamos suerte y éxito en el emprendimiento, mientras Regina la bendecía y se despedía de ella en polaco, como si entendiera…”
Pero antes de entregarla a Kalmen, revisaron el cuerpo de su hijita palmo a palmo, hasta el último detalle. Muchos años más tarde, esa decisión sería clave para que la niña recuperara su verdadera identidad.
Regina y Salomón se quedaron en su casa para no despertar sospechas: “No lo acompañamos por razones de seguridad y cuando se fue, ambos nos arrojamos sobre la cuna y besamos angustiados los pañales, rogando a Dios para que guiara al vecino en su cometido, tal como el Jazán pide en Iom Kipur: ‘Hazme recorrer con éxito el camino por el que ando’”, narró Salomón. Y enseguida contó el regreso de Kalmen al gueto: “Nos mantuvimos pegados a la ventana hasta que lo vimos llegar con el bolso vacío y prorrumpimos en un llanto amargo y doloroso. El vecino nos relató en una larga exposición que esta había sido su mejor salida porque no hubo ningún tipo de controles”.
El levantamiento de Varsovia
El mismo hombre que había llevado a Rosa fuera del gueto, hacia una zona más segura de la ciudad, ingresaba armas y municiones para los jóvenes de la resistencia. En 1941 ya se conocía la existencia de los campos de exterminio y el destino que les esperaba a quienes eran deportados. El propio Salomón recuerda una escena, mientras veía salir a los trenes atestados: “Hermanos, no vayan a los vagones, todos serán quemados, nadie queda vivo, son engañados con la promesa de un trabajo. Los llevan a la muerte, ¡y qué muerte! Quemarlos sin compasión”.
A fines de 1942, las deportaciones de judíos habían alcanzado a las 300 mil personas. En el gueto quedaban 100 mil habitantes. Se creó la ZOB (La Organización Combatiente Judía según su nombre en polaco). Los jóvenes estaban listos para luchar y morir si era necesario. “Estábamos dispuestos a caer, si junto a nosotros también caían nuestros enemigos. Cada habitante del gueto tenía esa firme convicción y no existía la más mínima duda al respecto. No íbamos a morir como ratas. Ya teníamos preparados revólveres, fusiles, granadas y botellas con material explosivo. También bayonetas y algo de municiones. Cada bala debía servir para matar a un alemán”, repasa en su libro Salomón.
Para 1943, al ejército del Tercer Reich sólo le quedaba trasladar a los últimos 60 mil judíos. El 19 de abril (8 de abril en el calendario judío), las tropas alemanas asaltaron el gueto. Unos 700 miembros del ZOB los enfrentaron.
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En esa lucha, Salomón, que tenía 32 años, perdió a cinco hermanos. Una mañana, uno de ellos llegó al búnker donde estaban escondidos, con su campera llena de granadas. Les dijo “con esto no tengo por qué tener miedo” y salió a enfrentar a los nazis. Poco después desapareció sin dejar rastros. Las primeras escaramuzas los llenaron de esperanza. Durante un mes resistieron con coraje a tropas mucho mejor entrenadas, armadas y alimentadas. Pero la derrota final fue inevitable. El 16 de mayo de 1943, los combates cesaron. Los nazis capturaron a 56 mil judíos. Unos 7 mil fueron fusilados. Al resto los enviaron a los campos de exterminio.
Una semana antes del final, Regina y Salomón fueron detenidos y deportados. El 8 de mayo, el tren arrancó con ellos y la esperanza de volver a ver a Rosa se convirtió en la luz de un fósforo. En Lublin, la formación se detuvo. Un oficial de las SS pidió un carpintero a los gritos. Era el oficio de Salomón. Regina le rogó que levantara la mano. Su esposo se negó para no separarse. Pero ella insistió, le dijo que así podría escapar y rescatarla -una utopía- y Salomón dio un paso al frente. “Antes de separarme del grupo Regina alcanzó a tomarme la mano y decir: ‘Viviremos los dos y veremos a nuestra hija sana y salva’. Lloré calladamente”, escribió el hombre. No se vieron nunca más.
Reconstruir la historia
Salomón pasó por tres campos de concentración y sobrevivió a la guerra. Lo liberaron antes del final del conflicto y regresó a Polonia para reunir a su familia. Con él viajaban una mujer llamada Miriam y su hija, Flora, que habían conseguido documentos polacos falsos para sortear a los nazis. La joven, además, también había combatido en la guerrilla del gueto. Y había enviudado. Se instalaron en Lublin -ya liberada- y pusieron un restaurante. Cuando los rusos desalojaron a los alemanes de Varsovia, se mudaron allí.
Lo primero que hizo Salomón fue buscar a su hija. Rosa, desde que llegó a la casa de Stefa, había pasado de mano en mano. “Mi tía era hermana de mi mamá y no me podía tener. Vivía del lado ario, y era evidente que si se quedaba con una niña abandonada había muchas sospechas de que fuera judía. Desde entonces tuve un periplo que nunca conocí y mi padre tampoco. Finalmente fui depositada, bastante tiempo después, en un orfanato que estaba dirigido por monjas católicas. En un convento, digamos. Guardaban muchos niños, muchos de ellos judíos. Las monjas se arriesgaban mucho, porque la SS venía muy a menudo a controlar si todo estaba en orden. Mis padres habían tomado una sola precaución en esta despedida que fue desgarradora, y muchos años después supe que habían estudiado con un detenimiento inusual cada parte de mi cuerpo. Y habían tomado la decisión de atarme al cuello una bolsita, dentro de la cual había un nombre, un papel con un nombre falso, que era el que yo portaría de aquí en más en vez de mi verdadero nombre y apellido de niña judía. Mi nuevo nombre era Wanda Darlewska, bien polaco, no había ninguna duda sobre ello. Y así es como mi padre intentó, una vez terminada la guerra, encontrarme con ese nombre”, contó.
Rosa jamás logró recordar los detalles de su paso por el convento. Los borró de su memoria. Lo visitó, de grande, a partir de su determinación de reconstruir su historia y la de su madre. En el lugar, pudo saber, llegaron a vivir casi 600 niños. Y aunque el edificio estaba fuera del gueto, lo alcanzaron algunas bombas. En las páginas amarillentas de una carpeta, fechada en 1942, estaba escrito su nombre falso. Y a continuación, la frase “su padre la retiró en mayo de 1945″.
Salomón alcanzó la punta del ovillo, llegó al convento. Le ofrecieron agua y le pidió a la Hermana Superiora por su hija. Le dio el nombre falso que usaron para protegerla: Wanda Darlewska. Pero no tenía papeles, y al principio las monjas negaron que estuviera allí. El hombre, desesperado, contó que en ese momento “me arrojé llorando al suelo, gritando que después de todo lo que había pasado, luchando en el gueto de Varsovia y sufriendo en los tres campos, necesitaba encontrar a mi hija”.
La Madre Superiora, conmovida, le pidió una seña, algo que le permitiera confirmar que esa niña que invocaba -y estaba allí- era su hija. Y entonces, aquella minuciosa revisión de la beba en el momento de entregarla obró el milagro. Salomón jugó la carta ganadora: Rosa tenía un pequeño orificio en el borde superior de la oreja derecha. Las monjas lo chequearon y regresaron con la niña. Salomón narró aquel instante: “De repente se abrió una puerta del salón, a unos 20 metros de donde estábamos y aparecieron dos religiosas trayendo por sus bracitos a una nena que ni bien entró, clavó su mirada en mí como si me conociera. Y en esos ojazos magnéticos vi reflejados los míos. Quedé pegado al piso. No pude contener mi emoción y rompí en un fuerte llanto”.
Vivir a pesar de todo
Luego que Salomón supo de la muerte de Regina, formó una nueva familia con Flora. Con ella, a su debido tiempo, Rosa tuvo tres hermanas más. Eran toda su familia. Y colaboraron para llenar la hoja en blanco de la muerte de su madre. Pidieron datos a la Cruz Roja Internacional, al Museo del Holocausto de Washington, y otras organizaciones. En el Instituto Histórico de Varsovia halló el origen de su familia, que provenía de Bad Arolsen.
Poco después, la familia marchó desde Polonia para recalar en un campo de refugiados en Estrasburgo, Francia. En esos lugares era frecuente el reencuentro de amigos y familiares. Un conocido polaco de Salomón le contó que Regina había muerto. “Una compañera de vagón, durante la deportación, la había visto sin vida… Fue muy dolorosa esa constatación, pero me obligó a reorientar mi vida y eso fue lo que hice al llegar a Francia”, relató en sus memorias.
Del campo de refugiados viajaron a París, donde vivieron durante cinco años. Rosa había salido con signos de desnutrición y distintas infecciones del orfanato, y durante esa época de su infancia recorrió cuanto médico parisino halló su padre. Salomón y Flora se casaron en 1946. Y Rosa comenzó a llamar mamá a la mujer.
“Migrar fue muy difícil -le contó Rosa a Infobae en 2021-. Europa era un cementerio, había que irse de ahí. La primera idea fue vivir en Israel, luego en Estados Unidos y por último donde se consiguiera visa. La posguerra era un caos. Había que rearmarse y asentarse en algún lado que diera una cierta tranquilidad para vivir y criar a sus hijos”.
Rosa y su familia cruzó el Atlántico a bordo del buque SS Florida cuando tenía la edad de 9 años. El plan inicial no era instalarse en la Argentina, sino en Bolivia. En septiembre de 1950 arribaron al puerto de Buenos Aires. Flora estaba embarazada. Y aquí, por consejo de un amigo de Salomón, se quedaron. Salomón murió en abril de 2005, a los 95 años. Rosa estudió y se convirtió en investigadora y docente de la Facultad de Farmacia y Bioquímica de la Universidad de Buenos Aires. Se casó con el médico psicoanalista Carlos Rosenztroch (que falleció hace cuatro años) y tuvo dos hijos y cinco nietos.
Pasaron muchos años hasta que, Rosa retomó la búsqueda de la historia de Regina, su madre. Las nuevas técnicas de investigación la ayudaron. Consiguió las tarjetas y la documentación de su paso por los campos de concentración. Allí supo que la había negado en Bergen Belsen para salvarla por segunda vez. Todavía la conmueve: “Que haya dicho que no tenía hijos, estando enferma y encerrada, me dejó perpleja, triste. Me seguía cuidando a pesar de no saber si yo vivía… Tenía 26 años cuando murió. Mi madre fue muy valiente, y creo que sus ganas de vivir fueron extraordinarias”.
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