Semana Santa de 1987. Primer levantamiento militar en la recuperada democracia. Oficiales al mando de Aldo Rico tomaron la escuela de infantería de Campo de Mayo y algunas otras dependencias militares del país. Hacía semanas que el ánimo de la oficialidad del ejército estaba alterado. Ya había pasado el Juicio a las Juntas y varios de los comandantes en jefe del Proceso habían sido condenados con penas muy severas.
Los oficiales sublevados se parapetaron armados, con ropa de combate y la cara surcada por tizne, las marcas negras como rasgo distintivo, como demostración de que estaban para presentar batalla. Ahí nació el mote, fue inmediato, y quedó para siempre: los Carapintadas.
Hagamos una aclaración. Cuando se habla de levantamiento militar carapintada y se ve alguna foto de los rebeldes, uno se imagina combates o actos de valor extremo. Se trataba más que nada de movidas de ajedrez pero disfrazados como guerreros. Aunque el ajedrez a veces sea más riesgoso (Arthur Koestler fue enviado como corresponsal al match por el título del mundo entre Spassky y Bobby Fischer; después de la primera jornada escribió: “¡Qué bien se siente ser de nuevo corresponsal de guerra!”). Presiones políticas, extorsiones, amenazas a la paz social para lograr impunidad por los crímenes cometidos durante la Dictadura.
Esa Semana Santa, Aldo Rico entró con sus hombres y le dijo al director de la Escuela de Infantería que se retirara, algunos hombres se le sumaron, otros se fueron y eso fue todo.
De esos días turbulentos nos vamos a detener en un hombre, en el general de brigada Ernesto Arturo Alais.
El Comandante en Jefe del Ejército le ordenó al gral. Alais que con tropas leales -aunque luego, por el devenir de los hechos, no llegáramos a vislumbrar leales a quién- del II cuerpo de Ejército de Rosario marchara hacia Campo de Mayo. Ellos eran el batallón que debía retomar el control de la dependencia. Se suponía que primero intentarían disuadir a los rebeldes, luego los amenazarían con intervenir y, en caso de ser necesario, pasarían a la acción.
Tres años antes, Alais había participado de los Juegos Olímpicos de Los Ángeles 84. Fue como tirador. Eran tiempos en los que para esa disciplina no se necesitaba un gran desempeño físico. Terminó en un digno vigésimo puesto en el tiro con pistola de 50 mts (volvería a los Juegos en Barcelona 92 pero como jefe del equipo argentino).
Durante Malvinas estuvo a cargo de la guarnición más importante en Comodoro Rivadavia y en 1985 desfiló en una fecha patria erguido en el mismo jeep que el presidente Alfonsín, detrás de él. Esas, hasta el momento, habían sido las participaciones más notorias de Alais en la vida pública.
Módicas, poco memorables, habían pasado desapercibidas. Casi nadie lo conocía. Eso cambió apenas comenzó el levantamiento Carapintada.
Tenía 58 años pero, como casi todos en esa época, parecía de más edad. Una boina militar, bigote blanco, algunos kilos de sobrepeso. Hablaba desparramando certezas pero su tono no terminaba de decidirse entre lo marcial y lo afable. Desde el primer momento atendió a los periodistas. “Hemos recibido la orden de retomar el control de Campo de Mayo. Y eso haremos. Será tomada”, decía derrochando convicción y triunfalismo.
Sin embargo, lo que no se comprendió en el momento es que en realidad, excepto la gente que los vitoreaba y los que seguían las incidencias por televisión, nadie más quería que las tropas de Alais llegaran a destino. La tropa no deseaba luchar contra camaradas de armas. La prédica que recibían a diario de sus superiores, muchos de los cuales ahora los enviaban a Campo de Mayo, era antidemocrática y se referían en cada oportunidad que podían en términos peyorativos hacia Alfonsín y el gobierno radical. Y eso se había hecho carne en ellos. Los estaban mandando a luchar contra colegas para defender un gobierno que era despreciado por los que les daban las órdenes.
El aliento de la población en el camino en vez de envalentonar y confortar a los soldados, los predispuso de peor manera todavía. Cuántas más banderas en las banquinas y más cantos de apoyo, menos avanzaban los soldados. Por momentos parecía que por cada kilómetro ganado, la caravana de tanques, jeeps, camiones y carros de combate se detenía a descansar horas al costado del camino.
Pero los soldados no eran los únicos que no querían avanzar. Varios importantes dirigentes del gobierno tampoco deseaban que lo hicieran. Sabían que si las tropas se instalaban frente a Campo de Mayo cualquier cosa podía ocurrir y lo que querían evitar a toda costa era el enfrentamiento: los muertos. Por eso cuando se recuerda el discurso de Alfonsín desde el balcón al final de la jornada de domingo de esa Semana Santa, en el que anunció el final del conflicto, se comete una injusticia cuando se resumen sus dichos en “Felices Pascuas. La Casa está en orden”. Porque se omite la frase que resumió una de sus preocupaciones durante esa crisis y la explicación más clara y desnuda de la conducta de esa columna que venía de Rosario: “Para evitar derramamiento de sangre di instrucciones a los mandos del ejército para que no se procediera a la represión”. Y recién después llega el “La Casa está en orden” (Felices Pascuas abrió la alocución. En este caso la elipsis esquiva parte sustancial de los dichos y cambia su sentido). Pero seguido de “No hay sangre en la Argentina”. Esa, la de evitar el regreso de la violencia y las muertes, pareciera fue una de las grandes obsesiones de Alfonsín en esos días.
En sus memorias Horacio Jaunarena, el ministro de defensa alfonsinista, da a entender que Alais tenía más voluntad de avanzar que sus soldados y que el Poder Ejecutivo.
Parece, también, que la reputación de Alais entre los otros generales no era la mejor. Le decían El Cazapalomas, por su afición al tiro deportivo. Algún colega suyo dijo en esos días: “Es un boludo que cree que alguien le responde”, según consignan Jorge Grecco y Gustavo González en su libro ¡Felices Pascuas!
Mientras la incertidumbre crecía en el país, el conflicto no se resolvía, cada vez más gente poblaba las calles, las negociaciones por una solución fracasaban y los amotinados se mostraban con una tensión y violencia creciente, el General Alais era el único que se mostraba confiado y amable.
Se veía que estaba disfrutando de su momento de fama. Cuando un periodista se acercaba con un micrófono, él daba declaraciones y prometía terminar este asunto casi él solo. “Los saco a balazos”, llegó a decir rematando la frase con una sonrisa.
El domingo, ya más cerca de Buenos Aires, cuando ya se le había terminado el repertorio de bravatas, lugares comunes y amenazas, y cuando a nadie le quedaban dudas de que sus hombres no le respondían, dio por terminadas las conversaciones con el periodismo. Ya en las inmediaciones de Campo de Mayo después de una marcha que en vez de a paso de ganso fue a paso de tortuga, esperaban órdenes que no iban a llegar y que si llegaban no iba a encontrar quién las cumpliera. Podríamos llamarlo La Paradoja de Alais.
En ese momento, siempre con ropa de fajina, marcial, solemne, alejó a los periodistas extendiendo el brazo hacia un costado y apretando los dientes dijo: “Ya no estoy comunicativo, estoy en combate”.
El problema fue que su activa presencia en la televisión, el volumen de sus fuerzas y el ánimo especial de esos días convirtieron a Alais en la Gran Esperanza Blanca, algo que estaba lejos de ser. En él se habían depositado las expectativas populares no sólo de encontrar una solución y finalizar el entuerto sino de que los sublevados, los que representaban los viejos tiempos y la barbarie, los que buscaban impunidad, los que atentaban contra la paz democrática, recibieran su merecido escarmiento.
De Alais no se supo demasiado más por un largo tiempo. Hasta que en 2012 fue detenido y llevado al penal de Marcos Paz acusado de violaciones a los derechos humanos en tiempos de la dictadura mientras se desempeñaba en Tucumán como jefe del Regimiento 19 de Infantería. Por su mal estado de salud fue enviado al Hospital Militar para luego ser derivado al penal de Ezeiza. Su defensa y sus familiares sostuvieron que no podía ser juzgado por no encontrarse en condiciones de salud adecuados: fue obligado a asistir a algunas de las audiencias y debió ser atado a la silla de ruedas para no caerse de ella. En los últimos años de vida padeció de demencia senil.
Murió el 3 de febrero de 2016. Tenía 86 años.
Su lenta y morosa marcha terminó convertida en un chiste, en el sinónimo de lo que no va a suceder, en el antónimo de la velocidad.
Durante años, en las canchas de fútbol, cuando un wing pasaba en velocidad a un marcador de punta, dejándolo parado, no faltaba quien le gritaba al burlado número cuatro: “Sos más lento que el General Alais”.
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