El espectacular intento de fuga de Alcatraz que incluyó “tablas de surf” y cuerpos desnudos untados con grasa

El 13 de abril de 1943, hace 80 años, cuatro presos protagonizaron una secuencia que pasaría a la historia. Entre ellos estaba Floyd Hamilton, compañero de andanzas de Bonnie y Clyde. Este recluso logró burlar a las lanchas que lo buscaban en el mar, pero sorprendió a todos al regresar a nado a la prisión de la que había huido

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Hace ochenta años, el 13
Hace ochenta años, el 13 de abril de 1943, cuatro presos desesperados intentaron una huida igual de desesperada de Alcatraz, un penal infranqueable, recio y seguro

Las prisiones están construidas con dos finalidades, según quien las mire o padezca: ser una fortaleza inexpugnable de la que sea imposible escapar, o ser la misma fortaleza pero vulnerable, de la que sea posible fugarse y recuperar la libertad. Los presos dicen que siempre es posible huir de un sitio al que se puede entrar. Tiene lógica. Pero es una lógica tonta apta para sostener esperanzas vanas.

Hace ochenta años, el 13 de abril de 1943, cuatro presos desesperados intentaron una huida igual de desesperada de un penal infranqueable, recio y seguro. La fuga terminó en desastre y el penal, el de Alcatraz, en la bahía de San Francisco, Estados Unidos, recogió los laureles siempre dudosos de prisión de máxima seguridad. Las prisiones federales americanas, sobre todo las de máxima seguridad, cambiaron mucho con el tiempo. Hoy, la más fiera de esas cárceles es la ADX Florence, conocida como Supermax en Colorado: los presos pasan allí sus días en aislamiento casi total, veintitrés horas al día encerrados en celdas de puro cemento, insonoro, con una sola hora al día para gozar del aire encerrados en jaulas poco más grandes que sus celdas y sin ver nada más que el cielo y los muros de la cárcel. Allí está preso el famoso narcotraficante mexicano Joaquín Archivaldo Guzmán Loera, más conocido como “Chapo” Guzmán, que ya se quejó por sus condiciones de detención. La cárcel tiene una vista singular: las Montañas Rocosas que los detenidos ven por última vez en su vida en el momento que ingresan en la prisión. Después, olvídense. Es diabólico y mina la moral de cualquiera.

La prisión de castigo

Alcatraz tenía un sistema inverso, pero parecido en las intenciones. La cárcel estaba emplazada en un islote vecino a la bahía, a dos kilómetros de la costa, a doce minutos de barco, separada por una lengua de mar vital y luminoso: todo a la vista de los encerrados. La belleza del paisaje era visible desde cualquier lugar de la cárcel, pero inalcanzable. La isla llevaba el nombre de los pájaros que la poblaban cuando los españoles pasaron por allí y armaron un fuerte para defender la bahía, después fue prisión americana durante la Guerra de Secesión que terminó en 1865 y en 1933 la compró el Departamento de Justicia para convertirla en prisión. Con el FBI en manos de Edgar J. Hoover, “La Roca”, como la bautizaron enseguida, fue de inmediato una prisión de castigo y, por supuesto, invulnerable. Nadie podía escapar de allí.

Tal vez no era difícil escapar de “La Roca”, que lo era. Lo imposible era alcanzar la libertad, llegar a tierra firme: mar tempestuoso, aguas heladas, tiburones antojadizos, todo hacía imposible el éxito final de un inicial escape exitoso. Además, el tiempo jugaba en contra: si la fuga era descubierta a tiempo, en la costa siempre había gente muy dispuesta a devolver al fugitivo tras las rejas.

Floyd Garland Hamilton llegó a
Floyd Garland Hamilton llegó a la prisión de Alcatraz a mediados de 1940, tenía 36 años pero ya era una leyenda en el mundo del crimen (Getty Images)

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Por lo demás, Alcatraz tenía un régimen tan severo como tienen hoy las cárceles de máxima seguridad, con un agregado: “El agujero”, seis celdas mínimas donde los presos más díscolos pasaban entre quince y diecinueve días de aislamiento total, desnudos y en silencio.

Por esa cárcel pasaron presos muy famosos: Al Capone, por ejemplo, capo de la banda mafiosa que asoló Chicago en los años de la Ley Seca, fue a parar allí por evadir impuestos y no por los crímenes que le adjudicaron. Y allí, en Alcatraz, padeció los primeros síntomas de demencia provocada por la sífilis. Salió en noviembre de 1939 y murió en Miami en enero de 1947.

El primer intento de fuga

Antes de los cuatro desesperados que intentaron fugar de “La Roca” hace ochenta años, otro recluso ganó una fama efímera. Fue el primero en desafiar muros y rejas. Había sido condenado a veinticinco años por robar dieciséis dólares con treinta centavos de una oficina de correo y el 4 de septiembre de 1934 ingresó a Alcatraz casi como uno de sus primeros habitantes. El 1 de abril de 1936 saltó las dos enormes rejas perimetrales de la prisión y empezó a deambular por los peligrosos acantilados de la isla. Lo acribillaron a balazos los guardias de las torres de vigilancia. Sus compañeros de celdas dijeron que lo de Bowers había sido un “suicidio asistido” y recordaron que en marzo de 1935, a seis meses de llegar a Alcatraz, había intentado degollarse con el vidrio de sus anteojos. El psiquiatra de la prisión, Edward Twitchell, sugirió que aquel primer intento, el de los vidrios de los anteojos, había sido una sobreactuación de Bowers.

Hubo otro preso famoso que criaba pájaros. Robert Franklin Stroud, había sido condenado a doce años de cárcel y, ya en prisión asesinó a un guardia por lo que fue condenado a muerte. Debió esperar el cumplimiento de la sentencia en una celda de aislamiento. Y la esperó. Cuando murió en noviembre de 1963, a los setenta y tres años y en el centro hospitalario de la cárcel de Springfield, había pasado cincuenta y cuatro en prisión, cuarenta y dos de ellos en aislamiento. Crió canarios en la cárcel de Leavenworth y cuando fue transferido a Alcatraz, en 1942, llegó con su fama a cuestas y fue conocido como “El pajarero de Alcatraz”. Una película protagonizada por Telly Savalas lo hizo famoso.

Alcatraz tenía un régimen tan
Alcatraz tenía un régimen tan severo como tienen hoy las cárceles de máxima seguridad, con un agregado: “El agujero”, seis celdas mínimas donde los presos más díscolos pasaban entre quince y diecinueve días de aislamiento total, desnudos y en silencio

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En 1937 el misterio y la mala fama rodearon a “La Roca”. El 16 de diciembre, día helado, dos ladrones de bancos, Tehodore Cole y Ralph Roe pasaron el conteo del mediodía. Pero cuarenta minutos más tarde, en un nuevo conteo de reclusos, ya no estaban en su celda. Habían abierto un hueco de veintidós centímetros de alto y cuarenta y ocho de alto, habían salido de sus celdas y se habían refugiado en la niebla espesa, roto la primera valla de alambre con una llave inglesa que habían robado del taller de neumáticos de la prisión y se habían internado en los acantilados después de escalar más de treinta metros de roca. Saltaron y nunca más nadie supo más de ellos. Las autoridades cerraron la investigación y dio por hecho que se habían ahogado, o que habían muerto en las aguas heladas. Pero sus cuerpos jamás fueron hallados, de modo que nació un mito que dio coraje a los reclusos: sólo había que llegar al agua para intentar alcanzar la libertad. “La Roca”, no era inexpugnable. Era otra tontería, pero daba esperanzas.

Cinco meses después de que desaparecieran en el agua y en la nebulosa del mito los dos ladrones de bancos, otros tres prisioneros de Alcatraz intentaron huir de la isla. Volvió a correr sangre en la prisión. El 23 de mayo de 1938, Thomas Limerick, Rufus Franklin y Jimmy Lucas atacaron con un martillo al oficial Royal Cline: la partieron la cabeza, lo dejaron desangrarse y treparon los techos de la prisión. Allí los esperaba otro guardia, Harold Stites, que los acribilló a balazos. Limerick murió al día siguiente, casi en simultáneo con el oficial Cline. Lucas y Franklin, heridos, se recuperaron para ser condenados a cadena perpetua por el asesinato del guardia. De los tres, el más “famoso” había sido Lucas, de veinticuatro años, porque había tenido el coraje de apuñalar a capone con las tijeras de un taller de sastrería.

La fuga más espectacular de Alcatraz

Por fin, el 13 de abril de 1943, Floyd Hamilton, James Boarman, Fred Hunter y Harold Brest emprendieron la más espectacular fuga de Alcatraz hasta ese momento. Hamilton era un tipo de cuidado. Tenía treinta y seis años al entrar en prisión y las fotos lo muestran con una leve sonrisa, el pelo rubio peinado al descuido: parece un joven campesino, feliz por haber podido comprar un tractor nuevo. Pero había sido miembro de la banda de los legendarios Bonnie y Clyde, Bonnie Parker y Clyde Barrow, y tenía en su haber asaltos violentos y más de un par de muertes. Era un experto en fugas y Hoover lo había declarado “enemigo público número uno”, lo que equivalía a una muerte segura a manos del FBI.

Ni bien llegó a Alcatraz, Hamilton buscó la forma de escapar de aquel peñasco fortificado. Armó para eso una banda afín en coraje, desesperación ansias de libertad y desinterés por la vida. No eran nenes de pecho: Fred Hunter era un ex miembro de la banda de Alvin “Creepy” Karpis (The Old Creepy), ligado a los gánsteres de “Mama” Baker. El tercer hombre era Harold Brest, un secuestrador y ladrón de bancos, y el cuarto, James Boarman, un asaltante sin delitos crímenes en la espalda.

Floyd Garland Hamilton, James Boarman,
Floyd Garland Hamilton, James Boarman, Harold Brest

Idearon un cuidadoso plan de fuga, cuidadoso no equivale a infalible, como una ligera comparación puede inducir a pensar, que contempló limar los barrotes de una ventana que daba al mar, fabricar en el taller de industrias del penal dos cuchillos, robar de la lavandería, un robo hormiga, cuatro uniformes de guardias, preparar cuatro latas para guardar los uniformes y que se mantuvieran secos y fabricar cuatro tablas parecidas a las de surf con unos agujeros para, una vez en el mar y bajo el agua, poder respirar a través de ellos con unos tubos robados de la enfermería.

El 13 de abril redujeron al guardia George Smith y al jefe de seguridad del penal, Henry Weinhold, los ataron y los amordazaron. Después se desnudaron y se untaron con grasa del taller de carpintería para soportar la baja temperatura del mar, hicieron saltar las rejas limadas de la ventana, tiraron al mar las latas para los uniformes (dos eran más grandes que el hueco de la ventana, así que las descartaron) arrojaron las tablas y después saltaron ellos desde veinte metros de altura. Llegaron sanos y salvos al agua, un gran mérito porque podrían haberse quebrado varios huesos en los acantilados o en las rocas a flor de agua. Enseguida descubrieron que el cuidadoso plan de fuga, había sido descuidado. Las tablas bajo las cuales pensaban nadar hacia la libertad habían quedado a merced de la corriente, y el mar se las había llevado quién sabe adónde.

Segundo, y no menos importante, no habían atado bien al jefe Weinhold, que soltó sus ataduras y dio la alarma de fuga. Desde una de las torres de vigilancia, el guardia Frank Johnson vio a los fugitivos y empezó a dispararles con su rifle Springfield. Hirió a Hamilton y a Boarman, que se hundió sin remedio. Hamilton nadó en el agua helada y trató de evitar a una lancha que patrullaba las aguas en busca de los fugitivos. Los guardias ya habían capturado a Brest y el destino del cuarto fugado, Hunter, era ignorado. Con un fugitivo ahogado y el otro recapturado, las autoridades pensaron en un clásico: los otros dos deben haber muerto ahogados.

El fracaso del escape

Ni muertos ni ahogados. Habían nadado hasta un islote cercano, un chatarrerío de objetos en desuso del penal y estaban refugiados en una cueva. Los guardias hicieron una nueva inspección a la mañana siguiente, por las dudas, y por las dudas tenía razón: Fred Hunter se entregó, temeroso de morir helado. Tres días después, apareció Hamilton, al pie de la ventana que habían usado para saltar al mar, estaba semidesnudo, untado con grasa del taller hasta las pestañas, helado, herido superficial por una de las balas del guardia Johnson, hambriento, mojado y dolorido. Un espectro. Lo curaron y pasó sus días de confinamiento solitario bajo órdenes estrictas: un colchón viejo, dos mantas, sin hablar con nadie, sin escribir, sin poder recibir correo y un par de pantalones cortos como toda vestimenta.

Una vista de la isla
Una vista de la isla de Alcatraz tomada desde el área industrial con una torre de vigilancia, una celda principal y un horizonte al fondo, San Francisco alrededor de 1940 (PhotoQuest/Getty Images)

Su historia posterior, la de ex enemigo público número uno, es muy singular, pero es otra historia. En 1958, Hamilton fue puesto en libertad por buena conducta, luego de convertirse al cristianismo. El presidente John Kennedy lo indultó poco antes de su asesinato en Dallas, y la medida fue cumplida por el sucesor de Kennedy, Lyndon Johnson. Murió en 24 de julio de 1984 en Texas, a los 76 años, cuatro meses después de la muerte de su esposa Mildred Strait Hamilton. La diabetes, la salud deteriorada pero sobre todo la muerte de su mujer, aceleraron su final. Sus cenizas fueron derramadas cerca de la tumba de su esposa en Irving, Texas.

Tres años después de la aventura de Hamilton y su pequeña banda, hubo un Martín sangriento en Alcatraz. Lo encararon a sangre y fuego, a todo o nada, tres delincuentes peligrosos que jugaron como cabecillas: Joseph Cretzer, Bernard Paul Coy y Marvin Hubbard, con tres cómplices, Sam Shockley, Miran Edgar Thompson y Clarence Carnes. El plan era de Coy y preveía el derramar mucha sangre, a ser posible, ajena.

Entre el 2 y el 4 de mayo de 1946, los amotinados tomaron la armería del penal

Y a varios guardias como rehenes. Coy caminó hasta la puerta de la armería junto a un guardia mientras sus cómplices, en la galería inferior, armaban un simulacro de pelea: cuando el guardia que acompañaba a Coy se asomó al barandal para ver qué pasaba allí abajo, Coy lo ahorcó con la corbata de su uniforme. Con la armería en su poder, los seis delincuentes tomaron como rehenes a nueve oficiales y los encerraron a todos en una celda, la 403. Buscaban la llave del patio de recreo porque, estaban seguros, esa llave les iba a franquear el escape. Algo de eso debía ser cierto porque entre muchas llaves en danza, la única del patio de recreo estaba en poder del oficial William Miller: la tenía en uno de sus bolsillos. En un momento de distracción, Miller arrojó la llave tan buscada al inodoro de la celda. Mientras, el resto de los presos tomaba el control del pabellón D y de algunas áreas claves de trabajo de la prisión. Empezó entonces una durísima batalla que duró dos días.

Con la certeza de la fuga fracasada e impulsado por Shockley y por Thompson, Cretzer disparó a los rehenes de la celda 403 y mató a Miller y a un segundo guardia, Harold Stites. En el fragor de la batalla que siguió, Shockley, Thompson y Carnes regresaron a sus celdas con la esperanza de convencer a las autoridades de que ellos no habían tenido nada que ver, o poco que ver, con ese desastre. Carnes era un joven recluso que había llegado a Alcatraz el 6 de julio de 1945, a los 18 años, pero ya con una condena a cadena perpetua en sus espaldas por el asesinato del sereno de un garaje.

Retrato del criminal estadounidense Floyd
Retrato del criminal estadounidense Floyd Hamilton, el enemigo público número uno de los Estados Unidos durante la década de 1930, sentado en una cárcel en Shreveport, Luisiana. Hamilton fue condenado a muerte por el asesinato de dos patrulleros de carreteras, pero el crimen se atribuyó más tarde a Bonnie y Clyde (American Stock/Getty Images)

Coy, Cretzer y Hubbard siguieron la pelea hasta el 4 de mayo. Un pelotón de marines desembarcó en la isla para reprimir el motín. Los tres murieron en aquella batalla con los militares. El cuerpo de Coy, el cerebro de la fuga, fue hallado acribillado a balazos y vestido con el uniforme de uno de los guardias asesinados. Thompson y Shockel, que habían buscado una inocencia imposible en el interior de sus celdas, fueron juzgados por el motín y ejecutados en la cámara de gas de San Quintin, California, el 3 de diciembre de 1948. De todos los amotinados, sólo Carnes conservó la vida: recibió una segunda condena a perpetua, más cinco años, a cumplir en Alcatraz.

Otros intentos de fuga

Como Alcatraz tuvo de todo, también hubo chambones que quisieron escapar. El 31 de julio de 1945, John Giles intentó una fuga pacífica, casi bucólica y contemplativa. Había robado un tren correo y se había fugado como un mago de dos instituciones penitenciarias. Así que lo mandaron a Alcatraz para mejorar sus costumbres. Pero Giles, de cuarenta años, que trabajaba en el puerto de carga de la isla, logró robar un uniforme de guardia del penal y aquella tarde del martes 31 de julio, caminó como un guardia más, muy tranquilo y por el muelle, y subió a una de las embarcaciones que partían cada hora hacia San Francisco.

Todo hubiese funcionado fantástico si Giles no se hubiese equivocado de lancha. En vez de subir a la que iba a San Francisco, trepó a una que se dirigía a la vecina Angel Island, vecina a Alcatraz, donde al llegar, lo estaban esperando con los brazos abiertos. Los brazos y las esposas.

El 10 de junio de 1962, cuando ya el sistema de prisiones federales de Estados Unidos planeaba el cierre de Alcatraz, Frank Morris y los hermanos John y Clarence Anglin huyeron de Alcatraz. Si alcanzaron o no la libertad, está por verse. Pero el misterio parece revelado y la revelación dice que sí, que lo hicieron. Junto a un cuarto cómplice, Allen West, diseñaron un plan ayudados por la experiencia frustrada de Carnes, el único sobreviviente del sangriento motín de 1946. Fue Carnes quien les reveló “Hay un pasaje secreto al techo al que se puede acceder desde el ducto de ventilación que pasa por detrás de las celdas”.

Durante nueve meses, con cucharas convertidas en cinceles, los cuatro candidatos a la fuga taladraron paredes hasta dar con el ducto salvador. Después, planificaron cómo tapar el agujero para que no se supiera de inmediato la noticia de su fuga y cómo simular que estaban en sus celdas cuando en realidad los cuatro habían huido del penal. Taparon el túnel con rejillas falsas que fabricaron con revistas mojadas y pintura. Y para crear la falsa presencia en sus celdas, armaron cabezas de papel mache con una mezcla de cemento casero, las pintaron y las cubrieron con pelo humano que robaron de la peluquería de la cárcel. Hoy, unas réplicas de aquellas cabezas se exhiben en el museo de Alcatraz.

Una vista aérea de Alcatraz
Una vista aérea de Alcatraz (Buyenlarge/Getty Images)

Escapar de Alcatraz

Para sortear la marea, las olas y el mar encrespado, robaron impermeables de goma y armaron con cemento de contacto una balsa, con sus respectivos chalecos salvavidas y remos. ¿Cómo la inflarían? Con un acordeón alterado por Morris.

Se fugaron a las diez de la noche. Media hora antes, los oficiales habían apagado las luces: no esperaban movimiento hasta las seis y media de la mañana siguiente. Los cuatro debían encontrarse en el ducto secreto detrás de sus celdas. El único que no llegó fue West. Nunca se supo qué fue lo que se lo impidió, si descubrió a último momento que no cabía por el agujero o si sucumbió ante el temor. Sus compañeros no lo esperaron: continuaron sin él.

Los pasos siguientes estaban minuciosamente calculados: accedieron a la terraza por la salida de ventilación. Bajaron por las cañerías y llegaron al suelo. Después, treparon ambas cercas metálicas y llegaron a los acantilados. Allí comenzaron a inflar su rudimentaria balsa. Lo que siguió, nadie lo sabe. Pese al operativo desplegado por el Gobierno, los cuerpos de los reclusos nunca fueron encontrados. Sólo se halló un bolso hecho del mismo material de la balsa con objetos personales de los hermanos Anglin.

Los archivos del FBI detallan que los investigadores revelaron en los días posteriores que faltaban treinta y siete metros de cable eléctrico. Se cree que los fugados los usaron para atar su balsa precaria al último ferry que salió aquella noche de la isla a las 00.10. Durante las inspecciones realizadas en las celdas de Morris y de los hermanos Anglin, encontraron tres revistas: un ejemplar de Popular Mechanics que enseñaba cómo fabricar una balsa y un número de Sports Ilustrated que explicaba cómo atracar y sacar un barco de un muelle. ¿Y la tercera revista? Estaba abierta en una publicidad de la cerveza Miller, en la que se podía ver a una pareja bebiendo en la costa. Aunque fueron declarados muertos, el caso sigue abierto: el FBI recién podrá cerrar el caso recién cuando se confirme su fallecimiento o cada miembro del clan alcance los 99 años.

Una vista de las celdas
Una vista de las celdas de Alcatras de una imagen tomada en 1911 (PhotoQuest/Getty Images)

Sesenta y un años después del escape, las teorías conspirativas siguen a la orden del día. Según la familia Anglin, los hermanos lograron escapar a Brasil, país desde el que les enviaron postales navideñas durante los tres primeros años posteriores a la fuga. Una foto, que mostraría a los hermanos en la década del 70, fue aportada por un amigo de la infancia de los Anglin, quien aseguró haberlos encontrado en las afueras de San Pablo.

En la historia quedó una nueva jugada de Carnes, el único sobreviviente del motín de 1946, que en 1963 dijo haber recibido una postal de los tres evadidos a través de una clave que, dijo, sólo ellos conocían. La postal decía, irónica, “Gone fishing”, “Nos fuimos a pescar”. Nunca hubo evidencia alguna de ese mensaje ni de esa postal. Carnes, un indio nativo de la etnia Choctaw, a quien conocían en el hampa como “Choctaw Kid”, no cumplió su pena en Alcatraz porque la cárcel cerró poco después de la fuga de los Anglin y de Morris. Pese a sus dos condenas perpetuas, Carnes fue liberado bajo palabra en 1973, a sus cuarenta y seis años. Pero fue encarcelado de nuevo por violar las reglas de su libertad condicional. Murió de sida el 3 de octubre de 1988 en el centro médico de la prisión federal de Springfield, Missouri. Y se llevó a la tumba la historia de la postal, que jamás presentó ante la Justicia.

Pero en 2013 el caso dio un nuevo giro. El FBI recibió una carta que, supuestamente, firmaba el mayor de los hermanos Anglin. Decía: “Mi nombre es John Anglin. Escapé de Alcatraz en junio de 1962 con mi hermano Clarence y Frank Morris. Tengo ochenta y tres años y me encuentro en mal estado. Tengo cáncer. ¡Sí, nosotros lo conseguimos aquella noche! Frank murió en octubre de 2008. Mi hermano murió en 2011. Si anuncian en televisión que iré a prisión por no más de un año y que tendré atención médica, entonces les voy a escribir de nuevo y les dejaré saber el lugar exacto en el que estoy. No es una broma”.

El FBI reveló recién en 2018 la existencia de esa carta, que fue descartada después de que los peritajes caligráficos no pudieran determinar si era auténtica. Tampoco dijeron que fuese falsa.

Alcatraz, la inexpugnable, y acaso lo haya sido, es hoy un museo. El viaje desde los muelles de San Francisco es tranquilo y acogedor, en especial porque tiene la certeza del retorno. En la cárcel, en la vieja “Roca”, los guías son atentos y bien dispuestos. Y la historia del penal y de sus fugas frustradas, y hasta la que se sospecha exitosa, está documentada con esmero y dedicación.

Eso sí, la prisión todavía mete miedo. Y algunas almas buenas se han quejado porque a menudo los guías suelen gastar una broma pesadita a algunos de los visitantes: cierran con llave algunas de las celdas, con sus visitantes dentro, para recrear la dura realidad que vivían los reclusos.

Hay gente que no aprende nunca.

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