La historia arranca así: Mónica está sola, la muerte la rodea. No está enferma, no es la muerte propia la que la acecha. Es, primero, la de su marido, el hombre que antes le tocaba el culo con picardía en la “tibia cocina iluminada”, el mismo espacio que se convirtió, sin él, en “la intemperie”.
Y sigue con la noticia de la muerte de Mary: no la madre de un conocido, no una suegra. Mary, su amiga del secundario, su primera compinche. “Pero Mary, ¿muerta? ¡Si tenía mi misma edad!”, se sorprende.
Así, con las muertes ya no sólo de los padres sino de los pares, arranca “Cómo me convertí en una persona mayor”, un breve libro autobiográfico en el que Mónica Berjman -psicóloga, 78 años, un hijo y algunos nietos- habla de su transición a la vejez.
Del otro lado de la pantalla, Mónica sonríe y dice que sí: aquello de “persona mayor” ya le parece un eufemismo. “Vieja” no la ofende, es más, le parece bien por todo lo que la palabra implica: “¿Cómo entonces me convertí en una vieja?”, pregunta a Infobae.
A lo largo de esas 94 páginas, Mónica describe cómo la vejez la tomó por sorpresa y también de lo que le pasa hoy, ya instalada en el último piso de la vida. ¿Por qué la vejez, tan cuco para muchos, a ella también le resulta “un alivio”? La muerte deambula por las páginas pero no es su cercanía lo que más le angustia en esta etapa.
Señales
“Acabo de bañarme y me miro en el espejo, de frente y de perfil. ¿Cuándo pasó esto? ¿Cuándo me transformé en una persona mayor?”, escribió.
Ahora dice a Infobae: “El cuerpo me iba enviando señales pero aunque yo ya tenía 70 años no las codificaba como señales de envejecimiento. Yo decía ‘¿por qué será que me agacho a buscar algo en el vanitory y ya no puedo levantarme tan fácilmente?’ Tu cuerpo te anoticia, pero igual es una sorpresa”.
Un sacudón para ella, que de repente se encontró observando con envidia a esas madres jóvenes que empujaban los cochecitos por la calle y se llevaban al mundo puesto, que hacían las compras de camino, que llegaban a casa a esperar a sus maridos: esa madre que Mónica alguna vez había sido, “una persona necesaria para todos los otros”.
“Primero te anoticia tu cuerpo y después te anotician los otros, que te dicen ‘pero qué bien que estás’, ‘pensábamos que no ibas a poder seguirnos el tren’. Yo los miraba desconcertada: ‘¿qué tren?’. Y un día te dan el asiento en el colectivo”, sigue. “Una se pregunta ‘¿pero a quién están mirando?’, ‘¿qué ven?’. Evidentemente el resto veía a alguien a quien yo todavía no”.
“Una noche caí en la cuenta de que el tema de las relaciones amorosas se nos había acabado. Qué increíble, pensé, años enteros hablando de si me llama, si me quiere, qué lugar ocupo en su vida, es un egoísta, cuánto lo odio, cuánto lo amo. Y ahora nada de eso importa más”, escribió.
Los dolores del cuerpo se habían convertido en uno de los grandes temas de conversación. Mónica hablaba con sus amigas de eso pero también de asuntos con más pliegues -”¿vos querés que te cremen o que te entierren?”-. También el tema podía ser lo que pasa durante las noches en las que una se despierta, tantea, y cae en la cuenta de que “ya no hay nadie del otro lado de la cama”.
Hablaban de eso y también, con humor, del día de descuento para jubilados en el súper, de la pose nueva que logró el gato, de lo entretenida que es la clase de aquagym.
“La profesora es espléndida, altísima, piernas perfectas (...) Mientras nosotras pataleamos, ella toma agua y envanecida por su elasticidad, dirige impávida la mirada hacia el horizonte. Sé que está consciente del efecto que produce en nosotras: carnes desparramadas, aferradas al flota flota, con la gorra de baño que nos comprime el cerebro (...). Debe creernos un desvío de la naturaleza, que nacimos así, tan distintas a ella, pobres viejitas, qué les habrá pasado se debe preguntar, sin saber que a poco que transcurra el tiempo ella misma descenderá del podio y entrará también en la piscina”.
¿Qué ves? ¿Qué ves cuando me ves?
“Cuando yo era una madre joven mi casa estaba siempre llena de chicos, los amigos de mi hijo”, cuenta a Infobae. “Ahora mi hijo me lleva con él a pasar las fiestas y yo veo que todos esos chicos, que ya tienen casi 50 años, son muy amables: me recuerdan con cariño, me sirven la comida, me preguntan si quiero tomar algo, pero no hablan conmigo”.
Hay un cuidado amoroso, pero no conversación. “Tal vez la barrera tan férrea se debe a que eso que yo represento todavía parece estar muy lejos para ellos. Yo pienso ‘epa, yo también puedo decir cosas interesantes’: nadie parece creerlo”.
Entonces, ¿a quién recurre una mujer de esta edad que tiene una mente ágil todavía? “A las amigas, las amigas son un tesoro”, sostiene. “A veces nos dicen ‘pero ustedes siempre están hablando de enfermedades’. No es cierto y sí es cierto: hay un tiempo en el que hay que escuchar el dolor de cintura de la otra”.
“Si yo estuviera segura de que cuando una se muere, se muere y no siente nada más no me haría tanto problema. Pero suponé que no. Que una decide que la cremen y después resulta que duele”, escribió Mónica sobre una charla con ellas.
También habla en el libro sobre una convicción que, ahora que está en la vejez, tiene más clara que nunca: “Deberíamos morir de otra manera, tomando las decisiones finales, hablando claro”.
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“Tengo una amiga que sufre de Alzheimer y me dice que está pensando en la muerte asistida (en otro país, porque en Argentina aún no es legal). Mi primer impulso fue decirle ‘no, mirá..’, y de repente pensé ‘ya tiene 80 años, ya vivió todo lo que tenía que vivir ¿qué le espera? Yo creo que la vida tiene sentido mientras hay proyectos, alegrías e intereses, una vida de sufrimiento no tiene sentido”.
“Me entero de que una conocida se suicidó la semana pasada. Se tiró del balcón de su elegantísimo departamento, rodeada del cariño de su esposo e hijos”, escribió.
Mónica no habla de oído. Su marido, el que le tocaba el culo con picardía en la cocina tibia, también fue doblegado por el Alzheimer.
Sola
¿Qué se siente ahí arriba? ¿Da miedo saberse cerca del final? “La muerte, que antes me aterraba, ahora me da menos miedo”, contesta. Y es acá donde Mónica se detiene: no es la muerte lo que angustia en la vejez, es la soledad.
Hubo un momento en que las demandas de los nietos la hicieron sentir útil, “necesaria”. Pero los nietos, “amorosos todos”, también crecieron.
“Y las cosas cambian cuando los hijos y los nietos dejan de necesitarte. A veces me despierto de noche y estoy segura que hay alguien durmiendo en la otra pieza. Y me digo ‘no, Mónica, estás sola’”.
Le da angustia lo que la soledad irradia, si hasta pensó en comprarse una especie de reloj-alarma por si algún día se cae y no puede llegar al teléfono. “Si no puedo levantarme tendría que esperar dos días a que llegue la empleada que trabaja en casa”, evalúa.
Su salvación es tener “recursos” capaces de contrarrestar esas angustias. “El mío es la lectura”, señala, consciente de que tenerlo es un salvavidas maravilloso, porque no muchas personas llegan a la vejez habiendo pensado qué van a hacer con todo ese tiempo libre.
“Dos instancias bien diferentes son imaginar que al jubilarte podrás hacer lo que te dé la gana y otra bien distinta es encontrar qué es lo que se te da la gana hacer. O sea, actividades que justifiquen el trabajo que la ciencia se tomó en extender tu esperanza de vida. Temo despertar un día y toparme con el ocio mirándome compasivo”, escribió.
Esto de no saber qué hacer con el tiempo aplica especialmente para aquella generación que aprendió que lo único valioso era trabajar.
“Es algo que le sucede quizás más a los hombres que a las mujeres, porque las mujeres somos más versátiles y tenemos mayores recursos. A muchos hombres de mi edad y más jóvenes también, el trabajo los confirma. Y cuando dejan de ser proveedores sienten que no tienen más nada para ofrecer”, piensa.
Se quedan entonces frente a un abismo cuando todavía les quedan tal vez, 10, 15 años de vida.
De eso también habla Mónica en la entrevista. De la mirada que el propio Estado tiene de “un viejo” - “$58.665 es la jubilación mínima, más algún que otro bono”-. Eso obliga a hijas e hijos, que a duras penas pueden sostener sus familias, a pasarles dinero, lo que a veces hace sentir a los padres “una carga”.
Así escribió sobre eso durante la transición:
“Me siento atravesando un puente. Falta un trecho para alcanzar la otra orilla. Sé que tengo que cruzarlo pero no quiero que me apuren ni me empujen. Por eso debemos prever cómo sostenernos en nuestra vejez. Sin un Estado protector, sin autosuficiencia económica, permanecer vivos será agobiante para nosotros y para los que constituyen nuestro entorno cercano: los hijos, quienes deben dedicar su mayor esfuerzo en cuidar de sus propios hijos”.
¿Planificar la vejez? Claro. A Mónica, por ejemplo, le habría gustado que las constructoras pensaran en lugares para “las personas mayores”. “Y no hablo de geriátricos, eh”.
Dice que le hubiese encantado vivir su vejez con sus amigas (u otras personas de su edad) en un mismo edificio: saber que hay una en el piso de arriba, otra a un timbre de distancia. O en un mismo terreno: cada una en su casita, pero juntas.
Es cierto que la soledad es el elefante en la casa: “El otro día mi hermano le decía a su mujer ‘vieja, ¿qué te parece si hoy lavo el auto?’, y yo pensaba ‘qué maravilloso tener a tu compañero al lado para preguntarle cualquier estupidez, porque a veces las preguntas te las hacés y te las contestás vos solo”.
Sin embargo, ¿es todo malo en la vejez, agotador? Mónica escribió también sobre eso.
“La vida es, entre otras cosas, una carrera de obstáculos. Voy tildando etapas. Ya me recibí, me casé, tuve hijos, me divorcié, me mantuve sola, tuve nietos, los disfruté. El multiatlón terminó. Siento alivio”.
Alivio porque ella fue de las “mujeres necesarias”, porque sentía satisfacción cuando aprovechaba cada minuto, cuando lograba hacer “rendir el tiempo”. Alivio porque le costaba horrores, por ejemplo, echarse a leer en calma, algo que hoy puede hacer.
“Hay como un status de la vejez que me permite sentirme con más experiencia, con más sabiduría. Antes yo no rebatía y ahora rebato, defiendo más mis derechos, pongo límites. También me siento más inteligente, antes tenía muchas inhibiciones. Ahora, casi a los 80 años, siento con mucha más fuerza que puedo discutir mis ideas”, se despide.
“También es un alivio porque ya basta de tener que estar atractiva, basta de luchar contra el peso. Punto, soy quien soy. Por fin”.
Esa fortaleza también es la vejez.
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