Malvinas salvó su vida política. Fue aquella guerra, y no los proclamados beneficios de su política económica que terminó con millones de británicos quebrados y desocupados, la que le dio ocho años de aire político, cuando sus pulmones en el Partido Conservador ya boqueaban buscando una brisa que no llegaba.
Fue Malvinas y su decisión de hundir el 2 de mayo de 1982 al crucero General Belgrano, que navegaba fuera de la zona de exclusión trazada por los propios británicos alrededor de las islas en guerra, la que, con el tiempo, le iba a reservar un trozo pequeño de la siempre efímera gloria, en la que Margaret Thatcher nadó mimada por sus antiguos soldados y por sus evocaciones guerreras, aunque el alcohol y los sedantes de los que había hecho abuso, y un principio de Alzheimer, la llevara a con los años a confundir Malvinas con la guerra de Bosnia.
Cuando murió, hace hoy diez años, el mundo político la despidió como a una heroína. Heroína caída, es verdad, pero heroína al fin. Los británicos, en cambio, recordaron con dolor su fiereza, su rigor, sus actitudes a menudo despiadadas mientras gobernó con mano de hierro a su país, actitudes que antes, cuando se convirtió en la primera mujer en ser primer ministro de Gran Bretaña, habían elogiado, o habían alimentado con una siempre amplia, y vana, dosis de esperanza. Malvinas, la llave de su supervivencia política, casi ni se mencionó en sus honras fúnebres. Pero su decisión de hundir al Belgrano, los trescientos veintitrés muertos que yacen en el mar, casi la mitad de las bajas argentinas en la guerra, y lo que desató esa decisión, el hundimiento de las negociaciones de paz en las islas, manchan su legado, si es que hay uno.
Para hundir al Belgrano, Thatcher tomó dos decisiones: usar un submarino atómico en el primero de los actos de guerra en recurrir a una nave nuclear desde el fin de la Segunda Guerra, en 1945 y, segundo, modificar las propias reglas de guerra estipuladas por los británicos para indicarle a sus tropas cuándo y cómo usar fuerza y armas, además de “flexibilizar la zona de exclusión”.
“Rules on engagement”, se llamaron en el lenguaje oficial aquellas normas, reglas de compromiso, reglas de combate, que se cambiaron sobre la marcha el mismo día en el que el Belgrano fue hundido. La historia oficial, que además estuvo narrada por la propia Thatcher en sus memorias, cuenta una versión del hundimiento, sostenida además por cerca de tres mil quinientos documentos desclasificados en 2012 por Gran Bretaña sobre la Guerra de Malvinas. Según esa versión, Gran Bretaña temía que los buques de la Armada Argentina pudieran poner en peligro a gran parte de la flota británica, en especial a sus portaaviones, reunidos en la “task force” enviada desde Londres.
La otra visión del hundimiento, la más difundida y tal vez la más probable, afirma que Thatcher hundió al Belgrano para echar abajo los esfuerzos de paz del entonces presidente peruano Fernando Belaunde Terry. Eso fue lo que ocurrió: el hundimiento del Belgrano terminó con una probable salida negociada de la guerra.
La decisión de flexibilizar la zona de exclusión y de hundir al Belgrano fue tomada por Thatcher y su gabinete durante un almuerzo en Chequers, la residencia de los primeros ministros británicos a setenta kilómetros de Londres. Fue en ese almuerzo del domingo 2 de mayo, el día del hundimiento del Belgrano, que Thatcher dio la orden de hundir el crucero argentino pese a estar fuera de la zona de exclusión. Luego, el entonces canciller Francis Pym diría: “Si bien el incidente ocurrió fuera de la zona de exclusión, fue de acuerdo a las Reglas de Combate acordadas el 2 de mayo”.
En sus memorias, Thatcher revela: “La orden necesaria que comunicaba el cambio de las reglas de enfrentamiento se envió desde Northwood al HMS Conqueror a la 1:30 p. m. De hecho, no fue hasta después de las cinco de la tarde que Conqueror informó que había recibido el pedido. El Belgrano fue torpedeado y hundido poco antes de las ocho de la noche. Nuestro submarino se alejó lo más rápido posible.”
En otros documentos y cartas enviadas por Pym, el canciller explicaría que la decisión británica “se realizó en defensa personal”, dado que días antes, el 23 de abril se había decidido “atacar a cualquier buque o submarino que fuese una amenaza para el Grupo de tareas”. El entonces jefe de departamento del Foreign Office, John Weston, admitió que el hundimiento del Belgrano “respondió a una decisión de los ministros de flexibilizar las actuales reglas del combate para permitir a nuestro submarinos nucleares atacar a los buques de guerra argentinos”.
El almuerzo del gabinete de Thatcher con la primer ministro fue confirmado el 5 de mayo de 1982 durante una cena de representantes de la OTAN. El entonces secretario del Eurogrupo, Kevin Tebbit dijo que el ministro de Defensa británico, John Nott le había confiado sobre el hundimiento del Belgrano: “La decisión política fue tomada por un grupo de ministros liderados por la primer ministro”.
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Thatcher dice en sus memorias que el Belgrano tenía una potencia de fuego sustancial. “Se nos informó que podría haber sido equipado con misiles antibuque Exocet, y se sabía que sus dos destructores de su escolta los llevaban. Todo el grupo navegaba al borde de la Zona de Exclusión. Habíamos recibido inteligencia sobre las intenciones agresivas de la flota argentina. (…) El almirante Woodward, al mando de la Task Force, tenía todas las razones para creer que se estaba desarrollando un ataque a gran escala. El portaaviones argentino “25 de Mayo”, había sido avistado tiempo antes y habíamos acordado cambiar las reglas de enfrentamiento para hacer frente a la amenaza que representaba. Sin embargo, nuestro submarino había perdido el contacto con el portaaviones, que se había deslizado hacia el norte. Existía una gran posibilidad de que Conqueror también perdiera contacto con el grupo de Belgrano. El almirante Woodward tuvo que llegar a un juicio sobre qué hacer con el Belgrano a la luz de estas circunstancias. De toda la información disponible, concluyó que el portaaviones y el grupo Belgrano estaban enfrascados en un clásico movimiento de pinzas contra la Fuerza de Tarea. Estaba claro para mí lo que se debe hacer para proteger a nuestras fuerzas, a la luz de la preocupación del almirante Woodward y el consejo del almirante Fieldhouse. Por lo tanto, decidimos que las fuerzas británicas deberían poder atacar cualquier buque de la armada argentina sobre las mismas bases acordadas previamente para el portaaviones.”
Casi un mes antes, y al día siguiente de la recuperación argentina de Malvinas, el 3 de abril, el presidente peruano Belaunde Terry apoyó la reivindicación argentina y propuso “una honrosa e inmediata tregua” para empezar negociaciones diplomáticas. El entonces canciller argentino, Nicanor Costa Méndez, elogió al presidente peruano y declaró que Argentina no se proponía iniciar hostilidades. Su par británico, Francis Pym, también agradeció los esfuerzos de Belaunde Terry y señaló que Gran Bretaña se esforzaba “por llegar a una solución pacífica”. Sólo había un requisito a cumplir: el retiro de las fuerzas argentinas de las islas. Al mismo tiempo, Gran Bretaña rechazó una tregua de setenta y dos horas propuesta por Belaunde Terry.
En su libro La intervención del Perú en la controversia de las Islas Malvinas, su autor, Víctor Andrés García Belaunde, sobrino del ex presidente, centra las dificultades de la gestión de paz del peruano en que Gran Bretaña pretendía el retiro de las tropas argentinas y el entonces presidente de facto de la Argentina, general Leopoldo Galtieri se resignaba a que las decisiones debían ser tomadas por la junta militar que entonces completaban el almirante Jorge Anaya y el brigadier Basilio Lami Dozo. Finalmente, García Belaunde revela que los esfuerzos por “una paz digna, justa y oportuna” se frustraron luego del hundimiento del crucero General Belgrano, el 2 de mayo. Afirma que, de haber tenido las respuestas a tiempo, el Belgrano no hubiese sido hundido. Gran parte de la documentación clasificada sobre el hundimiento del Belgrano recién será desclasificada por Gran Bretaña en 2072.
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En los ocho años de su gobierno que siguieron a Malvinas, Thatcher siguió adelante con el que era el boom de la época, la “revolución conservadora”, que tuvo poco de lo primero y mucho de lo segundo, que encarnaban entonces Ronald Reagan en Estados Unidos y el papa Juan Pablo II en el Vaticano: un triángulo empeñado en derrotar al comunismo en decadencia por el que daba la cara el entonces primer ministro Mikhail Gorbachov y so política de glasnot y perestroika, transparencia y democratización.
En 1985, Thatcher salió triunfante de una larga huelga de los mineros del carbón que había empezado el año anterior y que terminó sin que el estado británico aceptara una sola de las reivindicaciones planteadas por los sindicatos. Thatcher iba por otro lado. Bajo su gobierno, un millón y medio de inquilinos se habían convertido en dueños de sus hogares, todo a pagar, lo que hizo que la primer ministro declarara orgullosa: “Estamos haciendo una democracia de propietarios”. En 1987, pequeños ahorristas, pequeños empresarios, y algunos no tan pequeños, se lanzaron a la especulación financiera y apostaron a la Bolsa. Si las cifras dicen algo, y a menudo lo dicen, ese año los tenedores de títulos de la Bolsa de Londres fue mayor que el de los afiliados a los sindicatos. Todo terminó el 19 de octubre de ese año, conocido como “lunes negro”, en el que los mercados mundiales se desplomaron y los inversores británicos quedaron en la ruina., lo mismo que los ilusionados miembros de aquella “democracia de propietarios”.
En el último año de su gobierno, los servicios de salud, transporte y educación se habían deteriorado; la crisis estaba atornillada por el alza de las tasas de interés y el aumento de los impuestos, la quiebra masiva de pequeños comercios, el aumento de la inflación, el crecimiento de la desocupación y las violentas protestas callejeras contra un impuesto masivo aplicado en Londres y otras ciudades británicas a los mayores de dieciocho años.
En noviembre, Thatcher perdió las elecciones y renunció. Una época llegaba a su fin. Miles de personas celebraron en las calles de “La Dama de Hierro”, como se la conoció para su propio regocijo. La ahora ex primer ministro derramó una lagrimita en su despedida y arriesgó: “Estoy muy feliz por haber dejado el Reino Unido en un mucho mejor estado del que estaba cuando llegamos al poder hace once años y medio”. Fue el inicio de su ostracismo. Creó una fundación que cerró en 2005 por problemas financieros, soportó algún escándalo protagonizado por su hijo Mark metido a financiar algunos golpes de Estado en países emergentes para asegurar sus negocios petroleros, paparruchadas y escribió sus memorias en las que mintió con candor o descaro en muchas cosas, sobre todo cuando aseguró que Gran Bretaña no había previsto la recuperación argentina de Malvinas. O mentía, o no estaba informada en 1982 porque los principales diarios británicos habían enviado a sus periodistas a Buenos Aires ya en marzo de 1982, en espera de la invasión argentina a las islas.
La tabacalera Philip Morris la contrató como “asesora geopolítica”, signifique eso lo que fuere, por un sueldo anual de doscientos cincuenta mil dólares. Cobraba cincuenta mil dólares por cada conferencia que daba, por lo general evocativos de los viejos buenos tiempos. Y se sumergió en el alcohol y en los estimulantes, en los que flotaba ya desde sus años de poder. Enviudó en 2003, viajó a Washington para despedir a su viejo amigo, Ronald Reagan, celebró sus ochenta años en el Hotel Mandarín Oriental, en pleno Hyde Park, una fiesta a la que se unieron la entonces reina Isabel II, con quien Thatcher había tenido algunos cortocircuitos profundos y discretos y su esposo, el príncipe Felipe.
Su salud se deterioró rápido después de que, en 2007, se convirtiera en la primera de los ex primer ministros británicos en tener una estatua de bronce, emplazada frente a la de su ídolo: Winston Churchill. Al año siguiente se desmayó durante una cena en la Cámara de los Lores, y en 2009 resbaló en su casa y se fracturó el brazo. Su hija, Carol, revelaría en su libro A Swim-On Part In The Goldfish Bowl que Thatcher padecía demencia senil desde los años 2000. Además, la envolvía la extraña bruma del Alzheimer, confundía Malvinas con Bosnia, no recordaba que su esposo había muerto hacía varios años y no podía hablar demasiado porque perdía la concentración y olvidaba las frases.
Cuando murió, el 8 de abril de 2013 en el Hotel Ritz de Londres y por un accidente cerebrovascular, la Reina Isabel dijo estar muy triste, lo que ya era algo. Elogiaron su figura el entonces primer ministro David Cameron, el presidente americano Barack Obama, el papa Francisco y el jefe de laborismo, Ed Miliband. El jefe del Partido Conservador, que en 1990 había dado la espalda a Thatcher, que se sintió traicionada, y lo dijo, enarboló en los funerales de la ex primer ministro una de esas frases que tienen el sentido que les da quien las escucha. Dijo: “No volveremos a ver a nadie como ella”.
Tal vez, lo dijo con alivio.
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