Cuando en la historia criminal de los Estados Unidos se menciona al “Asesino de la autopista” (The Freeway Killer) la identificación no queda del todo clara. Porque hubo tres que fueron llamados así, casi al mismo tiempo, durante la segunda mitad del siglo pasado. Tanto que más de una vez se los llegó a confundir.
Porque William Bonin, Patrick Kearney y Randy Kraft operaban casi de la misma manera: levantaban con sus autos a las víctimas en las rutas o en estaciones de servicio, las mataban y casi siempre dejaban sus cuerpos a la vera de los caminos.
Hubo que hilar más fino para diferenciarlos y fue entonces cuando a Patrick Kearney –sin que se supiera todavía que ese era su nombre– se lo empezó a llamar también el “asesino de las bolsas de basura” (The Trash Bag Killer) porque en su modus operandi casi siempre las víctimas, o partes de ellas, terminaban desechadas dentro de ellas.
Kearney hizo de las suyas durante 15 años, entre 1962 y 1977 sin que nadie, ni sus familiares más cercanos ni sus empleadores, sospecharan siquiera de él. Era imposible asociar la imagen de ese hombre pequeño, de aspecto frágil, ingeniero mecánico extremadamente inteligente con el brutal asesino que en ese lapso se cargó a más de cuarenta personas, entre hombres, adolescentes y niños.
Como suele suceder en estos casos, solo después de descubrir al asesino es posible ver retrospectivamente que las señales estaban ahí, aunque a nadie le llamaran la atención. Por ejemplo, que a Kearney, desde muy chico, le gustaba matar y destripar cerdos de la misma manera que luego haría con sus víctimas.
La tarea la aprendió de su padre en la granja familiar cuando tenía 12 o 13 años. El buen hombre le enseñó a matarlos con un disparo limpio de calibre detrás de la oreja, para que no sufrieran agonía alguna (“eso es importante, que no sufran”, le decía) y después a abrirlos en canal con una cuchilla filosa para limpiarlos por dentro.
Un disparo limpio de pistola calibre 22 detrás de la oreja, por sorpresa, cuando la víctima estaba sentada en el asiento del acompañante del auto era la manera en la que Kearney se cobraba sus víctimas.
Seguía así el mandato paterno de no hacerlas sufrir, pero también por otra razón de peso: para alguien débil como él era una forma segura de no tener un enfrentamiento físico en el cual casi siempre estaría en desventaja.
Esa desventaja la había sufrido dolorosamente en la escuela, donde sus compañeros tenían la costumbre de molerlo a golpes y casi nadie lo llamaba por su nombre sino simplemente “maricón”.
Por eso, Kearney violaba y destripaba a quienes habían tenido la mala idea de subir a su auto solo después de haberlos matado con un disparo limpio y sorpresivo.
Dos adolescentes
Patrick Kearney tenía 23 años cuando decidió matar por primera vez, en 1962. Muchos años después contó que venía acunando la idea desde bastante antes, pero que no se atrevía a practicarla.
Una tarde, cuya fecha exacta ya no recordaba cuando confesó, salió a dar vueltas en su moto con una pistola calibre 22 en la cintura. En un barrio periférico de Los Ángeles, donde se había detenido un momento, un adolescente se interesó por el vehículo y Kearney lo invitó a dar una vuelta. En un camino solitario de las afueras de la ciudad, cuando ya estaba anocheciendo, se detuvieron para descargar sus vejigas.
En eso estaba el adolescente cuando Kearney desenfundó rápidamente la pistola y le disparó detrás de la oreja derecha. Luego arrastró el cadáver entre los pastos, lo desnudó y lo violó. Esa vez, relató cuando hizo su seguidilla de confesiones, no destripó a la víctima porque no tenía un cuchillo a mano.
La experiencia le produjo placer, contó después, y la repitió. Kearney no era todavía el avezado “Asesino de la autopista” y cometió el error de recorrer el mismo barrio donde había levantado a su víctima anterior. Lo demás fue producto de la casualidad: el chico al que abordó le contó que tenía un primo desaparecido y que la familia creía que se había escapado de la casa. Kearney supo de inmediato que se trataba del chico que había matado y que entonces todavía no habían encontrado el cuerpo.
Al primo de su primera víctima lo mató de la misma manera, pero tuvo el cuidado de elegir otro camino para hacerlo.
Después de eso, dejó de matar durante casi un año.
En el camino
Por esa época terminó de estudiar ingeniería mecánica y consiguió un buen trabajo en Hughes Aircraft. El desafío de un nuevo empleo, ya jerarquizado, lo absorbió al punto de frenar por un tiempo su impulso de matar.
No pudo contenerse por mucho tiempo, pero antes de volver al ruedo planificó su modus operandi. No volvería a cometer el error de sus inicios. Se compró un escarabajo Volkswagen y una camioneta de trompa chata de la misma marca, de esas que estaban de moda en el mundo hippie de los ‘60.
En sus días libres se alejaba de Los Ángeles, alternando el auto y la camioneta en cada salida, y buscaba víctimas en autopistas alejadas. Llegó a matar en Orange, en San Diego e, incluso, en Tijuana.
Levantaba a hombres jóvenes que hacían dedo, conversaba un rato con ellos mientras conducía y a la primera distracción sacaba la pistola 22 que tenía siempre al alcance de la mano y les disparaba en la cabeza.
Un disparo 22 bien puesto en la cabeza dejaba pocas o ninguna salpicadura de sangre en el vehículo.
Seguía conduciendo con la víctima erguida en el asiento del acompañante –si hacía falta la acomodaba un poco– hasta llegar a algún lugar desolado, generalmente un camino rural. Allí bajaba el cuerpo, lo desnudaba, lo violaba, lo destripaba y lo descuartizaba con una sierra y un cuchillo. Antes de irse metía las partes en bolsas negra de basura.
Tarde o temprano los cadáveres aparecían y en las noticias se empezó a mencionar al “asesino de la autopista” o al “asesino de las bolsas de basura”.
La policía no tenía una sola pista que permitiera identificarlo.
El amor es más fuerte
El 1967 detuvo su raid criminal por una razón muy especial. Conoció a David Hill, un hombre un poco más joven que él, en un bar gay, se enamoró y fue correspondido.
Al poco tiempo estaban viviendo juntos en Redondo Beach, cerca de Los Ángeles. La pareja se llevaba bien y la relación con Hill pareció apagar los impulsos criminales de Kearney. Los dos trabajaban y compartían todo el tiempo libre que les quedaba.
Fue una pausa que duró cerca de cuatro años, hasta que tuvieron la primera discusión de pareja realmente fuerte y Hill decidió ir a visitar a unos amigos en México para tomar distancia y pensar si la relación tenía futuro o no.
Solo en su casa de Redondo Beach, Kearney se encontró con una gran cantidad de horas libres durante las cuales aquellas ganas de matar casi olvidadas regresaron.
A la primera víctima la mató en su propia casa, después de conocerla –igual que a Hill– en un bar gay. La invitó a seguir la noche en su casa y cuando el joven se relajaba en un sillón del living, Kearney apareció por detrás y le disparó en la sien.
Violó al muerto sobre el mismo sillón donde lo acababa de matar y después arrastró el cuerpo hasta la bañera, donde primero lo destripó y luego lo descuartizó. Envolvió todo en bolsas de basura y las enterró en el fondo de la casa.
Pocos días después, Hill volvió y retomaron la relación.
Peleas y asesinatos
Corría 1971 y la relación entre los dos amantes iba y venía. Las peleas se hicieron más frecuentes y las ausencias de Hill, que terminaba alejándose por períodos, le dieron a Kearney nuevas oportunidades de matar.
Cada vez que discutían y Hill se iba de la casa, había más muertos.
Para entonces, Patrick Kearney había refinado su procedimiento. Comenzó a recoger a hombres que hacían dedo en la ruta, a frecuentadores de bares gay y también a niños que engañaba para que subieran a su auto.
A veces elegía víctimas que tenían cierto parecido con Hill, en otras ocasiones buscaba a quienes le recordaran a aquellos compañeros que lo habían maltratado en la escuela, los que le gritaban “maricón”.
Una vez que lograba que subieran a su automóvil, manejaba con la mano izquierda, asegurándose de mantener el límite de velocidad para evitar que la policía le prestara atención. Cuando llegaba a algún lugar solitario, seguro de que nadie podía ver el auto, empuñaba la pistola con la derecha y le disparaba a su acompañante en la cabeza.
Después, el ritual siempre era el mismo: desnudaba al muerto, lo violaba entre los árboles o los pastos, destripaba y desmembraba el cadáver y dejaba los restos en bolsas de basura. Nunca salía a hacer sus recorridas sin una cuchilla, una sierra y las bolsas en la parte trasera del auto.
Entre 1971 y 1977 –aprovechando las ausencias de Hill– Kearney mató a más de 30 personas en distintos lugares de California.
Algunas de las víctimas pudieron ser identificadas: John Demichik, James Barwick, Ronald Smith, Albert Rivera, Larry Walters, Kenneth Buchanan, Oliver Molitor, Larry Armendariz, Michael McGhee, John Woods, Larry Espy y Wilfrid Faherty, todos jóvenes que iban desde los 17 a 28 años, pertenecientes a la comunidad gay de Los Ángeles.
De otras nunca pudieron conocerse los nombres. En su confesión, Kearney aseguró que ni siquiera sabía cómo se llamaban.
Atrapado por casualidad
El “asesino de las bolsas de basura” pudo haber seguido su carrera criminal impunemente si un ferretero de su barrio no hubiese sospechado de ese hombre pequeño y amable, de modales suaves, que visitaba frecuentemente el comercio pidiéndole recomendaciones de sierras de carnicero y cuchillos bien filosos.
El ferretero tenía siempre el televisor clavado en un canal local de noticias donde los crímenes del asesino que tiraba los cadáveres aserrados de sus víctimas envueltos en bolsas de basura siempre cerca de alguna autopista ocupaban un lugar cotidiano y central.
El hombre ató cabos y, sin siquiera estar seguro de lo que hacía, llamó a la policía para contar lo que sospechaba.
Pronto se supo que había dado en el blanco. La Policía de Los Ángeles consiguió una orden judicial para allanar la casa de Kearney –que estaba de viaje– y revisó también su camioneta. En el asiento del acompañante, además de encontrar algunas salpicaduras de sangre, recogió algunos pelos que estaban sobre el tapizado. Uno de ellos coincidió con los de John LaMay, una de las víctimas del asesino serial que todos buscaban y nadie podía encontrar.
Kearney se enteró por las noticias y huyó a México donde se reunió con Hill. La policía también sospechaba de él, por el simple hecho de ser la pareja de Kearney.
Sus familiares convencieron a Hill de que volviera a los Estados Unidos y se entregara. Era inocente y no debía vivir perseguido por culpa de los crímenes de su pareja. Después de muchas dudas, Kearney decidió acompañarlo.
Se entregaron los dos.
El culpable y el inocente
Después del arresto, Kearney tuvo su último gesto de amor hacia Hill. Dijo que ignoraba sus crímenes y que, si revisaban las fechas, podrían comprobar que coincidían con los viajes de Hill a México.
Lo liberaron sin llevarlo a juicio. En cambio, Kearney confesó 35 asesinatos, aunque sólo pudieron juzgarlo por 28 y condenarlo por 21. La policía estaba convencida que eran más de cuarenta.
Para eludir la condena a muerte, Patrick Kearney se declaró culpable y fue condenado a 21 cadenas perpetuas.
Hoy, con 83 años, sigue purgando su pena en una cárcel de Los Ángeles. Mientras vivió, Hill jamás lo fue a visitar.
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