Es difícil encontrar un texto que vuele más lejos de la violencia como El Principito y, sin embargo, fue escrito en un extraño descanso entre dos batallas. Cuando Antoine de Saint Exupéry lo escribió, en Nueva York, venía de pelear en los cielos europeos a bordo de un avión francés contra la invasión alemana y poco después de su publicación en inglés – la primera de todas –, el 6 de abril de 1943, volvió a volar para liberar a su país y perdió la vida durante un combate aéreo.
En esa breve pausa escribió febrilmente para dejar un libro que fascina a los chicos y hace pensar a los adultos. Porque de esas dos maneras puede leerse: como una lograda fábula infantil o como una profunda metáfora de la condición humana.
“Todas las personas mayores han comenzado por ser niños (aunque pocas lo recuerden)”, dice el prólogo de El Principito y con eso el genial escritor francés muestra su juego a quien quiera – o pueda – verlo.
Con los años, El Principito fue traducido a 250 idiomas y dialectos, incluso hay una versión en lengua qom, el pueblo originario del norte argentino. Saint Exupéry, sin embargo, no alcanzó a ver ese éxito; menos aún: ni siquiera pudo ver su obra publicada en francés, algo que ocurrió recién después de que terminara la guerra que se cobró su vida.
Un arma contra la desesperanza
Saint Exupéry había participado de las primeras batallas de Francia durante la invasión de la Alemania nazi en el verano de 1940. Se puso al servicio de su país con lo que mejor sabía hacer: volar.
Peleó en la fuerza aérea hasta la capitulación y se fue de allí luego de la capitulación que puso al mariscal Phillipe Pétain a la cabeza de un estado títere de los invasores.
Hacia fines de 1940, el aviador y su esposa se instalaron en Estados Unidos. Consuelo, su mujer, pertenecía a una familia acaudalada y a Antoine no le faltaba dinero, producto de sus aventuras como aviador civil y de los libros que había publicado.
Por eso se pudieron instalar cerca del Central Park, en el corazón de Nueva York, y llevar una vida apacible. Pero se trataba de una calma triste, porque Saint Exupéry vivía oprimido por la impotencia de ver a su país ocupado.
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Por entonces ni siquiera pensaba en volver a la literatura hasta que un editor neoyorquino le propuso que escribiera una novela. Y ese pedido no solo fue su tabla de salvación emocional sino también el punto de partida para la gestación de su obra más lograda y famosa.
Pese a lo breve del relato, Saint Exupéry estuvo más de un año con el texto y decidió ilustrarlo él mismo cuando no encontró un artista que pudiera reflejar con sus dibujos lo que él transmitía con las palabras.
Fue una decisión afortunada: hoy es imposible leer El Principito sin ver un sombrero donde el personaje central del relato explica que se trata de una boa que se comió un elefante.
La amabilidad del niño protagonista que vive en un pequeño planeta no le impide interpelar a los adultos.
Entre las tantas frases poéticas y punzantes que se pueden leer en El Principito hay una en la que Saint Exupéry – utilizando a su pequeño protagonista - parece tener un diálogo imaginario con Friedrich Nietzsche.
Una vida de aventuras
Antoine de Saint-Exupéry, nacido el 29 de junio de 1900, se estrenó como aviador civil en 1921 cuando hizo el servicio militar. Tan cautivado quedó por pilotar aviones de porte pequeño que se dedicó a la aviación comercial y trabajó en la empresa Aeropostale desde su creación.
Esa compañía hacía transporte de carga liviana desde la ciudad de Toulouse hacia Centroamérica y también hacia la Argentina. De hecho, fue en este país que se creó una filial impulsada por estancieros patagónicos que se llamó Aeroposta.
Fue el propio Saint-Exupéry quien hizo el vuelo inaugural a fines de 1929. Como el ferrocarril cubría el tramo Buenos Aires – Bahía Blanca, fue desde un pequeño aeropuerto de esa ciudad (Harding Green) con destino a Comodoro Rivadavia y unos meses después extendieron los vuelos hasta Río Gallegos. De la estadía en Argentina, el aviador cosechó no pocas turbulencias y un flechazo fuerte.
De las turbulencias quedó un libro. En la novela “Vuelo nocturno” dio cuenta de un hecho real sucedido a uno de sus compañeros que viajaba de Chile a Paraguay y un viento patagónico lo desplazó en su pequeño avión desde la cordillera hasta el Atlántico. En la Argentina también conoció a la bella salvadoreña Consuelo Suncin. Fue en una reunión social y estuvieron a punto de casarse en Buenos Aires.
Sin embargo hubo otras turbulencias, en este caso financieras: el crack de la Bolsa neoyorquina de fines de 1929 llevó a pique, entre otras tantas compañías, a Aeropostale. Antoine y Consuelo dejaron el Río de la Plata y viajaron a París donde sí contrajeron matrimonio. Luego fueron a Nueva York, volvieron a Francia y poco tiempo después Saint Exupéry pudo sobrevivir a un accidente que pudo ser el último.
Fue en 1935, volaba con su mecánico y navegador André Prevot en un monomotor con cuatro plazas. Esta vez los vientos lo agarraron en el desierto del Sahara, a la altura de Libia: el avión perdió altura y la pericia de Saint Exupéry les permitió un aterrizaje forzoso. Ambos estaban golpeados pero enteros.
Alrededor del avión averiado había solo arena y vientos. Tenían algo de agua, alguna fruta y no poca audacia. Al cabo de cuatro días se cruzaron con un hombre montado en camello. Para entonces sus caramañolas tenían solo recuerdos.
Un aviador en medio del desierto, la misma situación que años más tarde plantearía en El Principito.
En “Tierra de hombres”, publicado tres años después, cuenta esa experiencia en el desierto. Además, se lo dedica a otro aviador, Henri Guillomet, quien había atravesado una situación similar en plena cordillera de los Andes.
Guillomet cubría para Aeroposta rutas chilenas hasta Paraguay y, en una oportunidad, a la altura del volcán Maipo los vientos le jugaron una mala pasada. Logró aterrizar al lado de la laguna del Diamante, del lado argentino, en pleno invierno.
Salvó la vida de milagro. Como Guillaumet no llegó a destino, su amigo Saint-Exupéry recorrió varias veces esa ruta aérea del sur argentino a ver si lo encontraba. No lo logró, pero su amigo, dos días después de esperar abrigado dentro del avión, salió a la intemperie, no sin antes escribir una frase en el fuselaje: “Salí hacia el este, dirección Argentina. Adiós a todos”.
Finalmente logró llegar a pie a una población.
Vuelta a la guerra
Luego de escribir y dibujar El Principito, Saint Exupéry decidió volver al campo de batalla para liberar a Francia.
El curso de la guerra estaba empezando a cambiar: Estados Unidos envió tropas a Europa a fines de 1942 y, en pocos meses, junto a franceses e ingleses, hicieron pie en Sicilia entrando por el norte de África en Sicilia.
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Con 43 años, el escritor volvió a calzarse el traje de aviador de combate. En el frente occidental, los aliados iban recuperando territorios y Saint Exupéry se sumó a las fuerzas militares del general Charles De Gaulle.
Sin embargo, a criterio de los mandos ya no tenía la edad adecuada para la guerra. Además, Saint Exupéry tenía el cuerpo achacado por las fracturas de algunos de sus aterrizajes forzosos.
Insistió de tal manera que lo dejaron volver a volar en aviones de reconocimiento. El de julio de 1944 despegó desde la isla de Córcega en un Lightning P-38 y ya no regresó.
El avión cayó en el mar Mediterráneo, cerca de la isla de Riou, al lado de Marsella, a menos de 400 kilómetros de su Lyon natal.
Saint Exupéry terminó sus días como “un desaparecido”, después de dar incontables vueltas al mundo pilotando aviones. El expediente, frío, registró que “el piloto no volvió a la base”.
Las horas finales
Durante décadas se especuló con que la desaparición del autor de El Principito podía ser tanto un accidente como el resultado de un derribo.
Recién a principios de este siglo se esclarecieron los hechos.
El joven piloto Horst Rippert, un as de la Luftwaffe, lo vio en el cielo luminoso de aquel día de verano: el Lightning del veterano Saint Exupéry volaba tres mil metros más alto que el Masserchmidt ME-109 de Rippert. El avión alemán era más rápido, más potente, iba artillado y también iba en misión de reconocimiento. La misión de reconocimiento del francés era sin capacidad de fuego.
“Cuando vi la bandera tricolor en sus alas –contó Rippert muchos años después- ascendí”. Lo demás fue la disparidad y la técnica. El piloto alemán se puso por detrás y disparó: “Vi cómo lo alcanzaba y caía derecho al agua”.
Unos años antes del testimonio del piloto alemán, un pescador había encontrado entre sus redes una pulsera de plata que llevaba grabado el nombre de Saint Exupéry. Fue cerca de la pequeña isla de Riou, frente a Marsella. Esa fue la alarma que movió a otros a buscar el avión. Se intensificaron los intentos hasta que un submarino localizó el Lightning en el fondo del mar.
Hasta entonces lo esencial fue invisible a los ojos. Con la pulsera y el fuselaje del avión, la muerte cobró forma.
La editorial Gallimard hizo la primera tirada de El Principito en 1946. Luego llegaron más y más ediciones. Su expansión en todo el planeta es la prueba irrefutable de que el pequeño príncipe que habitaba un planeta pequeñísimo habita el inmenso universo de la imaginación.
Un universo creado por el talento de Antoine Saint Exupéry durante un descanso entre dos batallas.
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