Lo mandaron a la cárcel. Fue una pena leve, cinco años: debió ser mayor. De haber sido mayor, la historia del mundo habría sido otra. Por supuesto, no la cumplió toda y debió cumplirla; de haberlo hecho, el rumbo de la historia pudo ser otro. Pero Adolfo Hitler, condenado el 1 de abril de 1924, hace hoy noventa y nueve años, salió en libertad, sonriente y orgulloso, el 20 de diciembre de 1925, cuando le faltaban por cumplir tres años, trescientos treinta y tres días, veintiuna horas y cincuenta minutos de su breve condena, según el cálculo que hizo Ludwig Stenglein, el furioso fiscal que había pedido una condena ejemplar para ese agitador que había cometido el delito de alta traición.
Hitler aprendió mucho en la cárcel. Lo aprendió casi todo. Fue en la prisión de Landsberg donde supo, o intuyó, que su etapa de provocador, de revoltoso rebelde y perturbador había terminado. Que ya no había que sentarse a esperar a la figura providencial que salvara a Alemania del caos. Que esa figura providencial podía, acaso debía, ser él mismo. Fue en la cárcel donde escribió la primera parte de sus memorias, cargada de falsedades, que tituló “Mein Kampf . Mi lucha” y que ayudó a escribir otro prisionero, Rudolf Hess, que caería embobado, rendido a los pies de Hitler, hasta que un día de 1941 escapó de Alemania en un avión piloteado por él mismo y aterrizó en Inglaterra en una misión que jamás estuvo clara. La plataforma política de Hitler, borroneada antes de la cárcel, adquirió trazos más firmes tras los barrotes de Landsberg. Fue en su celda donde Hitler supo la gran verdad que le estaba negada: no se podía tomar el poder en Alemania sin el respaldo de las fuerzas armadas.
Hitler había ido a parar a prisión por haber intentado dar un golpe de Estado en la noche del 8 al 9 de noviembre de 1923 en Múnich. Fue una gran chambonada, una torpeza enorme que no le costó la vida de milagro. Pero fue una chambonada sangrienta, que costó otras vidas y que hirió todavía más la estructura de una República, la de Weimar, que se caía a pedazos.
¿Cómo fue que Hitler pugnó por tomar el poder por la fuerza en Alemania? Aquella nación, antes orgullosa, derrotada en la Primera Guerra Mundial, humillada por un tratado, el de Versalles que la obligaba, entre otras cosas, a pagar una gigantesca e impagable deuda de guerra; que había visto impotente cómo su antiguo enemigo, Francia, ocupaba la cuenca minera del Rühr como parte de pago de la deuda impagable;: esa nación antes poderosa, ahora estaba en ruinas.
Como es habitual en el populismo, y sobre todo en el de tendencias fascistas, la crisis era el oxígeno de Hitler. El nazismo necesitaba de las crisis para sobrevivir. Y donde no había crisis, las creaba. El país en quiebra, la moneda arruinada, la inflación galopante, la pobreza extrema, eran un atractivo fascinante para Hitler y el creciente partido nazi. Sólo que la realidad se llevaba todo por delante.
Números: en vísperas de la Primera Guerra mundial, un dólar costaba 4,20 marcos. A principios de 1923, un dólar costaba 17.972 marcos; en agosto valía 4.620.455 marcos; en septiembre, 98.860.000 marcos, en octubre 25.260.280.000 marcos y en noviembre “la cantidad increíble de 4.200.000.000.000 marcos”, según revela Ian Kershaw en su biografía de Hitler.
Para ponerlo en cifras más reales, un kilo de manteca costaba 168 millones de marcos, a 33.6 millones el pan de doscientos gramos. El día del golpe de Hitler, lo miembros del partido nazi que hubiesen querido informarse de algo en las páginas del periódico partidario, el Völkischer Beobachter, deberían haber pagado 5.000 millones de marcos. El pan negro costaba 1.000 millones de marcos la libra (453 gramos), la desocupación aumentaba, nadie pedía nada a una industria paralizada, millones de alemanes no podían alimentarse y ni siquiera el gobierno podía ya pagar a sus empleados.
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Ese fue el caldo de cultivo del nazismo, que llegaría al poder pleno una década después, en 1933. Hitler lanzó su golpe desde la cervecería Bürgerbräukeller, tradicional sitio de reunión de los nazis de Múnich. En medio de la agitación previa a ganar las calles, trepó a una mesa, disparó al aire con su pistola Browning, anunció la formación de un nuevo gobierno del Reich dirigido por él, con el prestigioso Erich von Ludendorff a cargo del ejército nacional (Ludendorff se convertiría luego en uno de los enemigos de Hitler) y nombró a un nuevo presidente de Baviera con poderes dictatoriales. Dramático, según su estilo, dijo que si las cosas iban mal, había en su pistola cuatro balas: tres para sus colaboradores y la restante para él. Aclaró que el golpe no estaba dirigido contra el Reichswehr, las fuerzas armadas alemanas, sino “contra el gobierno judío de Berlín y los criminales de noviembre de 1918″, en referencia a los firmantes alemanes del Tratado de Versalles.
Las cosas no fueron mal, fueron muy mal. Los golpistas fueron barridos de las calles por la policía y Hitler no usó ni una bala de las cuatro que restaban en su Browning. Por el contrario, mandó a sus hombres de las SA a la imprenta oficial para que robaran todos los fajos de billetes de cincuenta billones de marcos que pudieran. Esa noche murieron catorce golpistas y cuatro policías; Hermann Göring, que sería luego una de las más poderosas figuras del Tercer Reich, fue herido en una pierna: su tratamiento en Innsbruck, Austria, lo convirtió en morfinómano. Hitler, que salvó su vida de milagro porque uno de los balazos policiales mató a Max Scheubner-Richter, que marchaba tomado de su brazo, fue sacado del escenario del desastre y detenido por la policía recién el 11 de noviembre. Lo llevaron a la fortaleza-prisión de Landsberg, que sería su futuro hogar.
El cónsul estadounidense en Múnich, Robert Murphy, pensó que Hitler estaba acabado; que cumpliría la sentencia que le dictaran y que sería luego expulsado de Alemania, dada su condición de austríaco. El escritor Stefan Zweig también creyó en el final de Hitler: “Nadie pensaba en él ya como un candidato posible en términos de poder”. Diplomático y escritor estaban equivocados. Hitler convirtió el juicio en su contra en un escenario para desplegar su propaganda, uno de los grandes méritos del nazismo; aceptó la total responsabilidad de todo lo que había pasado y se justificó, más que eso, glorificó su intento de derrocar al estado de Weimar.
El 1 de abril de 1924, el juez Georg Neithardt, que al año siguiente se declararía simpatizante del nacionalsocialismo, condenó a Hitler y a tres de sus seguidores a sólo cinco años de cárcel, (menos los cuatro meses y dos semanas que habían estado bajo custodia) y a una multa de doscientos cincuenta marcos oro. Además rechazó su posterior y eventual deportación por considerarlo “austríaco alemán”. Era una condena muy leve y, desde lo legal, escandalosa. No mencionaba a los cuatro policías muertos por los golpistas de Hitler, el fallo restó importancia al robo de 14.605 billones de marcos en papel y no responsabilizó a Hitler por la destrucción de las oficinas del Münchener Post ni por la toma como rehenes de un grupo de concejales socialdemócratas. La sentencia tampoco mencionó el texto de una nueva constitución, hallado en las ropas de Theodor von Pfordten, uno de los golpistas muertos.
Si el tribunal había condenado a un “amigo”, en la prisión de Landsberg también recibieron a Hitler como a uno de los suyos. Entró a una amplia celda, amueblada y con una ventana enrejada que le dejaba ver un bucólico paisaje campestre. Solía usar los típicos pantalones bávaros de cuero, leía los periódicos en un confortable sillón de mimbre, recibía centenares de cartas que contestaba acodado en una mesa, frente a una corona de laureles que le habían regalado unos admiradores; le llegaban flores, regalos, mensajes de apoyo y recibía más visitas que las permitidas, hasta que le sugirieron usar la prudencia. Sus carceleros, y también sus compañeros de prisión, lo saludaban con un “Heil, Hitler”. Y el 20 de abril de 1924, día de su cumpleaños treinta y cinco, supo que marcharían en su honor unos tres mil nacionalsocialistas, todos ex soldados, “en honor del hombre que encendió la llama de la liberación y la conciencia del pueblo alemán”
Hitler empezó a pelear de inmediato por su libertad condicional, mientras escribía, o dictaba, los capítulos principales de “Mein Kampf”. Podía pedirla pasados los seis meses reglamentarios desde la sentencia y así lo hizo el 1 de octubre: pidió a las autoridades que tuviesen en cuenta su buena conducta en la prisión. Hitler no sólo era un buen preso, sino que contaba con la simpatía del director de Landsberg, Otto Leybod, que a pedido del tribunal, redactó un elogioso informe sobre el detenido que, aunque apologético, retrata en parte cómo fueron los días del futuro Führer tras las rejas:
“Hitler demuestra ser un hombre de orden, de disciplina, no sólo por lo que se refiere a su propia persona sino también con sus compañeros de cárcel. Es complaciente, modesto y condescendiente. No pide nada. Es tranquilo y razonable, serio, jamás incurre en groserías, procura obedecer escrupulosamente las disposiciones de la sentencia. Es un hombre que carece de vanidad personal, se contenta con la comida de la institución, no fuma ni bebe y, pese a toda la camaradería, sabe imponer cierta autoridad a sus compañeros de prisión. No le atrae el sexo femenino. Recibe a las mujeres con las que establece contacto cuando le visitan aquí con gran cortesía, sin entablar con ellas discusiones políticas serias. Es siempre cortés y no ofende nunca a los funcionarios de la institución (…) Se ocupa diariamente, durante varias horas, de la redacción de su libro, que debería aparecer en las próximas semanas y que contendrá su autobiografía, sus ideas sobre la burguesía, los judíos y el marxismo, la revolución alemana y el bolchevismo, el movimiento nacionalsocialista y la prehistoria del 8 de noviembre de 1923. (…) Se ha hecho más maduro y tranquilo de lo que era. No volverá a la libertad con amenazas e ideas de venganza contra los que ocupan cargos públicos que se oponen a él (…) No será ningún agitador contra el gobierno, ningún enemigo de otros partidos de tenencia nacionalsocialista (…)”
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Parece el retrato de otra persona. El escrito no conmovió al fiscal Stenglein quien, en una carta del 23 de septiembre, había advertido sobre “lo poco que han cambiado las intenciones de Hitler durante su período de encarcelamiento”. Su libertad, decía el fiscal, sería un peligro para el orden público.
El 6 de octubre de 1925, el tribunal desestimó todos los argumentos de la fiscalía y benefició a Hitler con la libertad condicional. Fue el primer paso hacia su libertad total que sería firmada en diciembre. El fiscal Stenglein insistió. Apeló con un texto en el que expresaba su convicción de que Hitler y sus compañeros de condena no iban a respetar la buena conducta una vez libres. El 12 de diciembre, el tribunal Supremo bávaro pidió un nuevo informe sobre la conducta de Hitler y sus tres cómplices. De nuevo, el director de Landsberg, Otto Leybold se esmeró en elogiar la conducta de los detenidos y de recomendar “muy especialmente digno que se de le conceda la libertad condicional”. Con el nuevo documento enviado por la prisión de Landsberg, el Tribunal Supremo bávaro concedió la libertad de Hitler.
Fue el propio Leybold quien, conmovido, le dio la noticia a su admirado preso. Hitler le aseguró que el día de su libertad no habría manifestaciones partidarias en la puerta de la cárcel y pidió que lo fuese a buscar Adolf Müller, dueño de una editorial de Múnich e impresor del NSDAP. El 20 de diciembre, Müller pasó a buscar a Hitler por la prisión. Manejaba un Daimler Benz y llevaba como acompañante a Heinrich Hoffman, el fotógrafo exclusivo de Hitler. Los funcionarios de la prisión le dieron una calurosa despedida y Hitler posó para la ya famosa foto al pie del auto, ante el frente fortificado de Landsberg.
Dos años y medio antes de ese mediodía, el 4 de mayo de 1923, con palabras que aun hoy algunos repiten impávidos, Hitler arremetió con un violento contra el sistema parlamentario alemán al que juzgó culpable del “hundimiento y el fin de la nación alemana”, Hitler dijo entonces: “Lo que puede salvar a Alemania es la dictadura de la voluntad nacional y de la decisión nacional. ¿Tenemos a mano a la persona adecuada? Nuestra tarea no es buscar a esa persona. (…) Nuestra tarea es crear la espada que necesitará esa persona cuando llegue”.
Ahora, a punto de irse para siempre de la prisión de Landsberg, Hitler supo que la “persona adecuada” era él mismo. Y que ya tenía la espada en sus manos. En dos horas estuvo instalado en su departamento de Thiereschstrasse, Múnich, para júbilo de sus amigos que lo recibieron con flores y el entusiasmo de su perro Wolf, que casi lo tira al suelo de felicidad.
Entonces, la rueda volvió a girar y todo empezó de nuevo.
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