Había disfrutado del embarazo, tanto como el de su primera hija. No había tenido ninguna complicación ni miedo de que algo saliera mal, y en ese clímax de orden y perfección llegó al parto. “Tiene los ojos rasgados, como la mamá”, dijo el obstetra mientras arropaban a Luca para apoyárselo en el pecho. Gabriela se alegró por el parecido: en ese momento no se dio cuenta de nada.
Se llevaron al bebé para revisarlo y a ella la llevaron a terminar de recuperarse a la habitación. “Y empezó a pasar el tiempo, horas. Llegaban las visitas, se iban y a Luca no lo traían”, cuenta Gabriela Valledor a Infobae. Hasta que el neonatólogo entró con una seriedad evidente. “Por favor -le dijo a la visita-. Necesito hablar con los padres”.
La frase fue: “De acuerdo con algunas cuestiones clínicas que estuvimos evaluando, creemos que Luca podría tener síndrome de Down”. Gabriela tenía 32 años, no había encontrado motivos para hacerse un test genético durante el embarazo y quedó erguida en la cama, en silencio, alisando la sábana blanca con las manos.
Quien era su marido, en cambio, “había quedado petrificado, era una figura dura. Estaba desmayado pero con los ojos abiertos, fue una imagen muy fuerte. Me acuerdo que grité que lo vinieran a atender, pensé ‘por favor, háganlo reaccionar, no me quiero quedar sola con esto’”.
También pensó lo que ahora decidió escribir, sin ningún cotillón, en el libro “Los ojos rasgados de la mamá” (editorial Modesto Rimba): “Yo no quiero tener un hijo colgado de mí por el resto de mi vida”.
Gabriela Valledor era psicóloga y tenía, hasta ese momento, lo que consideraba “la familia ideal”. Se había casado con Pablo, habían viajado, se habían comprado la casa propia, habían tenido primero a la nena. “Una pareja divina con una hija impecable que iba a completarse con el hijo varón”, dice a Infobae.
“Luca no podía estar pasándome a mí”, escribió.
El bebé había quedado internado en la neo para hacerle un estudio poco complejo, algo sin riesgos. Y fue esa la primera vez que Gabriela pensó en la muerte de ese hijo como una salida.
“No es nada ni mínimamente grave, pero en mi fantasía elijo pensar que sí. Fantaseo con su muerte, y entonces no habrá nada de lo que hacerse cargo. Yo no me quiero hacer cargo. No estoy angustiada. Estoy aterrada”, escribió.
“Es más que una fantasía. Es el deseo de que el destino recomponga, aunque de una manera tan trágica y dolorosa, el error inaceptable que introdujo en mi vida. No me siento un monstruo por pensarlo”.
Salvo esos minutos del parto en el que no se había dado cuenta de nada, Gabriela todavía no había tenido contacto con Luca. “Mi sensación era que me lo habían cambiado. ‘Me están hablando de otro bebé, no del mío’. Es terrible pero así fue: me era más fácil pensar ‘bueno por ahí no resiste’ y resignarme a aceptar su muerte que pensar ‘este es mi hijo, fallado: tuve un hijo con síndrome de down”.
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“Entra mi hermana preguntando por Luca. Me pongo muy seria y le digo que ya no sé si debe llamarse así. Yo había pensado ese nombre para un nene reo, travieso seductor, inteligente. No para uno con síndrome de down”, escribió.
“Mi hermana me mira y me dice: Luca se llama Luca desde el tercer mes en tu panza. Ese era y es Luca, desde siempre. El otro nene del que hablás estaba en tu cabeza”.
La sensación era palpable, física: “Yo no iba a poder, tarde o temprano iba a abandonar”, cuenta. “Me acuerdo de estar sola con él en la clínica y pensar ‘¿y si lo doy en adopción?’, ‘¿y si decido que no me lo quiero llevar, qué?”.
Cito: “Seguramente habría mujeres mucho más solidarias, generosas, amorosas que querrían adoptarlo, y saldrían en las tapas de los diarios y les harían notas el Día de la madre. Hasta era un acto de justicia para Luca. Conseguiría una madre mucho mejor que yo. Una madre que lo habría elegido así”.
“Yo no quería ser una madre especial, brillante ni demasiado buena”, piensa Gabriela hoy. “Creo que al principio la maternidad es muy egoísta, porque ese bebé primero responde a un deseo de una, después va a ser un sujeto. Y la verdad es que ese bebé que había nacido no tenía que ver con mi deseo”, sigue.
A todo ese peso de lo indecible se sumaba, además, la culpa: “Nos preguntaban ‘¿cómo se lo van a decir a Sofi?’, y yo no tenía ni idea. Sentía que le estaba trayendo a mi hija de 3 años este hermano que era un quilombo, y también sentía esa cosa patriarcal si querés, de que le estaba dando al padre un hijo varón fallado. Sentía que todo eso era todo mi responsabilidad”, explica, sin necesidad de decorar nada.
“Lo complicado respecto a mi hijo era asumirme como su madre”, escribió.
Un ser de luz
El hijo que había soñado “de golpe se había desdibujado absolutamente”. Y poco de lo que pasaba alrededor sumaba. Visitas que preferían no ir, “porque era un momento íntimo”, visitas que llevaban textos de autoayuda, visitas que le acercaban papers sobre nuevos tratamientos en ratones con síndrome de down. ¿Ratones?
“El discurso que se escuchaba, y se sigue escuchando, era que ese hijo era ‘una bendición’, ‘son seres de luz’, ‘ángeles’”, enumera. Sobre eso también escribió.
“La discapacidad se transforma en un don divino. Si yo creyera en Dios y en Luca como un enviado divino, tendría la certeza de que Dios nos odia”.
“Había otros discursos más racionales -sigue ahora-. Por ejemplo, ‘si te tocó un hijo con discapacidad es porque tenés algo que aprender’, ‘debés ser una mamá especial’, ‘esto solo le pasa a las que realmente pueden’. Yo, sinceramente, no veía el aprendizaje”, cuenta.
“No era una transformación que yo estuviera pidiendo ni que elegía. Hay quienes dicen ‘volvería elegir lo que pasó’. Yo sigo sintiendo que no lo elegiría, ni para mi como mamá ni para él, porque Luqui es muy consciente del síndrome, y muchas veces me ha planteado lo que le implica él, ¿vos creés que él no siente la mirada diferente?”.
Pasaba el tiempo y la idea de irse no se había retirado.
“Me acuerdo que Luqui ya tenía un año y medio y yo estaba en la playa, de vacaciones, agotada, con mucho miedo todavía. Y seguía fantaseando con abandonar todo e irme. Yo con un bebé con síndrome a upa, yo mirando a otros bebés hermosos, me quería ir de la playa, no quería que nadie lo viera”, describe.
“Aún hoy, que tengo tres hijos, a veces me dan ganas de abandonar todo. Creo que está bueno reconocer esa sensación de que no se termina, siempre es un volver a empezar”.
“Tuve que aprender a amarlo, sé que suena horrible. Se supone que una mujer que desea un hijo ama a su cría desde el momento en que la pare. Mi sentimiento de amor por mi hijo se había visto interrumpido por un bache de incertidumbre y desconsuelo. Tenía que volver a ligar al bebé de la panza con ese que me esperaba en la cuna sin entender por qué lo miraba con los ojos llenos de lágrimas y una sonrisa forzada”, escribió.
Aprender a amarlo, porque al principio era pura responsabilidad.
Ayudó mucho la persona que se ocupó de la estimulación de Luca, el profesional que en vez de decir “cosas tiernas” le dijo a Gabriela: “Estimular no es otra cosa que criar, sólo que poniendo el foco en otras cuestiones”.
“Se convirtió entonces en un desafío. Te diría que antes de ser amado, fue un desafío”, piensa ahora. “Cuanto más me decían lo buenos que son los chicos con síndrome de down menos quería que Luqui respondiera a ese modelo. Decían ‘ay, es que son tan cariñosos’, y yo pensaba ‘pero si en casa no somos muy cariñosos, ¿por qué él va a serlo?”, cuenta.
Así lo escribió: “Deseé con pasión que fuera malo, mentiroso, arisco. Que se tatuara entero, fumara porro y participara de algún movimiento revolucionario violento. Si hacía falta también podía ser homosexual o transexual, para horror de algunas madres santas de chicos con síndrome”.
Luca, sonríe hoy Gabriela con alivio, “es el más malo de mis tres hijos. El menos empático, el más discriminador”.
Parte del desafío fue dejar de ver solo al síndrome. “Me pasaba que lo veía lindo y no lo podía creer, pensaba ‘¿pero cómo va a ser tan lindo si tiene síndrome de Down?’. Cuesta mucho ir despejando a tu hijo del síndrome, darte cuenta de que también puede ser lindo, reo, seductor o lo que fuera, que nada de ésto está decretado genéticamente”.
Mientras Luca crecía, todas las ideas que Gabriela tenía sobre los tiempos en los que los hijos deben ir logrando cosas se relativizaron. “Un día nos dijeron que iba a repetir un año de jardín. Para mi fue terrible, ¿cómo iba a tener un hijo que repitiera jardín?”.
“En un momento dejé de compararlo con otros chicos. Fue una liberación poder romper con los tiempos en los que se espera que pasen determinadas cosas. Y creo que esto tuvo mucho que ver con Luca, cómo se fue imponiendo. Porque con el tiempo dejó de aparecer sólo el síndrome, todos los ‘no’ y empezó a aparecer él”.
La distancia con aquel hijo que había imaginado fue, con los años, suavizándose. “En algún momento las cosas empiezan a resultar”, sigue ella.
“En algún momento él dejó de ser sólo el hijo que yo había soñado y se volvió Luqui. Un chico que es reo y todos lo quieren, y sus hermanas lo buscan, y los amigos se alegran con sus logros, lo desafían. Y hay algo que vas armando con esas miradas de afuera también: esa mirada que no tuviste vos de entrada cuando armaste a tu hijo”.
El secreto
Luca tenía 13 años cuando su papá, que es publicitario, hizo un corto con él que ganó todos los premios posibles: premios en Cannes, premios en New York.
“Un corto muy hermoso, muy publicitario, habla del vínculo de un papá con su hijo con síndrome de down”, cuenta ella, que no sale en el video.
“Y lo que pasó fue que mientras al padre de Luqui le llegaban todas las felicitaciones a mí me llegaban otros mensajes. Mamás de bebés con síndrome de down que me decían ‘qué lindo, pero a mí no me pasa eso, todavía veo a mi hijo y no lo reconozco, no puedo ni levantarlo de la cuna alegremente. Lo mismo que había sentido yo”.
Los mensajes llegaban a modo de confesiones, de murmullos. “Recuerdo a una mamá que me buscó en una muestra y me llevó lejos del resto para contarme lo que sentía en secreto. Todo el tiempo una tiene el peso de esa mirada, de ‘¿cómo vas a decir eso?’”, explica y recuerda un ejemplo de su vida.
“Yo contaba en la terapia a la que íbamos con mi ex esposo: ‘Cada vez que me levanto, corro muy despacito la sábana del moisés y espero que haya sido una pesadilla y encontrarme con otro bebé. Y recuerdo la mirada de él, como diciendo ‘sos un monstruo, se supone que sos la madre’. Claro, yo me hacía cargo así, él se desmayaba”.
Es por todo eso y por no encontrarse nunca en los discursos de “las mamás especiales” que Gabriela escribió con crudeza. “¿Por qué conté todos estos pensamientos horribles? Creo que habría que dejar de juzgarlos”, opina. “Yo no me imagino este presente sin haber sentido todo eso, me agradezco haberlo sentido”.
No tragarse nada de todo aquello no sólo le sirvió a ella: “También a Luqui, porque hubo muchos momentos en que se sintió molesto por el síndrome, por ejemplo, porque sus compañeros del colegio usaban un libro y él otro. Y se habló y se desarmó, el discurso de ‘todos somos iguales’ no le servía, porque no lo somos. Si lo vas desmenuzando en un momento deja de ser un monstruo”.
Luca tiene ahora 22 años, ya terminó el secundario. Hace poco, en unas vacaciones, Gabriela lo encontró mirando el mar, llorando. “Los dos teníamos la misma pregunta. ¿Y ahora qué sigue?”, se despide. Decía que quería ser fotógrafo, ahora que quiere ser escritor.
“¿La verdad? No sé qué sigue, porque todo el tiempo es volver a empezar. No sé qué sigue ni para él ni para mí como su mamá. Pero sus deseos ahora son suyos, ya no dependen del mío. Ya no es ‘lo mío’, lo que venga es juntos”.
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