Nada de lo que sucedió, debió haber sucedido. Nada. Ni la mayor tragedia aérea de la historia debió haberse producido hace hoy cuarenta y seis años en el aeropuerto de Los Rodeos, en Tenerife, la más grande de las islas Canarias de España, frente a África Occidental; ni ninguno de los dos aviones debieron haber aterrizado en ese aeropuerto, ni por supuesto tampoco debieron haber intentado despegar de él; ni los dos jumbos 747, uno de PanAm y otro de KLM, cargados de pasajeros y combustible debieron haber chocado en tierra, como dos automóviles en manos de conductores torpes en un desierto cruce de caminos; ni los 583 pasajeros y tripulantes que murieron (562 en el acto y 21 con el correr de los días) debieron haber muerto en el mítico y lorquiano horario de las cinco de la tarde de aquel domingo 27 de marzo de 1977.
Pero pasó. Con una exactitud y un rigor tales que parecía un plan trazado con minuciosa eficiencia por sabios ingenieros y no un cúmulo de hechos fortuitos, casuales, impensados, un conjunto de malas jugadas tendidas por el azar y el infortunio. Los griegos hablaban de las Moiras: eran diosas primitivas, eran tres, Cloto, Láquesis y Átropo, que se encargaban de tejer y unir y desunir los hilos del destino humano, fijado desde el instante del nacimiento. Si los griegos llevaban razón, sus Moiras estaban dormidas aquella tarde.
La tragedia se inició con fatal puntualidad mucho antes de aquella hora de toreros, sangre y arena. El vuelo 4805 de KLM, un gigantesco Jumbo 747 que era la joya de la aviación de la época, era un charter que llevaba a bordo doscientos treinta y cuatro pasajeros y catorce tripulantes. Había partido del aeropuerto de Schiphol y su destino final era la isla de Gran Canaria y su aeropuerto de Las Palmas, un destino turístico fantástico, un clima siempre templado, un mar único y una primavera flamante que recibía a los primeros viajeros. El Jumbo de PanAm, vuelo 1736, también tenía como destino final el aeropuerto de Las Palmas. Venía de lejos: había partido de Los Ángeles, había hecho escala en el John F. Kennedy de New York y había completado casi su capacidad: trescientos ochenta pasajeros y dieciséis tripulantes. Ninguno llegó a Gran Canaria.
El que sí había llegado a la isla era el príncipe Carlos de Inglaterra, hoy flamante rey no coronado como Carlos III tras la muerte de su madre, Isabel II, en septiembre pasado. El príncipe, que también lo era de Gales, tenía entonces veintiocho años, había iniciado un viaje de placer hacia Costa de Marfil y decidió hacer noche en Las Palmas de Gran Canaria, capital de la isla. Un atentado terrorista lo cambió todo. En señal de protesta por la presencia en España de un miembro de la corona británica, emparentada con la de España desde los tiempos de Enrique VIII, un grupo guerrillero del MPAIAC (Movimiento por la Autodeterminación e Independencia del Archipiélago Canario) puso dos bombas en un puesto de flores que se alzaba en el hall central del aeropuerto de Las Palmas. Una de las dos bombas no estalló, la otra lo hizo a la una y cuarto de la tarde, una hora más en Madrid, e hirió de gravedad a una joven florista, Marcelina Sánchez Amador, de veintiún años y con una hija pequeña, que perdió sus piernas. Las autoridades cerraron de inmediato el aeropuerto y todos los vuelos que debían aterrizar allí, fueron derivados al aeropuerto de Los Rodeos, en Tenerife, a veinticinco minutos de vuelo de Gran Canaria.
El de Tenerife era un aeropuerto más chico que el de Canarias, poco acostumbrado a recibir un tráfico aéreo como el que le cayó encima ese domingo en el que, por el feriado, contaba sólo con dos operadores en la torre de control. Era un aeropuerto básico, sin radares de tierra, falto de costumbre en el ir y venir de grandes aviones; era más bien un aeropuerto destinado a los vuelos de naves más pequeñas entre las islas del archipiélago; sólo contaba con una pista para el aterrizaje y despegue y cuatro pistas laterales que llevaban a la plataforma de ascenso y descenso de pasajeros, las luces de la pista estaban, muchas, inactivas, estropeadas.
En pocas horas de aquel domingo, Los Rodeos era un caos, con aviones estacionados en las calles de rodaje que bloqueaban en parte el acceso a la pista principal. Como en los aeropuertos de ese tipo, la maniobra normal de despegue consistía en que el avión carreteara hasta una de las cabeceras de la pista, girara allí 180 grados y quedara con la nariz contra el viento para el despegue. Los aviones que le seguirían, aguardaban turno en las pistas laterales. El trámite era sencillo con poco tráfico aéreo. Con el aeropuerto congestionado, era otra cosa. Si algo podía ir peor, cayó la niebla en Los Rodeos, parches grises, desgarrones que reducían la visibilidad entre la torre de control y los aviones.
Cuando en Gran Canaria se reabrió el aeropuerto de Las Palmas, en Los Rodeos, de Tenerife, PanAm 1736 pidió permiso para despegar. El piloto, comandante Víctor Grubbs, de cincuenta y seis años, y su segundo, el capitán Robert Bragg, de treinta y nueve, recibieron órdenes de esperar: KLM 4805 había pedido permiso para cargar combustible y, en parte, bloqueaba el paso hacia la pista principal. Entonces volvió a intervenir el mal azar. El comandante de KLM, Jacob van Zanten, un experimentado piloto de cincuenta años, a su lado estaba el primer oficial Klaas Meurs, de cuarenta y dos, decidió cargar el máximo de combustible: cincuenta y cinco mil litros que ayudarían a consumar la tragedia. ¿Era una exageración para los veinticinco minutos que lo separaban de Gran Canaria? Sí lo era. Pero Van Zanten pensó en el regreso a Schiphol: no quería cargar combustible en el aeropuerto de Las Palmas, quería llegar, descargar el pasaje y volver a Ámsterdam. No era un capricho: regían estrictas normas en la aviación holandesa sobre el tiempo de servicio de cada tripulación. Y Van Zanten, luego del desvío y la espera, disponía de sólo tres horas para aterrizar en Gran Canaria y despegar otra vez hacia casa: de lo contrario, debería suspender el viaje de regreso y pasar la noche en Las Palmas.
KLM cargó combustible a lo largo de treinta y cinco minutos, un lapso que pudo haber aprovechado PanAm para despegar, si KLM no le hubiese bloqueado el paso hacia la pista principal. A las 16:56, Van Zanten recibió autorización para desplazarse por la pista principal directo a la cabecera y, al llegar a ella, girar el avión ciento ochenta grados, una maniobra conocida como backtrack, y esperar la confirmación para iniciar el despegue.
PanAm iba detrás y a la distancia de KLM, también ansioso por despegar. Tenía instrucciones precisas de la torre de control: avanzar por la pista principal, torcer a la izquierda en la salida número 3 y dejarla libre para el despegue de KLM. En ese momento, los dos Jumbos 747, alejados uno de otro, estaban frente a frente, cuando se suponía que PanAm debía esperar turno en una calle lateral, ver despegar a KLM y marchar luego hacia la cabecera, girar 180 grados y despegar a su vez. Si PanAm se hubiese desviado en la salida lateral 3, no habría habido tragedia. Pero el comandante Grubbs no la vio: se lo impidió la niebla. Siguió de largo hacia la cuarta salida en el momento en que KLM, sin autorización, había iniciado su carrera para despegar.
Los dos enormes aviones, KLM a plena potencia y PanAm lento en busca de la salida lateral, se vieron el uno al otro con entre ocho y nueve segundos de diferencia antes del impacto. Robert Bragg, copiloto de PanAm, gritó a su comandante: “¡Sal de la pista…! ¡Sal de la pista…!” Van Zanten también vio al Jumbo de PanAm frente al suyo e intentó una maniobra desesperada, hizo lo que tenía que hacer: puso los motores a plena potencia para lograr un despegue rápido, tanto, que la cola del avión llegó a raspar el asfalto de la pista. Pero a KLM le pesaron en las alas los cincuenta y cinco mil litros de combustible que había cargado su comandante un rato antes. La vida y la muerte quedaron separadas por apenas siete metros y medio. Los motores de KLM dieron de lleno en el techo del Jumbo de PanAm; KLM cayó a tierra, siguió arrastrándose por la pista como un gigante herido y luego estalló envuelto en llamas: murieron todos sus ocupantes.
PanAm también quedó destrozado y en medio del fuego. Sólo hubo sobrevivientes entre quienes viajaban en la parte delantera del Jumbo, entre ellos sus comandantes. Uno de los mecánicos, John Cooper recordó que cuando se partió el avión, él quedó colgado de su cinturón de seguridad: “Salí unos minutos después, aferrándome a las chapas del fuselaje”. El copiloto Bragg también saltó a tierra desde los cuatro metros que separaban la cabina de la pista: cayó sobre una superficie de pasto; vio a cerca de cincuenta personas en el ala izquierda del avión y empezó a urgirlos para que bajaran. Cinco minutos más tarde, PanAm también explotó: el avión se deshizo.
Las investigaciones declararon culpable de la tragedia al comandante de KLM por haber despegado sin permiso. La línea aérea argumentó que había existido una falta de comunicación entre la torre de control y los pilotos, adjudicada en gran parte al deficiente inglés de los controladores aéreos. Pero, finalmente, la empresa admitió el resultado de las investigaciones y aceptó indemnizar a los familiares de todas las víctimas.
Las transcripciones de todo lo que se dijo en la cabina de KLM, recogido en las cajas negras, dice que cuando el comandante Van Zanten empezó el proceso de despegue, su copiloto le recordó que no tenían “autorización” para hacerlo. Un ingeniero de vuelo se mostró preocupado y preguntó: “¿El avión de PanAm ya desocupó la pista””. Y Van Zanten dijo, enérgico y confiado: “Sí”. Estaba equivocado. Los controladores aéreos le habían comunicado al comandante la ruta a seguir para el despegue, pero no le habían dado la autorización para despegar. El comandante repitió, palabra por palabra, el mensaje que le había pasado la torre de control y agregó un enigmático “We are now at take-off” (Ahora estamos en el despegue): los equipos investigadores de España, Estados Unidos y Países Bajos que escucharon luego ese fragmento de la grabación, entendieron que con esas palabras el comandante hubiera querido decir que en realidad despegaba. Van Zanten agregó incluso “We are going”, algo así como “Aquí vamos”, a lo que el controlador aéreo le respondió con dos frases contradictorias: la primera, “Okay”, y la segunda, un segundo ochenta y nueve centésimas más tarde: “Espere para despegar: le llamaré”. Era demasiado tarde.
La tragedia, y su dimensión, obligó a que el mundo de la aviación internacional adoptara medidas más seguras, técnicas y de lenguaje. Los aviones instalaron sistemas de navegación automática para niebla, se dispuso la toma de decisiones en conjunto entre los miembros de una tripulación; las torres de control y los pilotos deben usar frases comunes en inglés y quedó prohibido hablar de “despegue, take-off” si no existe autorización expresa para la operación. En cambio, deberá hablarse de “salida, departure” para cualquier otro caso.
Tenerife no estaba preparada para el caos que generó el cierre del aeropuerto de Las Palmas, ni para el que generó el incendio de los dos aviones y las quinientos sesenta y dos víctimas: los cuerpos fueron recogidos en bolsas plásticas negras y apilados en los hangares de Los Rodeos mientras treinta chapistas de Tenerife fabricaban seiscientos ataúdes para colocar en ellos los restos: en un sólo día, habían muerto en la isla la mitad de las personas que morían entonces en un año.
Tampoco dieron abasto ni los bomberos de Tenerife ni los de las ciudades vecinas de La Laguna y Santa Cruz. Las llamas recién se juzgaron extinguidas a las tres y media de la mañana del 28 de marzo. El aeropuerto, que antes de la tragedia se consideraba pequeño y peligroso quedó obsoleto sobre todo al abrirse al año siguiente el Aeropuerto Los Rodeos Sur, en construcción cuando la tragedia. Se prohibió operar en ese aeropuerto a todos los vuelos internacionales desde y hacia Tenerife y hasta se recortó la operatoria de los vuelos domésticos interregionales. Volvió a abrir sus puertas en febrero de 2003, pero sólo para vuelos locales.
El más longevo de los sobrevivientes fue el copiloto de PanAm, el comandante Robert Bragg. Después del accidente en Los Rodeos, Bragg, condecorado por el gobierno de Estados Unidos por su decisión de salvar de las llamas a la mayor cantidad posible de pasajeros de PanAm, volvió a pilotear aviones. Un año antes de su muerte, el 9 de febrero de 2017 a los setenta y siete años, revivió para la BBC los detalles de aquella tragedia. “Siempre pensé que la culpa fue del capitán de KLM por tratar de despegar sin autorización -dijo entonces- Supimos que venía por la pista hacia nosotros por que brillaban sus luces a pleno. Al principio no nos asustó porque pensé que KLM sabía que estábamos allí. Vinieron directamente hacia nosotros.
Un monumento recuerda en Tenerife a las víctimas de la tragedia. Se alza en el Parque de la Mesa Mota, en el ayuntamiento de La Laguna. Es una estructura de dieciocho metros de alto que simboliza una escalera de caracol que asciende a las nubes. Es obra del artista holandés Rudi van de Wint.
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