El departamento es precioso, en todos los sentidos posibles. Precioso por sus pisos de pinotea, sus cuadros y su biblioteca eterna; y precioso porque es parte de un tesoro de origen francés: el Palacio de Los Patos, en Palermo. Un palacio con sus vitrales y sus nueve patios verdes, el escenario que incluso inspiró a Borges para escribir el cuento El inmortal. Para entrar o salir del departamento precioso, sin embargo, hay que atravesar tres pisos.
Así que no es Adriana Stagnaro quien sale a recibir a Infobae sino Betty, una de las siete cuidadoras que se turnan para asistirla desde que le diagnosticaron ELA (esclerosis lateral amiotrófica), la enfermedad que tiene el político Esteban Bullrich, la misma que terminó con las vidas de Roberto Fontanarrosa y del científico Stephen Hawking.
Adriana, que ahora tiene 70 años, sonríe tibiamente desde su silla de ruedas motorizada. A su alrededor, el departamento parece contener sus dos vidas: la de antes y la de ahora.
La de la Adriana que fue se ve en sus libros, los que escribió mientras fue una reconocida doctora en Antropología Social en la UBA, investigadora, docente de posgrado en FLACSO. También en las fotos de cada portarretrato: ella en la India con quien fue su compañero de vida, enamorada hasta los ojos; ella caminando entre los arroyos de Puerto Blest, cerca de Bariloche; ella chiquita, cuando era imposible imaginar cómo iba a terminar la historia.
La otra vida que contiene es la de hoy. Adriana y la cuidadora que tiene que acercarse hasta para levantarle el bretel del corpiño; Adriana y el baño al que está obligada a ir con dos personas más; Adriana y todas las investigaciones en las que ya leyó cómo será su muerte: ¿ahogada con comida? ¿sin poder respirar? ¿sin poder tragar?
La ventana está abierta, el aire entra fresco, abajo está uno de los nueve patios verdes del palacio. Adriana pensó en el suicidio, claro, pero aún si fuera esa la única salida, sola no podría hacerlo.
“¿Cuál es mi deseo?”, se pregunta en voz alta mientras conversa con Infobae. “Mi deseo es morir plácidamente, como viví”.
Antes
Todavía puede hablar, muy lento pero todavía puede, así que es ella quien cuenta quién era antes. “Mi vida era muy plena, trabajaba en lo que me gustaba. Soy antropóloga y amo mi profesión”, dice.
Adriana Stagnaro nació en Santa Fe y estudió bastante más que la media. Se recibió de abogada y escribana en la Universidad de Buenos Aires pero en el camino quedó cautivada por la antropología, así que cursó también esa carrera y hace una década, cuando ya tenía 60 años, completó su doctorado en Antropología Social. Dedicó su vida al conocimiento: fue docente, luego investigadora del Instituto de Ciencias Antropológicas de la Facultad de Filosofía y Letras.
“En la parte familiar tuve un compañero excepcional. No tuve hijos biológicos, sí una hija política y una nieta que me hizo la vida muy plena”, sigue. Hugo Ratier, el compañero del que habla, es el único que le hace temblar lo que le queda de voz.
Era también antropólogo, por eso la biblioteca eterna está llena de distinciones con su nombre. Hugo murió en septiembre de 2021 después de ver, durante tres años, cómo la enfermedad se iba comiendo a su mujer.
“Yo siempre le decía que quería morir en sus brazos”, cuenta Adriana y se desarma en su silla. “Él se murió antes, creo que para evitar eso”.
“Una vida plena” no era sólo lo académico, la buena familia: también lo físico, un cuerpo que respondía. “Nadé hasta los 65 años. Hacía 20 piletas semiolímpicas en crol sin parar, tenía mucha capacidad torácica. Andaba en bicicleta con mi marido, hacíamos aqua gym. Era feliz, muy”.
ELA
Fue en 2018 que aparecieron los primeros síntomas. Adriana apeló a su veta de escribana y tomó nota de lo que sentía: “Acartonamiento de la base de los pies y pérdida del equilibrio”. Siguió escribiendo: “¿El resultado? 33 caídas domésticas, callejeras o en consultorios médicos”.
El viaje hasta llegar al diagnóstico, sin embargo, duró dos años: dos años deambulando con su marido por especialistas en traumatología, en neurología, profesores de la UBA. “Fue un proceso muy cruento”, recuerda ahora. Iban tanteando, desorientados, detrás de una enfermedad que volaba.
No sabía qué tenía pero sí que la enfermedad estaba subiendo por sus piernas. Primero había sentido unos calambres muy dolorosos que la hacían llorar de noche, pero no eran sólo los músculos externos. Algo se estaba paralizando también por adentro: Adriana estaba dejando de controlar esfínteres.
En octubre de 2020, cuando la pandemia ya parecía suficiente, una neuróloga del Instituto de Investigaciones Médicas “Dr. Alfredo Lanari (UBA)” le puso palabras: tenía ELA (esclerosis lateral amiotrófica).
“Es una enfermedad que ataca a las neuronas motoras, y tiene dos formas. La que comienza por los miembros inferiores, que fue mi caso, y la que comienza por esta zona -explica y se señala el cuello, el pecho-, que es la que tiene Esteban Bullrich, por eso él ya no puede expresar las palabras”.
Es por que empezó de abajo hacia arriba que Adriana todavía puede hablar. “Pero es una enfermedad degenerativa, progresiva e incurable… entonces, una sabe. Es cierto que es tratable, pero no hay nadie que haya evitado la muerte”.
Ya sabe que se va a morir por esto, no es ese el problema: el problema es cómo.
“La bibliografía que recorrí en las dos revistas especializadas que sigo, Neurology y British Medicine coinciden en que es una de las enfermedades más crueles. Y que el avance, además, te puede llevar a una especie de demencia”, sigue.
¿Cómo es la muerte? “Horrible”, responde. “La mayoría termina con insuficiencia respiratoria, entonces los intuban, o no pueden tragar y les tienen que poner un botón gástrico para alimentarse. Pienso en el caso de Alfonso: cuando murió, sólo podía mover los ojos”.
Se refiere a Alfonso Oliva, un joven cordobés con ELA que, antes de morir, le pidió al Dr. Carlos “Pecas” Soriano, el médico que lo acompañó, que luchara por una ley de eutanasia que permitiera elegir cuándo, cómo y dónde morir.
Vivir así
Adriana no tiene nada parecido a la demencia, al menos por ahora: es entonces, una mujer lúcida asistiendo al espectáculo de su deterioro masivo.
“¿La vida cotidiana? Ir al baño es un eufemismo, voy a hacer cruda y clara. Me tienen que llevar con la silla de ruedas hasta lograr poner el andador delante mío y el inodoro móvil detrás. Levantarme, porque además soy muy alta y grandota, ya es un esfuerzo inimaginable para mí. Hoy necesito dos personas sólo para ir al baño, la indignidad que sufro es total cada tres horas de mi día”.
El sufrimiento del que habla no es sólo físico sino psíquico, espiritual: “Sí, es depender absolutamente de terceros. No tener un ápice de autonomía ni siquiera para salir a pasear con esta silla motorizada”, explica.
— Adriana, la peor parte es que vos sabés que esto va a ser cada vez peor.
— Soy consciente, plenamente.
—¿Y para vos tiene sentido seguir viviendo así?
—En absoluto, ya cumplí cinco años de sufrimiento, ya estoy agotada.
—¿Y qué querés?
—Lo que pido es que la gente sea más empática y abra los oídos al sufrimiento de los otros. Cuando la muerte se va produciendo día a día el sufrimiento es peor. Yo siempre digo: es mejor tener un cáncer de esos muy agresivos que ésto, porque sabés que en uno o dos meses te vas.
Una muerte plácida
Le gusta la música a Adriana, le gustaba a su marido, se nota en esta pared llena de discos. Y cita a Charly García cuando trata de describir cómo es su vida hoy. “Yendo de la cama al living”.
Todos los valores que ella le atribuía a la vida se perdieron: “Es tanto el dolor psíquico que esa degeneración corporal te produce día a día que cada vez que me despierto digo ‘¿por qué? ¿por qué no seguiré durmiendo plácidamente?’”.
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Lo que siente lo describe como la Adriana que en algún lado todavía es: “Lo definiría antropológicamente: es un estado de momificación constante”.
Su deseo es cerrar un ciclo con coherencia: “Morir plácidamente, como viví”, repite. Pero en Argentina que un médico o médica pueda provocar la muerte a pedido de una persona afectada por un trastorno físico, mental o psicológico que no encuentra respuestas en ningún tratamiento aún no es legal.
La eutanasia sí es legal en Colombia (2014), en Países Bajos (2002), en Bélgica (2002), en Luxemburgo (2009), en Canadá (2016), en Nueva Zelanda (2020) y España (2021). ¿Y entonces? ¿Cuáles son las opciones que tiene alguien que tiene el mismo deseo de morir que ella?
“Pensé en el suicidio, sí. Con una analgesia muy importante, una droga que es relajante muscular. Pero todos los que apoyan la eutanasia en los cinco proyectos presentados en el Congreso están en contra del suicidio porque puede no ser efectivo y uno quedar peor”, explica.
La opción que intentó fue ampararse en la Ley de Muerte Digna, sancionada en 2012 para que un médico paliativista le aplique una sedación que, provoque, indirectamente, la muerte (sin dolor pero a lo largo de días, por falta de alimento y agua). “Hoy busqué la etimología de la palabra sedación: viene de seda, de algo suave, agradable”, cuenta. “Así me gustaría que fuera mi muerte”.
Fueron a verla cuatro. Para explicarlo fácil: como no está “terminal” ninguno accedió a hacerlo (aunque varios, igual, le cobraron).
Durmiendo en el Congreso hay tres proyectos de “interrupción voluntaria de la vida” tanto del oficialismo como de la oposición. Están “cajoneados” porque es año electoral, y los tiempos de la política nunca son los tiempos de los ciudadanos.
Ahora, y porque tiene el privilegio de tener los recursos que no todos tienen, Adriana está organizando su muerte asistida en Suiza, el único país que permite hacerlo a no residentes. Ya le mandaron todos los papeles: cuesta, para empezar, 12.000 dólares, a los que hay que sumar pasajes, estadía y acompañantes, por lo que puso en venta un departamento.
Pero aunque tiene los recursos lo que no tiene es tiempo. “Suiza exige que vos puedas levantar la mano para tomarte la poción mágica. Yo por ahora la puedo levantar, pero no sé por cuánto tiempo más”.
Adriana cuenta su historia por primera vez porque quiere que la eutanasia se convierta en un derecho, para ella o para los que sigan. “En un país con una jurisprudencia tan importante en Derechos Humanos se debería respetar que una persona pueda decidir sobre su propia vida cuando está en sufrimiento perpetuo”, sostiene.
¿Cómo imagina su muerte si la eutanasia fuera legal? Adriana entrecierra los ojos. Sería acá mismo, en el departamento precioso.
“Me gustaría que estuvieran mis amigos, mi hija política, no mi nieta, pero que sepa de mi posición. Un buen médico y música brasilera… esos primeros compositores bahianos”.
Se le caen las lágrimas mientras imagina, porque esa música le trae a su amor. “Mi marido también los cantaba, tocaba el pandero. Sería una forma de convocarlo a él, que me acompañó mucho y me apoyaba, incluso en mi militancia eutanásica bruta”.
¿Algo más hay en la escena de su muerte plácida? “Sí, champagne”, dice, y se ríe sola. Las lágrimas siguen su viaje.
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