Fernanda enciende un primer cigarrillo, se ceba un primer mate, sonríe y suspira. Sonríe porque va a contar su historia de amor con Joaquín, un joven al que conoció por Internet cuando los dos tenían veintipico, el joven con el que decidió formar una familia aún sabiendo que estaba enfermo. Suspira porque sabe que en la trama de esa misma historia de amor hay mil escenas de Joaquín en una cama de hospital pero hay una que es difícil de olvidar.
“Había pasado 30 días internado porque le habían sacado el bazo. Cuando empezó a recuperarse me dijo esto: ‘Yo no quiero estar vivo a cualquier precio’, ‘no quiero comer toda la vida por una sonda’, ‘no quiero que me tengan que ayudar a ir al baño’”, cuenta Fernanda Espósito a Infobae.
“No quería sentir esa degradación, para él era humillante. Me acuerdo que ese día también me dijo: ‘Si vuelvo a pasar por esto… no sé, me pego un tiro, salto por la ventana, cualquier cosa. O no sé, ¿me ayudás de alguna manera?”.
Esta es la historia de Fernanda y de Joaquín, de los planes que pudieron hacer y de los que no, del humor negro que los ayudó a hablar de la muerte, de lo que siente alguien que vive con una enfermedad que sabe que, a la corta, lo va a matar. También del pacto que acordaron cuando la muerte ya se había acercado demasiado.
El niño
El primer síntoma había sido un pico de fiebre cuando tenía 8 años, aunque Joaquín se recuperó sin que nadie lograra entender qué había tenido. Tres años después, cuando todavía era un chico de 11 que estaba en sexto grado, terminó tres meses internado en el Hospital de Niños.
“Pensaron que era mononucleosis, Lupus, creyeron que podía ser leucemia y no. Como vivía con neumonías y pulmonías pensaron en cáncer de pulmón: tampoco”, enumera. Lo único que estaba claro es que era una enfermedad autoinmune: su cuerpo atacaba a su cuerpo.
Lo medicaron con corticoides e inmunosupresores y, sin defensas, tuvo que hacer sexto grado desde su casa. En séptimo, cuando volvió al colegio, su cuerpo, afectado por toda esa medicación, era otro.
“Su familia hizo todo lo que se te ocurra. Fueron a hospitales públicos, privados, de acá, del extranjero, visitaron a chamanes, a reikistas, a curas sanadores, chinos que te sacan el mal de la panza. Imaginate: es tu hijo el que está ahí, el que pasa 15 días en casa y 15 días internado por otro colapso pulmonar. Así pasaron casi 20 años de sus vidas”.
El amor
Joaquín vivía en Belgrano; Fernanda, en Mendoza. No sólo no se conocían sino que había casi 1.000 kilómetros de distancia entre uno y el otro. A simple vista, además, sus vidas no tenían nada que ver. De un lado, un joven de 25 años que vivía con sus padres y estaba a merced de una enfermedad sin nombre. Del otro una chica de 26, separada, mamá de un nene que estaba por cumplir 4.
Era 2009 cuando Fernanda encontró el Fotolog de Joaquín, una suerte de blog que llegó a ser el sitio de publicación de fotos más grande del mundo. Fernanda le puso “me gusta” a una foto que había subido él y Joaquín le respondió. Se pusieron a chatear: a los dos les gustaba el animé (un tipo de animación de origen japonés), a los dos les fascinaba La Renga, los dos podían pasar horas hablando de política.
“Yo siempre supe de su enfermedad, aunque supongo que no dimensioné. Es que él había vivido siempre con eso, para él era algo cotidiano, me contó lo que tenía pero no puso a la enfermedad en el centro de la escena”, sigue ella. Fernanda, que entonces trabajaba en una financiera, aprovechó el primer viaje que le salió a Buenos Aires para volar a conocerlo.
Durante el año que siguió viajó uno, viajó el otro. “A fin de año Joaco fue a Mendoza con sus viejos a conocer a los míos”, sigue y es esta historia de amor, así de mínima, la que la hace sonreír. En enero de 2010 se casaron y se fueron a vivir juntos a un departamento en Coghlan. Formaron una familia con Santi, el hijo de ella, el chico que encontró en Joaquín “otro papá”.
“Me acuerdo que cuando lo conocí me dijo ‘ahora tengo más ganas de vivir’. Dijo que quería vivir sin pensar que un día no iba a estar más”, recuerda ella, que ahora es licenciada en comunicación y tiene 40 años. “Ese ‘algún día no voy a estar más’ no era una posibilidad filosófica, tipo ‘todos nos vamos a morir’. Para nosotros era distinto: cada internación la fue haciendo más tangible, más cercana, inevitable”.
A veces la vida era como la de cualquier pareja: peleaban por pavadas, planificaban vacaciones, compraban cosas para el departamento: “Pero igual había algo distinto. Por ejemplo, él compraba unos pasajes y decía ‘si pasa, pasa’. O sea: si pasa que estoy bien, vamos, y si pasa que me internan otra vez, bueno, ya sabemos”.
Tal vez porque las cosas no eran tan graves al comienzo, Fernanda se fue acostumbrando a las internaciones. Pero el camino empezó a ser cada vez más estrecho y cuando ya llevaban unos cinco años casados la idea de que la enfermedad de Joaquín iba a terminar en la muerte empezó a volverse más real.
“Una noche él tenía mucha fiebre y fuimos a la guardia. Le hicieron placas y le dijeron que no tenía nada. Volvimos, yo me dormí con un ojo abierto y otro cerrado, como cuando tenés un hijo. En un momento siento que está empapado: volaba de fiebre. Volvimos a la guardia: el pulmón estaba a punto de colapsar. Yo ya me daba cuenta no sólo de que podía morirse sino que podía pasar al lado mío sin que yo me diera cuenta”.
Lo que ella sentía era “el terror de lo inevitable”: “Saber que si tenés cáncer hay quimio, si tenés una infección amoxicilina, pero para lo que no tiene nombre hay todo eso y a la vez, nada”.
Joaquín ya no sentía lo mismo que en la infancia. “Él decía que siempre supo que se iba a morir por ésto, aunque quería seguir… debe ser muy difícil ser tan chico y tener la conciencia de que te vas a morir, porque a los 11 años uno no piensa en su propia muerte. Después fue diferente, decía que ya estaba cansado”.
Se agitaba cuando caminaba, la comida le caía pesada y, como la medicación le había causado una enorme descalcificación, no podía hacer deportes. “Le habían dicho que tenía los huesos de una persona de 80 años″.
Como estaba inmunosuprimido y, por eso, sin defensas, había dejado de ir a cumpleaños para no enfermarse. La cirugía en la que decidieron sacarle el bazo no lo curó pero, por un tiempo, mejoró su calidad de vida.
Fue en ese período de gracia que Joaquín empezó a hacer lo que siempre había deseado: empezó a estudiar japonés, llegó a ser sensei (maestro), empezó a dar clases. Trabajaba en el ministerio del Interior, así que iba a trabajar con ganas. Aprovechó para pasar días enteros en convenciones de cómics llenas de gente con Santi, el hijo de ella.
“Él pensó que, por estar enfermo, iba a estar toda la vida solo. Que iba a vivir con sus padres y, cuando ellos ya no estuvieran, con sus hermanas. Creo que Santi y yo tal vez estábamos en su destino pero no en sus planes. Así fue la relación entre los tres. Cuando Joaco murió, Santi me dijo: ‘Hoy perdí a mi papá del corazón”.
La muerte
Cada caída era peor que la anterior, así que Fernanda y Joaquín empezaron a hablar más de la muerte. Lo hicieron con ayuda del humor negro, también sin el colchón de la risa.
“Un día estábamos hablando de Hitler, no me acuerdo por qué. Me dijo ‘si yo tuviera que elegir cómo morirme prefiero una cámara de gas, onda te vas a duchar y no te enteraste de nada’”. Fernanda no se quedó en el chiste negro, recogió el guante y le respondió: “¿Como una eutanasia decís?’. Y él me contestó ‘sí, pero acá no es legal’.
Hablaba de una muerte sin sufrimiento y en compañía de su gente. “El decía ‘si yo pudiera elegir quisiera morirme rápido, porque cuando te colapsa un pulmón vos sos consciente de todo lo que te está pasando’. A él no le daba miedo morirse, lo que le daba miedo era morirse así”, recuerda.
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“Es más: él me decía que cuando lo dormían para operarlo siempre pensaba que no se iba a despertar, que eso al principio le daba miedo, pero que las últimas veces pensaba que no se iba a despertar y sentía alivio”, cuenta.
Joaquín sabía que la eutanasia (provocar la muerte a pedido de alguien que tiene un sufrimiento enorme y que no responde a tratamientos médicos) es legal en muchos países pero todavía no en Argentina. Por eso es que sucedió aquella conversación en la que le dijo a Fernanda: ‘Si vuelvo a pasar por esto… no sé, me pego un tiro, salto por la ventana, cualquier cosa. O no sé, ¿me ayudás de alguna manera?”.
Dice ella: “No sé si hubiese tenido las agallas para hacerlo. Tampoco sé si yo me habría animado a ayudarlo”.
¿En qué momento alguien que está enfermo y sufriendo así tiene que pensar en tirarse por un balcón? ¿En qué momento alguien que te ama tiene que pensar en ayudarte a morir a riesgo de ir presa o de tener que cargar con eso para siempre?
“Sólo pensar que una pareja tenga que pasar por eso me parece una locura, pero era nuestra realidad. Supongo que hay parejas que hablan de comprarse un terreno y construir una casa, a nosotros nos tocó hablar de esto”.
Un pacto
Joaquín sabía todo lo que le provocaba a ella la situación: el llamado “síndrome de desgaste” de las personas cuidadoras en los finales de la vida.
En febrero de 2020, un mes antes del inicio de la pandemia, Joaquín y Fernanda estaban sentados en el living de su casa cuando él le dijo: “Quiero cumplir mi sueño y quiero que vos cumplas los tuyos. Me quiero ir a Japón”. Le estaba hablando de separarse.
“Al principio me enojé, yo no iba a ir a Japón, tenía toda mi vida acá. Pero después nos abrazamos y nos pusimos a llorar, y entendí lo que me estaba diciendo. Él sabía que le quedaba poco, no quería que yo lo viera morir”.
Los de afuera creyeron que se habían separado después de 12 años de relación, nadie supo que fue “un pacto de separación”.
“Creo que fue la forma que tuvo de liberarme, porque no es gratis estar al lado de alguien que todo el tiempo sabés que se va a morir. Y liberarse también él, tal vez él quería hacer un montón de cosas más riesgosas y no las hacía para no preocuparnos”.
Lo que pasó después fue la pandemia, por lo Joaquín no pudo viajar. Se separaron pero siguieron hablando por teléfono todos los días. “Hasta que un día no me contestó más”, se nubla ella. “Yo seguía hablándole en mi mente, me imaginaba conversaciones con él todos los días a la misma hora, que era la hora en que volvía de trabajar”.
En noviembre de 2020, pleno COVID, Fernanda se enteró de que Joaquín estaba internado con una neumonía grave. No era COVID, era lo de siempre. Nadie podía acercarse, tocarlo, darle la mano, decirle al oído que descansara. “Era muy injusto lo que estaba pasando, él no se quería morir así, solo en un hospital”.
Fue la hermana de Joaquín quien la llamó, lloró con ella y le dijo “nadie puede ir a verlo, pero hablale”. Con ese “hablale” Fernanda entendió que le estaba diciendo otra cosa: soltalo Fer, dejalo ir.
“Así que sola en mi casa le dije ‘ya está, ya luchaste un montón, descansá’”.
Joaquín murió el 17 de noviembre de 2020, tenía 36 años. Fernanda 37.
“¿Yo? Yo sufrí también, todo ese desgaste me volvió más viejita. Sufrí porque fue mi gran amor”, se despide ella, y mientras ceba el último mate, hace la última pregunta.
“Me parece injusto que una persona que sufrió tanto y durante tanto tiempo no haya podido decidir cómo irse. Todos pueden opinar pero el que puso el cuerpo siempre fue él. Parece que estaba obligado a vivir así, a sobrevivir mejor dicho, ¿pero a qué costo?”.
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