En las últimas semanas se ha hablado mucho de las cárceles de máxima seguridad. Las fotos del traslado de los pandilleros salvadoreños a una de ellas, obscenamente publicitado por el gobierno de Bukele, ofició de disparador. Poco antes la que se había metido en la conversación pública había sido la Supermax o ADX Florence, el presidio de Colorado en el que se encuentra el Chapo Guzmán. Entre una y otra, sin embargo, hay grandes diferencias. La de El Salvador, el Centro de Confinamiento del Terrorismo (CECOT) es populosa, miles de convictos, puede albergar hasta 40.000. Los pandilleros (y también aquellos que el gobierno presume de tales: muchos están allí sin haber gozado del beneficio del debido proceso) se encuentran en pabellones austeros, muy custodiados, con literas de tres pisos. Es como si cada uno ocupara un casillero de un gran armario, como si fueran las llaves, a espaldas del conserje, en un enorme tablero de un viejo hotel. Pero esa imagen que circuló pocos días atrás remite a otra imagen. Mucho más dramática, dolorosa y alarmante: parece al de cualquier barraca de Auschwitz aunque todavía los detenidos gocen de mejor aspecto físico.
La Supermax es más selectiva. Poco más de 400 reclusos. Eso sí: integran una elite, son lo peor de lo peor del sistema penitenciario norteamericano. Traficantes, asesinos seriales, descuartizadores, terroristas. Personas que demostraron no poder vivir en sociedad. Pasan 23 horas al día encerrados en sus celdas desnudas de 3X2. Durante semanas o meses no tienen contacto con nadie más que con sus carceleros. Están híper vigilados: la fuga parece imposible.
Lo que emparenta a ambas, y a todas las demás cárceles de este tipo, es que en ellas no hay espacios para recrearse, tampoco para visitas higiénicas, a los presos se les dificulta ver el cielo: todo es opresivo y desolador. Apuntan, principalmente, a eliminar toda esperanza de fuga. Alguien dijo que estar en una de sus celdas es como estar enterrado vivo, que es mucho peor que la muerte.
Hubo un antecedente notable y célebre. Alcatraz. Un nombre que al escucharlo sólo evocaba desolación, ambiente hostil y reclusión perpetua. El presidio de Alcatraz fue durante décadas sinónimos de cárcel con los peores convictos, los más peligrosos, y también de inexpugnabilidad. El que entraba ya no salía.
Alcatraz se inauguró en 1934. Pese a la que se cree, su vida fue breve. Menos de treinta años. El 21 de marzo de 1963, sesenta años atrás, sus puertas fueron cerradas. Quedaban sólo 27 convictos; fueron llevados a otras cárceles.
Claustrofóbico e imponente, el edificio contaba con 336 celdas. En el momento de mayor población estuvieron ocupadas 302 de ellas.
Pese a su fama, en sus casi tres décadas sólo 1545 prisioneros estuvieron detenidos allí. Eso sí. Eran lo peor de lo peor. Los más peligrosos y desagradables: con la propensión norteamericana para estos tributos cada uno de ellos hicieron méritos para integrar el Hall Of Fame de criminales. O, para ser más precisos, el de la infamia. Ladrones de bancos, asesinos, estafadores, contrabandistas. Los más peligrosos e indeseables. Al Capone fue la mayor celebridad.
Ubicada en una pequeña isla frente a la costa de San Francisco, la cárcel se presentó como la más inexpugnable del planeta. Allí iban a parar los desahuciados, aquellos que el sistema federal no podía controlar, a los que se deseaba aislar del resto de la población carcelaria. El último peldaño del escalafón penal.
En esa pequeña y desangelada isla se amontonaban los desechos del sistema, esos de los que ya no se esperaba nada salvo problemas.
Imperaba el silencio. Los prisioneros casi no podían hablar entre ellos. Sólo se escuchaba el golpeteo de las botas contra el piso de los pasillos, el chasquido metálico de las puertas de la celda al cerrarse, el golpeteo de las bandejas de hojalata y el choque del agua contra las rocas de la isla: el recuerdo permanente del aislamiento. Los guardias eran salvajes. Aplicaban castigos físicos y largas temporadas en los calabozos del fondo. Se los conocía como El Agujero. Angostos, oscuros y alejados del resto. Ahí, sin luz -ni natural ni artificial-, desnudo y solo, el preso podía estar abandonado durante semanas. Si en todo el presidio las condiciones eran inhumanas, en el Agujero el tormento escalaba todavía más en la crueldad.
El aislamiento era una política permanente. Ni siquiera podían tener contacto durante las comidas. Era tal la tensión, con este clima represivo, que debieron relajar algunas reglas con el correr de los años. Se empezaron a repetir las automutilaciones y los intentos de suicidio. Así los presidiarios pudieron empezar, entre otras cosas, a practicar música y, también, de vez en cuando ver películas.
El monitoreo era asfixiante. Los turnos para contar los presos, para cerciorarse de que ninguno hubiera escapado eran permanentes. Había seis controles grupales diarios y trece individuales por día.
Los reclusos disfrutaban de una sola comodidad. Se bañaban con agua caliente. Muy caliente. No querían que su cuerpo se acostumbrara al agua fría, había que engañar al metabolismo. Así si alguno se animaba a desafiar la inexpugnabilidad del presidio su cuerpo no estaría habituado a las condiciones extremas.
La cárcel tenía varias torres de vigilancia, un ejército de guardias armados en turnos continuos, varias puertas de rejas para clausurar el acceso y la comunicación entre los distintos sectores, la iluminación del faro, un protocolo anti escapes que se actualizaba anualmente y, obviamente, un gran aliado natural: el helado y tempestuoso Océano Pacífico que rodeaba la Bahía de San Francisco. Quien pudiera fugarse de la cárcel, decían, sería indefectiblemente vencido por el Pacífico. Por el frío del agua y por las fuertes corrientes. Y hasta por sus tiburones.
En marzo de 1963, Robert Kennedy, como procurador general, ordenó el cierre definitivo de Alcatraz. Había fracasado como modelo carcelario. Crueldad, maltrato, violencia permanente. También influyó el costado económico.
Costaba demasiado mantener el monstruo en movimiento. Demasiado gasto para pocos reclusos. Además la infraestructura era obsoleta y muy pronto mostró que los que la habían construido no habían previsto algo bastante evidente: la sal, el agua y el viento enloquecedor erosionaban la estructura y el mantenimiento debía ser permanente.
Pero hubo un factor más. Cualquiera se le animaba a la isla invencible. Los constantes intentos de fuga mellaron su mayor capital. Pero hubo uno en particular, el último, que fue el que jaqueó el sistema de manera definitiva.
En sus casi treinta años, se trataron de escapar 36 prisioneros en 14 intentos. 23 fueron descubiertos en plena tarea, seis murieron por disparos de los guardias, dos se ahogaron y cinco permanecen desaparecidos. El aislamiento, las duras condiciones de vida, y la tentación del continente a la vista. Aunque el principal motivo fuera la inclinación natural del ser humano de tender hacia la libertad.
Durante siglos, las más diversas legislaciones no penaron la fuga, no agravaron la condena por un intento de escape. El legislador clásico consideraba que era natural que el hombre intentara buscar su libertad. Actualmente eso cambió. En Estados Unidos, algunos estados crearon la figura de “Incumplimiento de condena” para justificar la aplicación de mayores penas a los que se fugaron. Pero si en la huida no se comete ningún ilícito (homicidio, secuestro, robo, lesiones) varios países no castigan el emprendimiento libertario.
De Alcatraz se salía sólo por cumplimiento de la condena, enfermedad (Al Capone con su sífilis avanzada) o por muerte.
En 1936, Joseph Bowers fue el pionero. Su método no requirió demasiado estudio. Obedeció a un impulso. En una actividad al aire libre, aprovechó una distracción y salió corriendo hacia una cerca. La alcanzó sin ser visto. Pero le quedaban muchos metros por trepar. Al llegar a la cima, en el momento en que estaba por pasar del otro lado, fue iluminado por un reflector. Enseguida llegó la voz de alto y una orden para que desistiera. Mediaron pocos segundos hasta que se escuchó el primer disparo. Bowers se desplomó desde lo alto del cerco. Las autoridades adujeron que su muerte se produjo por la caída desde quince metros de altura.
Un año después Theodore Cole y Ralph Roe lograron lo que se consideraba imposible. Traspasar las alambradas de La Roca. Con herramientas caseras lograron limar barrotes y salieron al exterior. Se lanzaron al agua en una noche muy fría y tormentosa. Nunca se los encontró. La información oficial determinó que murieron en el agua sometidos por la hipotermia y el mar embravecido.
En mayo de 1946 un intento de escape se convirtió en un sangriento motín. Se la conoció como La Batalla de Alcatraz. Seis reclusos tomaron el control de la cárcel. Primero dominaron el cuarto de armas, luego obtuvieron las llaves del patio principal. Tomaron guardias de rehenes y actuaron sin contemplaciones. La violencia era su norma. Bien pertrechados, su plan era usar como escudo algún oficial y cruzar en bote hacia el otro lado. Pero no consiguieron las llaves de la puerta principal. Quedaron encerrados, sin vuelta atrás. El combate duró varios días. 48 horas después de la captura asesinaron a los dos rehenes. Tres de los detenidos continuaron luchando. Los otros cuando la situación se puso demasiado violenta, y cuando comprendieron que sus compañeros matarían a los guardias, regresaron a su celda. El gobierno debió enviar a soldados para retomar el control de la situación. Los tres que mantenían su actitud murieron enfrentando a los marines.
John Gilles fue el que diseñó el plan de escape más particular e incruento. Durante meses robó, juntó y escondió pequeños retazos de tela y cuando tuvo la cantidad suficiente confeccionó un traje de coronel del ejército. Con ese disfraz autogestionado, logró traspasar los controles pero fue descubierto cuando subía a la embarcación que lo depositaría en San Francisco.
La historia, debe avisarse, es cinematográfica. El director Don Siegel lo demostró con su película de 1979 Fuga de Alcatraz, protagonizada por Clint Eastwood. Esta es el más conocido de todos los intentos, el más elucubrado y el más enigmático. El que deja decenas de interrogantes abiertos. El principal misterio es si los tres que se fugaron lograron sobrevivir.
La mañana del 11 de junio de 1962 fue la más convulsionado de toda la historia de Alcatraz. Cuando los guardias procedieron a despertar a los presidiarios descubrieron que tres seguían acostados. Al ingresar a la celda y agitarlos de mala manera para lograr que salieran de la cama, la cabeza de una de ellos rodó como una pelota. De hecho, rodó como lo que era. Habían dejado en sus camas unos muñecos que tenían pelo natural robado de la peluquería del presidio para que creyeran que estaban durmiendo. Le sacaron a sus perseguidores muchas horas de ventaja. Cuando se dieron cuenta que faltaban tres hacía mucho que estos habían abandonado Alcatraz.
El plan de Frank Morris y de los hermanos John y Clarence Anglin requirió ingenio, habilidad y mucha paciencia. Fueron meses de estudios y de urdir qué requisitos debía cumplir cada paso. Los desafíos eran múltiples: conseguir o fabricar las herramientas necesarias, ocultar el avance hasta el momento adecuado y principalmente mantenerse discretos y en silencio. Uno de ellos descubrió que una de las rejillas era fácil de sacar. Luego debían seguir por el tragaluz, escarbar un túnel con una cuchara y un alicate durante meses (y esconder la tierra que iban sacando: otro obstáculo) y pensar cómo cruzar el agua.
La noche anterior, luego de que apagaran las luces, los tres salieron de sus camas, acomodaron los muñecos en su lugar, quitaron la pequeña rejilla y empezaron a fugarse. Originalmente iban a ser cuatro pero uno se arrepintió (y luego, para morigerar su castigo, ayudó a la policía en su investigación aportando datos vitales que los pesquisas no podían desentrañar). Los tres debían actuar con precisión, velocidad y en silencio. Fueron superando las diversas pruebas. Utilizaron los conductos de ventilación para salir. Parte del camino también lo habían tallado con un taladro hecho con el motor de una vieja aspiradora. Aprovechaban las horas de práctica musical para enmascarar su ruido detrás de los sonidos de los presidiarios.
Con 50 impermeables construyeron una balsa enclenque y se supone que con ella se lanzaron hacia la ciudad. No se supo más de ellos. Los dos hermanos Anglin y Frank Morris integraron la lista de los más buscados del FBI durante 20 años. A pesar de eso el gobierno rápidamente los declaró muertos en el agua.
Con el tiempo los rumores, mitos e historias incomprobables ganaron la partida. Mucha gente prefiere creer que los tres hombres le ganaron al agua helada. Dicen que a la madre de los Anglin le llegaban misteriosas postales y puntuales flores para su cumpleaños, y que al velorio de la señora concurrieron dos extrañas mujeres, muy altas y fornidas, que parecían hombres mal disfrazados.
También se comenta que un recluso recibió al tiempo una carta que sólo contenía dos palabras: Gone fishing (que en el argot carcelario significaba Misión cumplida). Hubo testimonios tomados por policías que sostienen que el mismo día de la fuga tres hombres fueron vistos en San Francisco robando un auto y saliendo a gran velocidad. Además dicen que se hallaron vestigios de remos y de lo que podría ser el bote en la orilla del continente.
En 2013 llegó una carta. ¿La firma? John Anglin. El texto decía: “Mi nombre es John Anglin. Escapé de Alcatraz en junio de 1962 con mi hermano Clarence y Frank Morris. Tengo 83 años y estoy en mal estado. Tengo cáncer. Sí, todos pudimos escapar esa noche, ¡pero por poco! Si anuncian en TV que iré a prisión por no más de un año y que tendré atención médica, entonces les escribiré de nuevo y les dejaré saber el lugar exacto donde estoy. No es una broma”.
El FBI se vio obligado a reabrir el caso. Las pericias mostraban que la epístola era legítima. Nada se supo del avance de la investigación.
El misterio, como corresponde, persistirá.
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