Su última película, Paradise City (2022), se estrenó hace apenas unos meses, en noviembre último, y aunque debió haber sido una despedida épica para un actor amado por el público, pasó con más pena que gloria. Era el quinto rodaje del que Bruce Willis participaba en el año y la crítica fue severa, ya no con su actuación –que bajo otras circunstancias probablemente hubieran defenestrado, como hicieron tantas veces antes de saber que estaba enfermo–, pero sí con el guión. Para él daba lo mismo: difícilmente haya leído los comentarios, víctima de lo que ahora se sabe es una forma de demencia que le afecta el habla y las habilidades cognitivas.
Sin embargo, es probable que haya disfrutado de esa filmación en Hawaii más que de todas las otras a las que sumó su nombre sobre el final de su carrera, en un raid compulsivo y urgente, consciente de que le quedaba poco tiempo en los sets. La razón es tan simple como la amistad de años que lo une a un cada vez más solo John Travolta, especialmente después de su recordada dupla en Pulp Fiction (1994), que marcó para los dos un regreso que sí fue glorioso.
Bruce y John fueron compañeros más allá de las luces de los estudios, en miles de salidas en pareja, junto a la entonces mujer del actor de Duro de Matar (1988), Demi Moore –madre de sus tres hijas mayores Rumer (34), Scout (31) y Tallulah (29)–, y la desaparecida Kelly Preston. No es la única ausencia en las vidas de los actores que se hicieron inseparables mientras grababan Mirá quién habla, en 1989: la voz inconfundible de quien hoy casi no puede hacerse entender no era otra que la de Mikey, el bebito de la también desaparecida Kirstie Alley, que murió de cáncer de colon en diciembre pasado.
Cuando un año atrás Moore, la actual mujer de Willis –Emma Heming–, y sus cinco hijas –con Heming tiene a Mabel (11) y Evelyn (8)– compartieron con sus fans un primer diagnóstico de afasia que, según dijeron entonces, impactaba sobre su memoria y capacidad de comunicación, y anunciaron que, por ese motivo, y “después de mucha consideración”, dejaría la carrera “que tanto significó para él”, el primero en manifestar su apoyo fue un devastado Travolta, que poco después perdería también a su querida Olivia Newton-John. “Nos hicimos amigos en dos de nuestros mayores hits –escribió en su cuenta de Instagram el actor que se quebró hace una semana en los Oscars al presentar el In memoriam–. Una vez me dijo: ‘John, quiero que sepas que cada vez que te pasa algo bueno es como si me pasara a mí’, así de generosa es el alma de Bruce y por eso lo amo”.
Como muchos de los amigos de Willis, Travolta sabía que él y Heming habían comenzado a deshacerse de sus propiedades de lujo fuera de California cinco años antes, sin que la prensa ni los productores sospecharan el motivo. Primero fue su casa de montaña en Sun Valley, Idaho, que prácticamente regalaron en octubre de 2018 por US$5.5 millones, un tercio del valor por el que la compraron. Después, cambiaron su amado duplex de 550 m2 en Central Park por un condominio de 200 m2 cerca del Lincoln Center. También vendieron su casa de Westchester por mucho menos de sus U$S12 millones originales. Y en 2019, vendieron en US$27 millones la espectacular mansión en las paradisíacas islas de Turcos y Caicos, donde se casaron una década antes.
El actor con más de 150 créditos entre papeles protagónicos y menores estaba haciendo una película tras otra y costaba pensar que estuviera falto de liquidez. Por entonces dijo que la única razón por la que buscaba reducir su patrimonio inmobiliario era que todo estaba demasiado lejos de su familia en California: “Es por lo que hemos decidido volver a la Costa Oeste y tener nuestro hogar ahí”. No mentía, y la pandemia hizo el resto: Willis, Heming, Mabel y Evelyn pasaron buena parte de la cuarentena con Moore –con quien estuvo casado entre 1987 y 2000–, Rumer, Scout y Tallulah, y la foto de la familia ensamblada en idénticos pijamas rayados –que lució hasta su perrito– lo volvió a hacer tan icónico como en los 90. A dos décadas de su separación, Willis y Moore parecían más unidos que nunca.
Tras el comunicado en que las siete mujeres de la vida de Willis le contaron al mundo que el actor sufría un trastorno irreversible, algunos ataron cabos. Sus amigos revelaron por esos días en off the record que Bruce, de 67 años, había estado preparándose para este momento desde hacía tiempo. Entonces no trascendió lo que la familia revelaría sólo el mes pasado: la patología que originó la afasia notoria en Willis es una demencia frontotemporal que avanza inclemente y dificulta su capacidad para expresarse y comprender a los otros, algo que los médicos le habían advertido hacía tiempo. “Él sabía que, a medida que su salud se debilitara, iba a llegar un punto en que su poder de generar dinero iba a caer sustancialmente. Por eso, mientras estuvo lúcido, hizo todos los arreglos financieros necesarios para que a las chicas no les faltara nada”, reveló una fuente cercana a Page Six.
Las revelaciones de sus distintos compañeros a Los Angeles Times el año pasado indican que fueron muchos los colegas, directores y productores que lo vieron perdido en diferentes sets de filmación. Y sin embargo, por decisión propia o por mandato de una maquinaria que siguió explotándolo hasta la última gota –porque cada estreno con su nombre y su foto en el afiche era número puesto, aunque los guionistas tuvieran que correr para cortar las líneas que ya no podía recordar–, Willis filmó más de 20 películas en los últimos cuatro años, pese a que hoy todos reconocen por lo bajo que ya estaba enfermo. De hecho, los Premios Razzie –o los “anti Oscar”– del año pasado, que se entregaron justo una semana antes de que se hiciera pública su condición, lo distinguieron por Cosmic Sin como si fuera una categoría en sí mismo: “Peor Bruce Willis del Año”. Después tuvieron que retirarlo por la condena en las redes.
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En el posteo en el que las mujeres de su vida confirmaron la noticia hay una frase, su favorita, que da una pista del por qué de su decisión de seguir actuando hasta que pudo e incluso más allá: “Live it up”, algo así como “Vivir a fondo”, y también con todo el lujo posible. Ahí es donde también sus amigos aseguran que el actor tuvo una única obsesión desde el diagnóstico, además de compartir tiempo con su familia, y fue poder dejarles la mayor cantidad de dinero a las siete.
“Sabía que eventualmente ya no iba a poder viajar y que no iba a necesitar tantos departamentos ni mansiones, pero sí un ambiente seguro donde estar rodeado de ellas. Quiso simplificar su vida y la de ellas tanto como fuera posible”, dijo en off uno de sus cercanos a Page Six.
Es triste de todas formas imaginar a ese tipo que se hizo famoso a los 30 años como el detective sexy de Moonlighting (1985-1989) junto a Cybill Shepherd y, sobre todo, como John McClane, el policía antihéroe de respuestas tan rápidas como sus disparos en la saga Duro de Matar, forzado a seguir actuando en los últimos años, cuando ya no era capaz siquiera de hacer en cámara la coreografía que más había ensayado en su vida: la de desenfundar un arma.
Los testigos citados hace un año en la nota de Los Angeles Times aseguraron que hacía mucho que a Bruce le dictaban sus líneas –cada vez más breves– por un audífono y lo reemplazaban por dobles de riesgo en las escenas de disparos. Y hasta pusieron en duda la conciencia real del actor sobre lo que ocurría en los rodajes de las últimas películas que rodó.
Walter Bruce Willis cumple hoy 68 años: nació el 18 de marzo de 1955 en Idar-Oberstein, un pueblo de Alemania Federal, en la primera década de la posguerra. Su madre, Marlene Kassel, es alemana, y su padre, David, era un soldado americano que se enamoró de ella mientras cumplía servicio en una base militar. De ahí que las últimas noticias sobre el actor, nada alentadoras, provengan de Alemania, donde el actor aún tiene primos y tíos que siguen de cerca su salud.
Esta semana, su tío político Wilfried Gliem, un músico casado con la prima hermana de Marlene, contó a la revista Bild lo que la propia madre de Willis le dijo hace poco: “No está segura de que su hijo la reconozca, su comportamiento es lento y un poco agresivo”.
Los Willis-Kassel se mudaron a Nueva Jersey en 1957 y ahí nacieron los hermanos menores del actor, pero siempre siguieron en contacto y visitando periódicamente a su familia teutona. A lo mejor fue porque cambió de país y de idioma con sólo dos años: de niño, Bruce tartamudeaba tanto que en el colegio lo apodaron “Buck-Buck”. Fue por esa tartamudez que Marlene lo anotó en las clases de teatro: cuando actuaba, su hijo hablaba de corrido.
Así encontró su vocación. Se anotó en una escuela de teatro en cuanto terminó la secundaria, pero también fue detective privado y bartender. Algún día todo iba a sumar para componer a sus personajes, pero al principio se trataba apenas de ganarse la vida. Sólo tuvo roles menores en cine y actuó en el off-Broadway hasta que, con 30 años, logró el papel de David Addison en Moonlighting después de pasar un casting entre 3000 aspirantes. Ese personaje le valió un Emmy y un Globo de Oro y lo consagró como comediante.
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En medio de ese éxito, en 1987 lo llamaron para protagonizar su primera película, Cita a Ciegas, nada menos que con Kim Basinger, que venía del boom de Nueve semanas y media (1986). Y después todo se dio de manera vertiginosa, como si el dique que frenaba su carrera se hubiera liberado de pronto: una marca de bebidas lo contrató como imagen por millones (al tiempo rescindió el contrato porque dejó de tomar alcohol) y se convirtió en el actor del momento; estaba filmando Duro de Matar y no usaba dobles ni para las escenas de riesgo, pero en escena se mostraba como un tipo común, con pocas ganas de convertirse en héroe; en todo caso era un héroe accidental al que no le quedaba otra. O como decía el tagline del segundo film de la saga: “El tipo equivocado, en el lugar equivocado, a la hora equivocada”.
Comenzaron a compararlo con John Wayne y Steve McQueen. Bruce era el nuevo sinónimo del americano cool. Y entonces, a la vera de los 90, en una premiére, también en 1987, conoció a Demi Moore y chocaron los planetas. Era julio y no era un estreno cualquiera, sino el de Stakeout, que protagonizaba Emilio Estevez, hijo de Martin Sheen, hermano de Charlie, y novio de ella.
El romance fue fulminante. Ella lo cuenta en su biografía, en cuya presentación estuvieron Bruce y Emma. “Sin planearlo, nos fuimos a Las Vegas, y estábamos por movernos a una mesa de apuestas, cuando Bruce dice: ‘Deberíamos casarnos’. Habíamos estado haciendo chistes con eso durante todo el vuelo, pero de repente ya no parecía que fuera una broma”, escribe. Así fue como llamaron a un juez a su suite del Golden Nugget Hotel, y se casaron ante apenas un puñado de asistentes.
Un mes más tarde, el 21 de noviembre, repitieron los votos frente a sus amigos, en Hollywood. Para él era la primera vez. Ella ya había estado casada cinco años con el músico Freddie Moore, de quien conservó el apellido artístico. La leyenda dice que Demi quedó embarazada de su hija mayor, Rumer –que nació en agosto de 1988–, en la misma noche de bodas. Scout nació en 1991; Tallulah, en 1994, junto con el mega suceso que fue Pulp Fiction.
Los ojos del mundo estaban sobre ellos (¡hasta hicieron juntos la película animada de Beavis y Butthead!): eran el rey y la reina del cool y marcaron tendencia en la moda y en lo de ponerle nombres extravagantes a sus hijas. Pronto se convirtieron en la marca de los 90 junto a Sylvester Stallone y Arnold Schwarzenegger: Planet Hollywood, como llamaron a su cadena de bares y restaurantes. Luego de su separación, en 1998, también serían pioneros como una de las primeras parejas de la industria capaces de funcionar como familia aún después de terminado el amor conyugal.
Por entonces, Willis le dijo a la Rolling Stone: “Tenemos tres hijas en común a las que continuaremos criando juntos, y probablemente hoy estamos más unidos de lo que jamás estuvimos. Nos damos cuenta de que nuestro compromiso con nuestras hijas es para toda la vida, y nuestra amistad continúa”. Eso fue tan cierto como que Bruce fue uno de los invitados al casamiento de Demi con Ashton Kutcher –y también su sostén en el divorcio del hoy marido de Mila Kunis–; y Demi y Kutcher estuvieron en 2009 en la boda de Bruce con Heming en Turcos y Caicos .
El final del siglo coincidió con los años dorados de su carrera: el envión de Tarantino le dió protagónicos distintos, como 12 monos (1995), El quinto elemento (1997), Armageddon (1998), y Sexto sentido (1999), que lo ubicaron en el podio de los éxitos comerciales y de crítica. Arrancó el milenio permitiéndose hacer del padre de la novia joven de Ross en Friends, y el público volvió a festejarlo: se ganó un Emmy como mejor Actor Invitado en una Comedia.
Siempre fue irreductible en su liberalismo: en su visión era deseable que el Estado interviniese lo mínimo indispensable. “Estoy harto de responder lo mismo. Soy republicano en tanto quiero una administración más chica, menos intrusión del gobierno”, se ofendió con un periodista que lo corrió a la salida de un estreno en Manhattan, en 2006, para preguntarle qué opinaba de George Bush (h). Había apoyado a Bush padre contra Bill Clinton, pero le negó el apoyo al republicano Bob Dole en la campaña contra Clinton porque criticó el film Striptease (1996), que protagonizaba Moore. “Lo que quiero que dejen de cagarse en mi plata y en la tuya y en los impuestos por los que les damos el 50% cada año. Si hacen eso, soy republicano. Pero odio al Gobierno, ¿ok? Así que soy apolítico. ¡Escribí eso! No soy republicano”, dijo aquella vez ante el confundido cronista.
Pero, dijera lo que dijera, Bruce tenía claro que nadie iba a ofenderse con él. Y es que esa fue la constante de Willis en su carrera de más de cuatro décadas: el público, que lo quiso desde el primer momento igual que a Addison o a McClane, como si fuera un primo sexy al que las cosas le salían bien de casualidad, siempre estuvo dispuesto a perdonarle todo. Si alguna de sus películas no era tan buena, o si alguna vez estaba un poco borracho, si era infiel, si defendía la portación de armas, o si se enojaba con la prensa, ¿qué importaba, si ese tipo nunca jugaba de superestrella?
Estaba ahí, haciendo lo mismo que haría cualquiera: tratando de ganarse la vida como fuera, de sacarle el jugo, de vivirla al máximo, “a fondo”, hasta las últimas consecuencias. Bruce Willis fue Planet Hollywood, pero nunca Rambo, ni Terminator: era humano. Un tipo que sufría y puteaba y al que se le caía el pelo, que lograba sus hazañas incluso sin ganas de hacerlas. Ese que no quiso ser héroe, pero no le quedó otra. Quizá por eso nos pone tan tristes pensar que ya no vamos a disfrutarlo en otros papeles, o adivinar el calvario de sus últimos rodajes: la carrera que se cerró hace ya un año es la de uno de los nuestros. Uno que vivió a fondo hasta que el cuerpo y la cabeza se lo permitieron, un amigo generoso y un padre y esposo amado que ahora merece la calma que ruega para él su mujer, harta de los paparazzi y los curiosos gritando en la puerta de su casa o persiguiendo su auto en busca de una foto o un video que muestre su deterioro. Ya sabemos lo que les diría McClane, es una de las líneas más recordadas de la historia del cine: “¡Yippee-Ki-Yay, Motherfuckers!.”
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