“Nos movíamos en círculos como gente que no tiene ya voluntad. Éramos una masa. Sé unos pocos nombres, pero no muchos. Quién era quién y cuáles eran sus nombres, en cualquier caso, era una cuestión completamente indiferente. Al mismo tiempo que los gemidos de la gente que estaba siendo asfixiada en las cámaras era audible, la orquesta seguía tocando…”, escribió Rudolf Reder, industrial, químico y judío austrohúngaro, sobre sus días en el campo de exterminio de Belzec, en la Polonia ocupada por los nazis.
Escribió estas líneas y muchas más en 1946, en el único testimonio que existe sobre lo que ocurrió allí entre marzo de 1942 y mayo de 1943, el tiempo que funcionó
En esos catorce meses la maquinaria de muerte de Belzec, con sus tres cámaras de gas, acabó con la vida de alrededor de medio millón judíos y de un número no determinado de gitanos, romaníes y prisioneros soviéticos.
El abrumador peso de esa cifra se hace aun más horroroso cuando se lo compara con la cantidad de sobrevivientes: solamente dos.
Uno de ellos fue Reder, el otro se llamaba Chaim Hirszman y no alcanzó a contar la historia. Tras la ocupación soviética de Polonia se unió a la milicia estalinista y fue fusilado durante una insurrección anticomunista en marzo de 1946.
Belzec fue desmantelado el 8 de mayo de 1943 y la mayor parte de los oficiales de las SS que lo operaban fueron trasferidos a los campos de Sobibor Treblinka y Poniatowa. Antes, se borró toda huella de su existencia: destruyeron las barracas, las oficinas y las cámaras de gas, deforestaron el terreno y hasta construyeron una granja a manera de cobertura.
Solo la memoria de Reder permitió ubicar el terreno donde funcionó ese brutal mecanismo de relojería de la solución final.
La metamorfosis
Belzec estaba situado a 160 kilómetros en el sudeste de Varsovia, entre las ciudades de Zamosc y Lvov.
En 1940, los alemanes crearon una serie de campos de trabajo a lo largo del río Bug que, hasta la invasión alemana de la Unión Soviética en junio de 1941, constituía la línea de demarcación entre la Polonia ocupada por Alemania y la ocupada por los soviéticos.
El cuartel general de este complejo era un campo de trabajo que se había creado en las afueras del pueblo de Belzec. Allí iban a parar los judíos deportados del distrito de Lublin, miembros del gobierno general polaco y resistentes capturados para construir fortificaciones y zanjas antitanques a lo largo de la ribera del río.
Así fue hasta fines de 1940, cuando llegó desde Berlín la orden de desmantelarlos. Con el lanzamiento de la Operación Barbarroja, esa línea de defensa ya no sería necesaria: Adolf Hitler pensaba expandir su “espacio vital” por todo el territorio polaco y hasta bien adentro de la Unión Soviética.
En noviembre de 1941 –ya lanzada la invasión a la Unión Soviética- la Administración Central de Construcción de las SS del distrito de Lublin comenzó la construcción de un campo de exterminio aprovechando la estructura básica del viejo campo de trabajo.
La solución final estaba en marcha y la elección del lugar se debió a que tenía buenas conexiones ferroviarias y estaba cerca de ciudades con importantes poblaciones judías, como Lublin y Lvov.
Los primeros trabajos estuvieron a cargo de obreros polacos, que después fueron reemplazados por judíos que hacían trabajos forzados. Fueron ellos los que levantaron las seis cámaras de gas, sin saber de qué se trataba.
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Para febrero de 1942 las instalaciones quedaron terminadas, pero todavía faltaba probar las cámaras. Los conejillos de indias que eligieron las SS fueron los mismos trabajadores judíos que las habían construido.
Las primeras pruebas se hicieron con monóxido de carbono embotellado, porque el primer comandante del campo, Christian Wirth, conocía la experiencia primigenia de las camionetas de gaseo del centro de exterminio de Chelmno.
El 17 de marzo de 1942 comenzaron las operaciones de exterminio a nivel masivo.
Un relato de Reder
Cuando llegó trasladado a Belzec, en agosto de 1942, Rudolf Reder tenía 42 años pero estaba en buen estado físico. Eso lo salvó de ir directamente a una cámara de gas y fue destinado a un grupo de trabajo.
“Yo pertenecía al personal de muerte permanente. Éramos en total unos quinientos. Solamente 250 eran ‘trabajadores capacitados’, pero de estos, doscientos trabajaban en labores para las cuales no se necesitaba ser un especialista: cavando fosas y arrastrando cadáveres. Nosotros cavábamos las fosas, las enormes sepulturas masivas, y arrastrábamos los cadáveres (…) Además de cavar las fosas, la tarea del personal de muerte era tirar de los cadáveres hacia fuera de las cámaras, arrojarlos en una gran pila, y luego arrastrarlos desde allí hacia las fosas. El terreno era arenoso. Se necesitaban dos trabajadores para arrastrar un cadáver. Teníamos correas de cuero con hebillas. Poníamos las correas sobre los brazos de los cuerpos y jalábamos. Las cabezas quedaban con frecuencia atrapadas en la arena. Teníamos la orden de arrojar los cuerpos de los niños pequeños sobre nuestros hombros de a dos por vez y llevárnoslos de esa manera. Dejábamos de cavar sepulturas cuando arrastrábamos cadáveres. Mientras cavábamos sepulturas, sabíamos que miles de nuestros hermanos se estaban asfixiando en las cámaras”, escribió.
Dos zonas y un “tubo” mortal
Gracias a la memoria de Reder, se pudo reconstruir que el campo de exterminio estaba dividido en dos zonas.
Una estaba destinada a la administración y la recepción de los prisioneros. La otra era un área separada, donde las SS podían llevar a cabo asesinatos masivos sin que los vieran las víctimas que aguardaban en la zona de recepción. Un estrecho camino vallado, llamado el “tubo” conectaba las dos secciones del centro de exterminio.
“Con cada transporte, era todo igual que como había sido con el mío. Se les ordenaba desvestirse, las pertenencias quedaban en el patio, el jefe del campo siempre pronunciaba su engañoso discurso. La gente siempre se animaba en ese momento, y yo veía el mismo brillo de esperanza en sus ojos. La esperanza de que fueran a trabajar. Pero un instante después, los pequeños eran arrancados de sus madres, los ancianos y los enfermos eran arrojados sobre parihuelas, hombres y jóvenes mujeres eran aguijoneados con las culatas de los rifles más y más adelante a lo largo del sendero cercado que conducía directamente hacia las cámaras, y las mujeres desnudas eran dirigidas con la misma brutalidad hacia otras barracas, donde se les rasuraba el pelo. Yo puedo decir con toda precisión en qué momento cada uno de ellos comprendía que era lo que les aguardaba, y el terror, la desesperación, los gritos y los gritos horribles, mezclados con las notas de la orquesta”, relató en 1946.
La Operación Reinhard
El campo de exterminio de Belzec fue el primer eslabón de la Operación Reinhard, como se llamó la masacre planificada de judíos en aquellas áreas de Polonia que no se anexionaron a Alemania, y que tuvo lugar principalmente en los centros de exterminio de Treblinka, Sobibor y Belzec.
Se inició a finales de 1941 y pasó a llamarse Operación Reinhard en honor a Reinhard Heydrich, el principal artífice de la “solución final” de los nazis, muerto en un atentado.
Incluyó operaciones de exterminio entre marzo y mayo de 1943 en Belzec; entre mayo de 1942 y octubre de 1943 en Sobibor; y entre julio de 1942 y octubre de 1943 en Treblinka.
En total, el Museo Conmemorativo del Holocausto en los Estados Unidos estima que durante su desarrollo fueron asesinados 1,7 millones de judíos, además de un número desconocido de polacos no judíos, romaníes y prisioneros de guerra soviéticos.
La maquinaria de muerte fue similar en los tres campos. En su testimonio lo contó así:
“Los hombres eran conducidos primero, con bayonetas, estoqueados a medida que corrían hacia las cámaras de gas. Los askars (ucranianos que colaboraban con los nazis) contaban 750 dentro de cada cámara. Al tiempo de haberse llenado las seis cámaras, la gente de la primera cámara ya había estado sufriendo durante unas dos horas. Tan sólo cuando el total de las seis cámaras estaba tan atestado de gente que resultaba difícil cerrar las puertas, se hacía arrancar el motor”.
“Mi corazón se quebraba”
En su relato testimonial de 1946, Rudolf Reder se detiene especialmente en el tratamiento que recibían las mujeres y los niños en el campo. No se trataba solo de ejecuciones sino también de saqueo. Su relato desgarra:
“Todas las mujeres eran rasuradas antes de ser asesinadas. Eran conducidas como un rebaño de ganado hacia las barracas, y el resto esperaba su turno afuera, desnudas y descalzas, aún en el invierno y en la nieve. Las lágrimas y la desesperación se apoderaban de las mujeres. Aquí es cuando comenzaban los gritos y las lamentaciones. Las madres apretaban a sus niños contra ellas, perdían la razón. Mi corazón se quebraba, cada vez, no podía soportar lo que veía. El grupo de mujeres rasuradas era conducido hacia delante y otras pisaban sobre el cabello de diferentes colores que cubría todo el piso de las barracas como una gruesa alfombra de felpa. Una vez que todas las mujeres del transporte habían sido rasuradas, cuatro trabajadores utilizaban escobas hechas de tilo para barrer y reunir todo el pelo en una única pila multicolor, tan alta como la mitad de la habitación. Cargaban con sus manos el cabello en bolsas de yute y las enviaban al almacén”, contó.
Para los hombres que prolongaban de a un día por vez sus vidas haciendo trabajos forzados, como los cavadores de tumbas, esas muertes significaban una tortura adicional, que llegaba a lo intolerable.
“El personal estaba constituido fundamentalmente por gente cuyas esposas, niños y mayores habían sido gaseados. Muchos se las habían arreglado para conseguir un talit (manto de Oración) y tefilín del almacén, y después de que echaran el cerrojo a las barracas por las noches, en los camastros escuchábamos el murmullo de la oración de Kaddish (oración por el alma de los muertos). Decíamos plegarias por los muertos. Después reinaba el silencio. No nos quejábamos; estábamos totalmente resignados”, relató Reder.
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Borrar las huellas
Se calcula que en los dos primeros meses de funcionamiento el campo de exterminio de Belzec se cobró 93.000 vidas en las cámaras de gas. Todos esos cadáveres fueron a parar a fosas comunes que se iban expandiendo a lo largo de los terrenos, que se transformaron literalmente en tierras sostenidas por un subsuelo de cuerpos, cuya descomposición generaba gases que hacían irrespirable el aire de Belzec y sus alrededores.
En octubre de 1942, por orden de Odilo Globocnik, jefe de la policía y de las SS en el distrito de Lublin, se realizó una monumental operación de exhumación de cuerpos para quemarlos en hornos al aire libre.
Por un lado, buscaba contrarrestar el fenómeno de los gases, aunque el olor de los cuerpos quemados también resultara insoportable; por el otro, borrar las huellas del exterminio de miles de personas.
Reder alcanzó a ver este proceso antes de ser trasladado en noviembre de ese año a otro campo de concentración, lo que probablemente le salvó la vida, ya que Belzec estaba pensado para que no hubiera sobrevivientes.
Cuando en julio de 1944, las tropas soviéticas llegaron a Belzec no quedaban huellas de la maquinaria de exterminio que había funcionado allí.
Solo perduraba en la memoria de un hombre que también escribió:
“Íbamos haciendo mecánicamente todos los movimientos de esa vida horrible mientras la orquesta seguía tocando”.
Rudolf Reder fue el único que vivió para contarlo. Murió en octubre de 1977 en Canadá, a los 96 años.
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