Hay un video en YouTube en el que se ve al entonces secretario de Estado vaticano Tarcisio Bertone desatar la cinta roja, quitar el adhesivo con el que las habían sellado, y abrir las puertas de los departamentos pontificios a Jorge Bergoglio, apenas ungido como Papa. Se ve cómo encienden la luz y recorren un pasillo, una amplia sala de oficinas con la mesa de reuniones, y después cinco o seis cardenales empiezan a besarle la mano a Francisco. Parece un acto protocolar, una bienvenida de la Curia romana al ejercicio del gobierno de la Iglesia Universal, para que el Papa inicie sus tareas.
“Mirá, ésta será tu casa...” parecen decirle, pero, por su expresión, se entiende rápido que Francisco nunca irá a trabajar a ese lugar.
El primer gesto revolucionario de Francisco fue rechazar la invitación al Palacio Pontificio y trasladarse a Santa Marta, un hospedaje para obispos y cardenales en tránsito, y otros que trabajan en forma permanente en el predio de 44 hectáreas del Estado Vaticano.
Ningún pontífice lo había hecho jamás.
Bastó ese primer gesto de Francisco para dejar en soledad a la Curia romana. Incluso, podría decirse, antes que verse asediado por esa maquinaria burocrática de dicasterios, congregaciones, comisiones pontificias, prefecturas en largos corredores, dejó que se consumiera sola.
Si antes, para cualquier Papa, era imprescindible recurrir a los órganos de la Curia para gobernar, siempre centralizados en la figura del Secretario de Estado, y terminaba golpeando sus oficinas para enterarse de cómo debía obrar con cada tema, ahora Francisco, al dejarla en soledad, le vaciaba sus resortes de poder
Con su traslado, iluminó la oscuridad de la Santa Sede y marchó hacia la periferia del Vaticano, a la casa de Santa Marta, como si ese lugar físico representara su mensaje en las congregaciones generales, antes del Cónclave de marzo de 2013: que la Iglesia saliera de su encierro y marchara hacia las periferias existenciales, como un misionero.
Esa fue su primera decisión estratégica, tomada al instante, mientras recorría el palacio apostólico, para no quedar absorbido por la Curia romana. Fue su manera de representar la autonomía de poder.
La Curia perdió razón de ser, dejó de estar en el vértice de las decisiones. Antes bastaba la firma de Joseph Ratzinger para tomarlas. Y aunque Benedicto XVI había sido un Papa de digestión lenta para firmar papeles —los dejaba al costado de su escritorio y reflexionaba hasta alcanzar el juicio sereno—, se mostraba impotente para interceder frente a una maquinaria que había consumido su refinamiento teológico y terminó por consumir su pontificado.
En su gira por Brasil en julio de 2013, Francisco, en declaraciones a la televisión brasileña, justificó su mudanza a Santa Marta. Dijo que no podía vivir solo, encerrado, necesitaba el contacto con la gente antes que la soledad del Palacio Apostólico.
“Esa soledad no me hace bien”, resumió.
Francisco le impuso a la Secretaría de Estado una impronta dinámica —a veces vertiginosa— y le agregó sus contactos y conocimientos personales.
Durante la mañana, sus audiencias son oficiales y están reguladas por la Prefectura de la Casa Pontificia. Algunas las realiza en la sala de reuniones de su habitación de Casa Santa Marta y otras en la Biblioteca Pontificia o en la Sala Pablo VI. Por la tarde, sus actos son libres y puede recibir en audiencia privada a quien desee. Estas audiencias no son informadas en la agenda de gobierno.
En los encuentros “mano a mano” con líderes mundiales, por el respeto que genera su autoridad, logra captar la sinceridad de fondo de su interlocutor y llega a su corazón con su palabra.
El Papa acoge, escucha y dialoga. Tiende a un sistema de gobierno en el que, en contraste con Benedicto XVI, el filtro y la influencia de los funcionarios vaticanos es acotada.
Estos nuevos paradigmas recortaron el poder de la curia romana.
A inicios de su Pontificado, Francisco les señaló en público, como nadie lo había hecho, su banalidad, sus modales de príncipes, sus modos de vestirse, sus autos de alta gama, y en privado, el despilfarro y la falta de transparencia de sus gastos, que los ubicaban a años luz de sus tareas de servicio y de evangelización. Fue una crítica a la estructura jerárquica y feudal de la curia, un territorio fértil para la ambición mundana, en busca de beneficios y reconocimientos personales, títulos honoríficos, mejores salarios o mejores destinos diocesanos. Incluso, pen su discurso por los tradicionales saludos de Navidad de 2014, les detalló quince “enfermedades curiales”.
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En la curia cuenta más servir al jefe inmediato en un dicasterio que a Dios y al Evangelio. El Papa intentó romper esa tradición eclesiástica en el Vaticano y les reclamó a sus funcionarios una conversión pastoral y misionera al servicio de pobres y excluidos.
Durante los primeros tiempos del Pontificado, no hubo confirmación para jefes de dicasterios ni tampoco nuevos nombramientos cuando se cumplían los mandatos quinquenales. El Papa alargaba los tiempos, los dejaba en suspenso. A la perplejidad por las críticas que les prodigaba, se sumaba la confusión y el desconcierto. Muchos funcionarios de curia de menor rango se preguntaron si valía la pena seguir complaciendo a un jefe en situación inestable, que recomendaba mantenerse quieto hasta que el “huracán Francisco” pasara o sumarse al nuevo rumbo pastoral que trazaba el Papa.
Mientras tanto, sumidos en la incertidumbre, obispos y cardenales que vivían en el confort de pisos y áticos de varios centenares de metros cuadrados y disponían de oficinas en Via della Conciliazione, a pocos pasos del Vaticano, empezaron a ensayar con más énfasis el ideario de Francisco —“misericordia”, “periferia”, “desigualdades sociales”—, para hacer de cuenta que se habían acoplado a los nuevos vientos de la Iglesia. Se transformaron en simpatizantes del Papa de un mes a otro, con un mensaje social y de reforma por el que nunca antes se habían interesado.
Para el Papa, el problema no radicaba en la imitación del discurso sino en lograr que los funcionarios de la curia iniciaran un cambio de mentalidad.
¿Pero hasta qué punto el Papa necesitaba valerse de la curia romana, al margen del soporte de las tareas burocrático-administrativas que podían proveerle, para llevar adelante su gobierno?
Francisco no lograría modificar costumbres eclesiásticas arraigadas en la comodidad y el bienestar personal. Al tiempo que constituyó comisiones para supervisar los movimientos económicos de los dicasterios, creó estructuras paralelas de gobierno.
Para su gobierno, el Papa no dependió de la reforma de la curia romana y tampoco permitió que esta lo condicionase.
Los funcionarios de algunos dicasterios obedecieron convencidos al Papa; otros, con más o menos entusiasmo, se fueron adecuando a su conducción; un tercer grupo, en resistencia pasiva, quedó fuera del sistema, a la espera de que el “nuevo rumbo” se consumiese con el tiempo. Del mismo modo, algunos funcionarios, disgustados por el trato que el Papa daba a la curia, prefirieron volver a las diócesis de sus países.
El control de la comunicación
Apenas asumió como Pontífice se creyó que su trabajo en favor de la transparencia interna de la Santa Sede sería desgastado por los sutiles mecanismos burocráticos de la curia, que Bergoglio desconocía, y que en el corto o largo plazo lo adaptarían a las costumbres eclesiales de siempre.
El Papa rompió con este teorema con un doble estándar de gobierno. Utilizó el canal tradicional de la curia para ciertas tareas que le encomendaba, y también trabajó con canales alternativos, privados y personalísimos, que le servían para verificar, incluso, si lo que le informaba la curia era veraz o legítimo.
El Papa hacía uso a la curia pero no ataba su gobierno a ella.
Como si su Pontificado se moviera sobre dos tableros de ajedrez. Uno para la partida oficial y otro para jugadas más personales, que luego se ocupaba de comunicar para sorpresa del mundo y desconcierto de la propia curia romana.
Desde que asumió, Francisco intentó tomar el control directo y centralizado de la comunicación. Con muchos enemigos internos dentro de la curia —que aspiraban a un Papa italiano o extranjero, surgido de sus propias filas—, se propuso ordenar la información, para que se conociese en el momento en que la Santa Sede, a través de los órganos oficiales de difusión, o el Papa, en entrevistas o conferencias de prensa en las giras internacionales, la diera.
Con la creación de este nuevo modelo —comunicar los hechos una vez consumados, para evitar que trascendiesen sus procesos internos—, a la prensa vaticana le resultó difícil captar información sensible o secreta de su gobierno. En su largo trabajo para la reforma de la curia intentó trascender el mundo de rumores, resistencias y conspiraciones que anidan en ella, para evitar subsumir su Pontificado al agobio de males que ya habían consumido las fuerzas de Benedicto XVI.
Vaticano, el servicio de inteligencia mejor informado del mundo
El retorno de la Santa Sede a los escenarios internacionales obligó a un trabajo más dinámico de su estructura diplomática.
El gigante volvió a moverse.
Quizá no haya Estado en el mundo que tenga mejor servicio de inteligencia que el Vaticano. Centraliza un tipo de información capilar que puede nacer desde un barrio, llegar a un sacerdote y extenderse al obispo, quien, si lo considera necesario, se la transmite al nuncio de la Santa Sede de su país, y a través de este llega a Roma.
El Vaticano está presente en cada uno de los 179 países con los que mantiene relaciones diplomáticas plenas. La información que llega a la Santa Sede se procesa en la Secretaría de Estado y sus funcionarios analizan si tiene valor suficiente para transmitírsela al secretario de Estado, y este al Papa.
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El Vaticano posee una red que, si se la activa de manera adecuada, le permite saber qué está sucediendo en el lugar más alejado del mundo, en tanto haya un representante diocesano, religioso, laico, o miembro de cualquier comunidad relacionada con la Iglesia.
Los nuncios cumplen un rol clave en esta red. Representan los ojos y los oídos del Papa en el mundo.
Benedicto XVI los conocía cuando asumían su cargo y luego la Secretaría de Estado continuaba la relación orgánica con ellos. Benedicto XVI redujo su capacidad de recibir información.
Francisco, para demostrar que le interesa saber qué sucede en cada país y en la Iglesia de manera directa, recibe a los nuncios una vez al año en una audiencia fija. Desde que asumió su Pontificado, quizá no pasó más de dos o tres días sin que dialogara con uno. Les requería competencia y habilidad, y no centrarse en la carrera curial.
La Secretaría de Estado volvió a activar su rol diplomático-profesional. Dejó de ser un faro para las nueve congregaciones —también llamadas “dicasterios”— de la curia romana, que terminó por hacerle sombra al mismo Papa.
Esta Secretaría está estructurada de manera jerárquica con tres cabezas visibles: su secretario, Pietro Parolin, designado casi en el cuarto mes del Pontificado de Francisco, en reemplazo de Bertone. Y por debajo, dos secciones. La Primera Sección, que se ocupa de los Asuntos Generales. Y la Segunda Sección, que se ocupa de las Relaciones con los Estados.
De los dos mil cuatrocientos empleados administrativos dependientes del Vaticano, alrededor de trescientos trabajan en la Secretaría de Estado. La mayoría son sacerdotes que se ocupan de la relación con un país o grupos de países —se los llamaba “minutantes”— y van creando un dosier con la información que toman del Nuncio, la que recogen por medio de la prensa de ese país y de sus reuniones con diplomáticos o conversaciones personales. En el caso del dosier argentino, el encargado hasta enero de 2023 fue el monseñor italiano Giuseppe Laterza, ahora designado como Nuncio apostólico en la República Centroafricana y en Chad.
La misma labor realiza el Nuncio en cada embajada de la Santa Sede en el mundo. Acumulan información periodística, del diálogo con dirigentes políticos, empresarios o sociales, del Episcopado de la iglesia local, de obispos o comunidades religiosas. El Nuncio actualiza en forma constante la información eclesial y sociopolítica de un país y la traslada al minutante, en su despacho del primer piso de la Secretaría de Estado.
Si la información es necesaria, delicada o urgente, el Papa se entera por un único canal, el de su secretario de Estado. Solo él está autorizado a hablar con el Papa. Sin embargo, el Papa puede hablar con quien quiera de toda la estructura diplomática, incluso con el minutante y pedirle aclaraciones de un informe.
Benedicto XVI era más respetuoso de los mecanismos burocráticos y difícilmente se involucraba en un tema sin la mediación de la Secretaría de Estado. Francisco se sintió más libre para gobernar, como lo venía haciendo como Provincial de los jesuitas o arzobispo de Buenos Aires.
Cómo se gestan los viajes pastorales
El Papa decide sus viajes internacionales en base a un objetivo pastoral —de componentes geopolíticos e intraeclesiásticos— para llevar su palabra evangélica y promover la fe, pero también para marcar una señal o una guía en determinado conflicto de un país o región.
Sus discursos se preparan con antelación hasta lograr el texto definitivo. Se elaboran de acuerdo a la agenda programada, los eventos en los que participará: una homilía callejera, un encuentro con sacerdotes o una exposición en las Naciones Unidas.
En una primera instancia, los obispos del país que el Papa visitará proponen una lista de temas que les interesaría que fuesen tratados —según las problemáticas locales—, que llegan, a través del Nuncio al minutante en la Secretaría de Estado.
A partir de ese momento, se empieza a desarrollar un borrador que inspeccionan los oficiales de la curia y se envía al Papa, quien lo puede reducir, ampliar o reclamar otros argumentos para su discurso. Tras la primera revisión pontificia el texto borrador vuelve a los obispos locales, que lo revisan y lo reenvían a la Secretaría de Estado.
La aprobación final puede demandar muchos meses, hasta que el contenido final se traduce a distintas lenguas y se entrega a la prensa vaticana unos días antes de que el Papa lo pronuncie, con promesa de embargo.
Sin embargo, este trabajo puede resultar de relativa utilidad si el Papa suspende su lectura en determinado momento —porque en base a la oración y a su comunión con Dios, tuvo otra intuición y la quiere anunciar—, se aparta del discurso y habla “a corazón abierto”, como suele hacerlo a menudo.
(*) Marcelo Larraquy es autor de Recen por Él La historia jamás contada del hombre que desafía los secretos del Vaticano, y Código Francisco. Cómo el Papa se transformó en el principal política global y cuál es su estrategia para cambiar el mundo. Ambos publicados por editorial Sudamericana
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