El cuerpo duele. Es desesperante. Se tiene conciencia de cada una de sus partes, como si fuera una fulminante lección de anatomía. Las piernas tiemblan. Los brazos no tienen fuerza. Los ojos arden, como si dos hornallas se hubieran instalado en la córnea. El dolor de cabeza es abrumador.
Y está la fiebre que mantiene el cuerpo ardiendo. Y los prolongados ataques de tos, los escalofríos permanentes y transpiración. La alta temperatura los hace delirar. Lo que el paciente no puede ver es el color de su cara. Las mejillas ya no se sonrojan. Los labios adquirieron un violeta amarronado. La piel adoptó un tono grisáceo, como si fuera una señal inequívoca de que la vida de esa persona se desvanece. Los pies se tornan negros.
Y el aire falta. Primero, la respiración rápida, trabajosa. Después un ahogo permanente.
Esa metamorfosis se producía en pocas horas, no más de un día. Y todos los cuadros -miles, millones- se parecían. Se agravaban a velocidades inusitadas. Y daba la sensación que esa enfermedad era imparable, que nadie podría escaparse de ella, que todos se contagiarían.
Los médicos no sabían con qué estaban lidiando. Eso que apenas surgió llamaron con naturalidad grippe, se volvió otra cosa. Algo masivo, mortal, enigmático, incontrolable. La epidemia de Gripe Española de 1918 fue una tragedia que la historia subestimó durante décadas. La Primera Guerra Mundial se llevó la mayor atención de los historiadores de ese periodo.
Algunos números para tomar magnitud de la tragedia: entre 40 y 100 millones de muertos. Difícil determinar una cantidad exacta. Las estadísticas de la época eran poco confiables. Tampoco existían los tests que identificaran los infectados ni se podían detener a realizar autopsias ante la avalancha de decesos.
Para ponerlo en perspectiva: la Primera Guerra Mundial produjo alrededor de 16 millones de muertos mientras que la Segunda Guerra Mundial ocasionó casi 60 millones de muertes. Es decir, la Gripe Española en un periodo mucho más breve alcanzó al menos al evento que se supone como el más mortífero del Siglo XX.
La curva de los gráficos que registran las edades de los muertos sorprendieron a los científicos. La Influenza y todas las epidemias de gripe conocidas hasta ese momento se ensañaban con los extremos. Los más vulnerables eran los más pequeños y los ancianos. Sin embargo esta nueva gripe se ensañaba con los jóvenes. Aquellos que tenían entre 20 y 40 años eran un blanco fácil de la Gripe Española, que se mostraba especialmente impiadosa con ellos. Esos gráficos terminaban dibujando una W. Las curvas de la muerte encontraban su pico ya no sólo entre los más jóvenes (entre 0 y 5) y los más viejos (más de 70) sino que encontraban un tercer pico entre los que tenían 20 y 30 años. Ahí residía el poder arrasador de ese enemigo invisible: también derrumbaba a los más fuertes.
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Aunque en los últimos años comenzaron a estudiarse otras teorías, el primer paciente se encontró en Fort Riley, Kansas, Estados Unidos. En un campamento militar.
Gilbert Michell, uno de los cocineros, levantó fiebre alta. Luego la enfermedad se esparció a gran velocidad. A la mañana siguiente varias decenas de soldados estaban en la misma situación. Aunque existen reportes que hablan de un brote de gripe durante 1917 con un aumento considerable de casos respecto a los años anteriores, se considera que la gran pandemia empezó en ese campamento de Kansas. A las pocas semanas el cuadro se repitió en varias dependencias de soldados por todo Estados Unidos. En algunos tuvieron que improvisar hospitales multitudinarios en barracas y hangares.
Pero esta primera oleada de gripe era fuerte pero no tan mortal. La gran mayoría, luego de tres días en un infierno de fiebre, temblores, toses y ahogos, se comenzaba a recuperar lentamente. Luego, unos meses después llegó la segunda oleada. Fue impiadosa. La capacidad de contagio fue mucho mayor y su virulencia también. Mientras tanto la Primera Guerra Mundial seguía su curso. Y Estados Unidos siguió enviando sus soldados a Europa a pesar del brote. Así sus soldados fueron desperdigando la gripe por todo el continente.
La Guerra, entre otras cosas, fue el motivo de que se la conociera como la Gripe Española. El conflicto bélico hacía que la censura imperara en los países beligerantes por lo que las malas noticias no circulaban. En España, al no participar de la contienda, la prensa hizo un detallado seguimiento de la tragedia cotidiana. El primer foco, el menos letal, fue en Madrid. La segunda oleada, la peor, dio cuenta del resto del país y ocasionó en sus tres temporadas de persistencia más de 300 mil muertos. Al principio en España conocían a la enfermedad, por lo pegadiza, como El soldado de Nápoli, nombre de una canción popular de gran fama en ese tiempo. Se le atribuye al corresponsal de The Times en Madrid el bautismo como Gripe Española.
Las respuestas de los estados fueron deficientes. El desarrollo de la ciencia era precario y la velocidad de la enfermedad superó todos los cálculos. A diferencia de la pandemia del coronavirus, a cada nuevo territorio que arribaba, el virus contaba con la ventaja del desconocimiento. Siempre atacaba por sorpresa. No había experiencia previa que ayudara a prevenirse, ni espejo en el que reflejarse. Ni siquiera existía la posibilidad de aprender de los errores ajenos. Las comunicaciones eran lentas e imprecisas. Así que la gripe española atacaba con renovada impiedad en cada territorio que conquistaba.
La medicina no tenía, todavía, las herramientas para afrontar ese vendaval de muerte. Ante la falta de respuestas científicas y de certezas, algunos hasta recurrieron a las sangrías, un procedimiento médico que hacía décadas estaba erradicado. El desconcierto y la falta de resultados provocó que la gente pensara que los médicos no tenían idea de cómo afrontar la catástrofe. Eso hizo que se recluyeran en la religión, las supersticiones y otras creencias.
Las medidas tomadas desde el poder no ayudaban. Se limitaron algunas actividades ante la evidencia, pero otras siguieron su curso normal porque se las consideraba beneficiosas en esos malos tiempos. Dos instituciones como la Iglesia y el Ejército sólo podían traer beneficios a la población. Así que no sólo continuaron las ceremonias religiosas sino que ante la incertidumbre incrementaron su masividad.
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Las iglesias repletas se convirtieron en un foco ideal de contagio. Lo mismo sucedió con los campamentos militares. Y con los pelotones que combatían en Europa. Es más, mientras estaban en Estados Unidos a muchos de los soldados enfermos se los mandó a sus casas, en vez de aislarlos, lo que provocó que la diseminación fuera mayor (y más veloz). Aquello que estaba arraigado en las sociedades no se sometía a las evidencias. La religión y las fuerzas militares eran bastiones de las sociedades y debía seguir confiando en ellos y continuar con sus ritos. La evidencia de la enfermedad, la contundencia de las muertes, modificaría esas concepciones.
No existía el concepto del distanciamiento social, ni el del aislamiento. Pero, cuando ya fue tarde, empezaron a cerrarse negocios y espectáculos masivos. Las calles, en todo el mundo, empezaron a vaciarse. A las precauciones, se le debía agregar el miedo y la tristeza reinante.
La escritora Katherine Ann Porter logró sobrevivir pese a haberse contagiado y a haber estado internada en grave estado. Su novio murió. En su novela Pálido caballo, pálido jinete escribió: “Todos los teatros, los negocios y los restaurantes estaban cerrados. Las calles sólo estaban llenas de funerales durante el día y de ambulancias durante la noche”.
Fue una de las pandemias más letales de la historia. Atacó en los territorios más diversos. Hizo estragos en Estados Unidos, Europa, Asia, América Latina y en sitios inhóspitos como Alaska y pequeñas islas maoríes en el Pacífico. Por ejemplo, de un poblado de 80 esquimales sólo 6 lograron sobrevivir. Los iglúes se convirtieron en sus congeladas tumbas. Algunas tribus maoríes se extinguieron. En Estados Unidos no discriminaba. Más de 1000 operarios de la fábrica Ford enfermaron y también 600 de los 1900 presos de la cárcel de San Quintín. El Rey de España Alfonso XIII, el emperador alemán Guillermo II y Jorge V de Inglaterra enfermaron. Y murieron numerosos artistas como Apollinaire, Klimt, Max Weber o Egon Schiele. En China se habló de hasta 30 millones de muertes. En Argentina se cobró 15 mil muertes según los registros oficiales. Aunque se supone que al menos hubo el doble de muertos. Las más perjudicadas fueron las provincias del norte como Salta y Jujuy.
La segunda ola fue la que provocó el mayor número de víctimas. Aumentó su poder de contagio y los pacientes empeoraban en cuestión de horas. Un médico militar norteamericano escribió sobre su experiencia en Boston: “Llegaban con un cuadro de gripe intenso pero normal y se transformaba muy rápido en una neumonía de una ferocidad nunca vista. A las pocas horas el cambio era estremecedor. En la cara sólo había piel pegada a sus huesos, casi sin color. La cianosis se extendía desde las orejas al resto del rostro. Se hacía difícil distinguir a los blancos de los negros. Era horrible. En cuestión de horas luchaban para no morir sofocados. Sólo en nuestro campamento había unas 100 muertes diarias”.
Esta fiebre mató al 2.5% de los contagiados. Un número muy superior al de cualquiera de las otras fiebres conocidas. Se considera que casi un tercio de la población mundial se enfermó. Eso hace que el número de muertos haya sido atrozmente alto. Un ejemplo: en Estados Unidos el impacto fue tan alto que en 1918, la esperanza de vida cayó 12 años. En 1917 había sido de 51 años, mientras que en 1918 fue de 39.
La Gripe Española fue ignorada por la historia durante mucho tiempo. La Primera Guerra Mundial ocupó el interés de quienes estudiaron esos años. Sin embargo, la pandemia tuvo un impacto fenomenal en la vida de las personas. Casi no hubo familias que no se vieran afectadas por alguna muerte cercana. Pero además tuvo consecuencias políticas, sociales, económicas y hasta en el desenlace bélico. Después de la pandemia de la llamada Gripe Española el mundo cambió para siempre, ya no volvió a ser de la misma manera.
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