La muerte de Juan Pablo II, el 2 de abril de 2005, dejaría inesperadamente a Jorge Bergoglio en las puertas del Papado, aunque en principio no había estado entre los candidatos. En Roma, antes del Cónclave del 18 de abril, el religioso argentino había llamado la atención por su prescindencia. Mientras otros cardenales cedían reportajes a Corriere della Sera o La Repubblica y participaban en cócteles en embajadas o residencias privadas para presentarse, conocer a otros cardenales y cambiar impresiones sobre el futuro de la Iglesia, Bergoglio se recluía en el hotel internacional del Clero de Via della Scrofa, rechazaba entrevistas y no iba a los eventos.
Solo el diario Le Monde lo colocó en una lista de cinco candidatos. La hipótesis preocupó al gobierno argentino. Si el cardenal se convertía en Papa sus críticas al gobierno alcanzarían una dimensión mundial. “Dios nos libre...”, expresaron algunos funcionarios.
De gira por Alemania, el presidente argentino Néstor Kirchner, que no había participado de los funerales de Juan Pablo II, decidió concurrir a la entronización entronización del nuevo Pontífice.
A diferencia de Argentina, el presidente brasileño Lula da Silva transformó al cardenal franciscano Claudio Hummes en “candidato de Estado”. Lula viajó a Roma con sus antecesores Fernando Enrique Cardoso, Itamar Franco y José Sarney para consolidar su apoyo
El embajador ante la Santa Sede, Carlos Custer, propició un encuentro informal, apenas un saludo de cortesía, entre el Presidente y el cardenal. Se imaginó un encuentro informal en el cuarto piso de la via del Banco di Santo Spirito 42, la sede de residencia privada de la embajada argentina, en el que se saludaran y partieran juntos hacia la ceremonia. Pero Bergoglio no lo consideró necesario y Kirchner no lo aceptó.
Antes que tenderle la mano al cardenal, el gobierno prefería consolidar la “leyenda negra” por su supuesta actuación en la dictadura para transmitir la idea de que sería un “escándalo mundial” para la Iglesia si lo elegían.
La política del gobierno estaba en sintonía con los artículos que en los últimos meses había comenzado a publicar en el diario Página/12 el periodista Horacio Verbitsky, en las que se sembraban dudas sobre la presunta complicidad del ex Provincial jesuita con la dictadura en el secuestro de los sacerdotes Francisco Jalics y Orlando Yorio.
La imagen negativa que creaban sobre Bergoglio resultaba útil a su círculo de enemigos que tenían peso en la curia romana. Con una logística eclesiástica aceitada, los puntos salientes de las “acusaciones” llegaron a los correos electrónicos personales de los cardenales y de las congregaciones de la Santa Sede.
¿Era una operación de la embajada argentina ante la Santa Sede? ¿De algún funcionario argentino de la curia romana? ¿De un laico, con influencia vaticana, que tenía acceso a direcciones personales de cardenales?
Bergoglio tenía menos dudas. El padre Guillermo Marcó, vocero del Arzobispado de Buenos Aires, que acompañó a Bergoglio en Roma, indicó que el cardenal sospechaba de la participación de Esteban Caselli, ex secretario de Culto, y el argentino más influyente en el Vaticano hasta ese momento, sin detentar ninguna dignidad episcopal.
Te puede interesar: Así vive el Papa Francisco en Santa Marta: horarios, comidas, qué hace con los regalos y por qué no mira tevé
A las denuncias periodísticas que llegaron al correo de los cardenales se sumó la denuncia judicial. La presentación llegó a los tribunales federales argentinos el viernes 15 de abril de 2005, cuando la Capilla Sixtina ya estaba preparada para la fumata. Requería a la justicia que se investigara en el marco de la causa ESMA la responsabilidad penal que “pudiera caberle” a Bergoglio en la “privación ilegítima de la libertad” de Yorio y Jalics. La denuncia, presentada por el abogado Marcelo Parrilli, se basaba en las notas de Verbitsky en Página/12 y acompañaba como “prueba documental” dos de ellas.
(Los jueces de la causa ESMA tomarían declaración a Bergoglio como testigo en el Arzobispado el 8 de noviembre de 2010. Tres años después, cuando se condenó a los marinos por el secuestro de Yorio y Jalics, Bergoglio no fue imputado. El juez Germán Castelli afirmó: “Es totalmente falso decir que Jorge Bergoglio entregó a esos sacerdotes. Lo analizamos, escuchamos esa versión, vimos las evidencias y entendimos que su actuación no tuvo implicancias jurídicas en estos casos. Sino, lo hubiésemos denunciado”).
Bergoglio atribuía el fin último de la denuncia a la justicia a distintas partes de un mismo ataque. Unía los artículos de Verbitsky y las operaciones de sus enemigos intraeclesiásticos que los distribuían en el Vaticano con un propósito final: el “odio gubernamental”.
Antes del Cónclave, el cardenal Joseph Ratzinger, titular de la Congregación para la Doctrina de la Fe, era el primer candidato en las estimaciones de los vaticanistas, pero su figura estaba sometida a un proceso de desgaste. Ratzinger no lograba destrabar la oposición de cardenales de Alemania y Estados Unidos, países que, justamente, recogían las mayores donaciones para el sostén de la Iglesia. Sus 78 años podían ser un obstáculo —su elección daría la imagen de una Iglesia envejecida— pero lo que más desalentaba a los purpurados de esos países era la presunción de que, con Ratzinger, Roma continuaría como estaba: con su centralismo en desmedro de la autonomía de las iglesias locales y las discusiones sobre la comunión para los divorciados vueltos a casar, cerradas.
La hipótesis de un Pontificado con un Papa alemán y un eventual secretario de Estado italiano, además, no haría más que reforzar el poder de la curia romana sobre el Pontificado. Los que aspiraban a la renovación eclesial en esta nueva etapa querían que quedara enterrada definitivamente en el Pontificado la Segunda Guerra Mundial y la Guerra Fría, el mundo de nazis, aliados y comunistas, comunistas y estadounidenses, que había marcado la vida de Juan Pablo II. Ratzinger también había sido parte de ese mundo.
Pero si bien se admitía que, preocupado por el “enemigo soviético”, Juan Pablo II había descuidado Roma, ahora se necesitaba un gobierno que la ordenara. Y se pensó que con Ratzinger, acompañado por un secretario de Estado italiano, se podría componer una dupla adecuada para el gobierno vaticano. En realidad, la curia romana, antes que renovarse, buscaba reforzarse. Lo explicó el cardenal francés Jean Louis Tauran en una reunión con diplomáticos en la embajada de su país: “El Pontífice tiene que ser alguien de adentro del Vaticano. La Santa Sede tiene que seguir en manos de la gente que conoce. Alguien que sepa…”.
Te puede interesar: El cardenal más veterano del Vaticano aseguró que “están martirizando al Papa por intentar unir a las dos corrientes de la Iglesia”
El voto por la renovación —que en los hechos significaba el voto contra Ratzinger— se concentró en el cardenal jesuita Carlo María Martini, pero su progresivo Alzheimer le impedía aspirar a la sucesión.
Sin embargo, el lunes 18 de abril, en el recuento de la primera jornada del Cónclave, Martini llegó a treinta votos, diez menos que Ratzinger.
Cuando la oposición al purpurado alemán ya había quedado reflejada, Martini sugirió que sus apoyos debían migrar hacia el cardenal argentino, y entonces la candidatura de Bergoglio tomó vigor en la segunda y tercera votación: se colocó a diez o quince votos por debajo de Ratzinger, que todavía estaba lejos de alcanzar los 77 votos, los dos tercios del Colegio de Cardenales, que exigía su nominación.
Al mediodía del martes 19 de abril, en el almuerzo en la Casa Santa Marta, dentro del estado Vaticano, Bergoglio se enfrentó por primera vez a la posibilidad de ser Papa. Sumaba alrededor de 40 votos.
Bergoglio era diez años más joven que Ratzinger y causaba buena impresión entre los cardenales, pero era consciente que sus votos no tenían fundamentos propios, sino que se sostenían por oposición a Ratzinger.
En la hora del almuerzo, el cardenal argentino dio a entender que prefería no librar la batalla por el Papado en esos términos, le angustiaba la idea de asumir un Pontificado con una Iglesia dividida en dos.
En la cuarta votación del Cónclave, el frente opositor se dispersó y Ratzinger alcanzó 84 votos que le bastaron para ser consagrado Pontífice.
“Nunca necesité tanta oración en mi vida como el martes a la mañana”, comentaría el cardenal argentino un día después de la designación de Benedicto XVI.
Para el gobierno argentino fue un alivio.
Sin embargo, ese mismo año, Bergoglio, reconocido en el Vaticano, también lo sería entre los obispos locales. Fue elegido presidente de la Conferencia Episcopal Argentina por un período de tres años. Se convirtió en el primer interlocutor de la jerarquía católica con el poder político y la sociedad.
(*) Marcelo Larraquy es periodista e historiador (UBA). Es autor de Recen por él. La historia jamás contada del hombre que desafía los secretos del Vaticano y Código Francisco. Cómo el Papa se transformó en el primer líder político global y cuál es su estrategia para cambiar el mundo. Ambos editados por editorial Sudamericana
Seguir leyendo: